En una cueva, en
una tierra mágica cualquiera, un dragón dorado de enormes
proporciones dormitaba en lo alto de su tesoro: una montaña entera
de joyas, coronas y monedas de reluciente oro, suficientes para toda
una vida de lujos y caprichos. Aunque pareciera que el dragón
dormía, en realidad no era así. Sólo mantenía los párpados
cerrados. Sus doradas escamas relucían como joyas. Probablemente era
el animal más hermoso, fiero y orgulloso del mundo. El dragón que
descansaba sobre su montón de oro se llamaba Magnitus. Controlaba el
común aliento de fuego. Sus hermanos dragones manejaban otra clase
de alientos, tipo veneno, hielo o tierra.
Magnitus consideraba las
demás razas como inferiores y a menudo eso le hacía descuidado. Sin
embargo, por muy descuidado que fuese, nunca dejaba de ser un
terrible adversario. En muchas ocasiones sus hermanos lo habían
tenido que salvar de la muerte por su descuido y luego le habían
soltado una reprimenda. Lo peor de todo era que Magnitus nunca
aprendía, su orgullo era demasiado elevado para aceptar que cometía
errores. Y, aunque él no lo creía así, esa sería su perdición.
Hacía, según su manera
de ver las cosas, meses desde que había abandonado a su familia e
independizado. Había arrasado pueblos enteros y robado tesoros.
También mató mucha gente. Eso, para los dragones del mundo, era una
práctica habitual y que conllevaba reconocimiento y respeto. A estas
alturas, Magnitus ya era conocido en todo el reino. Los elfos, los
enanos, las hadas; los magos, los humanos y los duendes. Todos le
conocían y temían. Sin embargo estuvieron a punto de acabar con él
en tres ocasiones. La primera fue hace cinco años, cuando arrasando
pueblos, le lanzaron flechas que él ignoraba. Pero le lanzaron
demasiadas y sino hubiera sido porque entró en un estanque mágico,
habría fallecido. La segunda fue cuando conversaba con sus hermanos
dragones. Siete magos los sorprendieron y apresaron. Les empezaron a
clavar lanzas y a hechizar para matarlos (pero como los dragones son
muy resistentes a la magia, pudieron aguantar). Finalmente, al borde
de la muerte, los dragones acabaron con ellos. La última sucedió
hacía ya dos semanas, cuando dos docenas de elfos entraron a matarle
en su cueva.
El dragón lo recordaba
muy bien. Tan bien, de hecho, que su cuerpo se convulsionó
involuntariamente.
Será algo de frío
que ha entrado pensó, pues se negaba a reconocer que tuviera
miedo. Él NUNCA tenía miedo. O eso decía.
Se relamió al pensar en
humanos. Le deleitaba matarlos, hacerles sufrir, y devorarlos cuando
aún vivían y torturarlos más allá de lo imaginable.
Oyó algo y abrió sus
enormes ojos azules. No vio nada fuera de lo común, pero él sabía
que un intruso se había colado en su cueva. Rebufó, furioso y
expulsó de su boca un enorme chorro de llamas doradas. Un calor
enorme inundó el lugar, que hubiese desintegrado a cualquier ser
vivo que se encontrara allí en ese momento. Creyendo que ya se
habría librado del intruso, el dragón dejó caer los párpados
nuevamente, satisfecho.
De pronto, notó el frío
contacto de una espada que, más que dolerle, le molestó. Debido a
su enorme tamaño (equivalente a un castillo medieval), el dragón
apenas notaba el dolor, como no fuera un corte enorme o un hechizo.
Al abrir los ojos otra vez, se topó con tres peculiares personajes:
Uno de ellos era un elfo, de cabello rubio, ojos azules y rostro
anguloso. Vestía ropajes negros y del cinto le colgaba un cuchillo
con el mango de hueso. En su mano derecha tenía firmemente agarrado
un arco con una flecha. Por lo que pudo observar el imponente dragón,
el elfo llevaba colgado a la espalda un carcaj, con al menos nueve
flechas. Al lado derecho del elfo se hallaba una maga, que tapaba su
rostro con un velo púrpura (reconocería a los magos en cualquier
parte). Cuando miró hacia abajo, descubrió a su atacante: un enano
de barba rojiza que vestía armadura. No le había atacado con una
espada como supuso él, sino con un hacha de guerra, en la pata
izquierda.
— Toma esa, bestia
inmunda — dijo el enano con satisfacción y retiró el hacha con
violencia.
El dragón rugió de
dolor, pero antes de que pudiera hacer nada, algo lo paralizó.
La magia de esa bruja sin
duda. Ella debió ocultarlos cuando él sintió su presencia.
No quedaría así, se
dijo. Mataría a esa bruja primero, luego al enano y después al
elfo, por haberle atacado, por haberle privado de su libertad, y por
haber invadido sus dominios. Él era el único con derecho a
intimidar, atacar, saquear, y arrasar todo cuanto le viniera en gana.
Y nadie se lo impediría. Él era el mejor de su especie. Esos
idiotas no tenían la más mínima posibilidad contra él. No sabían
donde se acababan de meter. Habían sellado su destino.
El elfo apuntó con su
arco al cráneo del dragón y disparó. La flecha hendió el aire con
un silbido magistral y se incrustó en su frente, haciéndole sangrar
y expulsar sudores. La sangre de dragón, como la de cualquier raza
(salvo algunas excepciones) era roja. El dragón se debatió
desesperado contra el hechizo de la bruja. Deseaba matarlos cuanto
antes, uno a uno, y librarse de ellos. Para Magnitus, los tres
guerreros no era más que una molestia, lo que para un humano sería
una mosca. El elfo volvió a sacar una flecha y la volvió a lanzar.
De nuevo el dolor. Notó entonces que alguien trepaba por su cola.
Intentó sacudirse, pero estaba completamente paralizado. Aquella
bruja era poderosa.
El elfo, cansado de
lanzar flechas, sacó su cuchillo y avanzó rápidamente hacia el
dragón, donde clavó la punta en el pecho de la criatura, que
internamente chilló de dolor, ya que la magia de la bruja le impedía
siquiera rugir. Algo metálico se le metió por la frente. Era el
hacha del enano. Así que fue él quien había trepado, se dijo
Magnitus. Notó como el cuchillo se incrustaba más y más hasta
alcanzar su corazón. Notó como lo rasgaba y su corazón dejaba de
latir. Su vista empezó a nublarse y pudo moverse libremente de
nuevo. Pero por mucho que quisiera, ya no tenía fuerzas para
moverse.
— Ya está — fue lo
último que oyó, de boca del elfo, antes de cerrar los ojos y
descansar... para siempre.
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