miércoles, 29 de mayo de 2019

PUNTO DE VISTA DRACONIANO


En una cueva, en una tierra mágica cualquiera, un dragón dorado de enormes proporciones dormitaba en lo alto de su tesoro: una montaña entera de joyas, coronas y monedas de reluciente oro, suficientes para toda una vida de lujos y caprichos. Aunque pareciera que el dragón dormía, en realidad no era así. Sólo mantenía los párpados cerrados. Sus doradas escamas relucían como joyas. Probablemente era el animal más hermoso, fiero y orgulloso del mundo. El dragón que descansaba sobre su montón de oro se llamaba Magnitus. Controlaba el común aliento de fuego. Sus hermanos dragones manejaban otra clase de alientos, tipo veneno, hielo o tierra.

Magnitus consideraba las demás razas como inferiores y a menudo eso le hacía descuidado. Sin embargo, por muy descuidado que fuese, nunca dejaba de ser un terrible adversario. En muchas ocasiones sus hermanos lo habían tenido que salvar de la muerte por su descuido y luego le habían soltado una reprimenda. Lo peor de todo era que Magnitus nunca aprendía, su orgullo era demasiado elevado para aceptar que cometía errores. Y, aunque él no lo creía así, esa sería su perdición.

Hacía, según su manera de ver las cosas, meses desde que había abandonado a su familia e independizado. Había arrasado pueblos enteros y robado tesoros. También mató mucha gente. Eso, para los dragones del mundo, era una práctica habitual y que conllevaba reconocimiento y respeto. A estas alturas, Magnitus ya era conocido en todo el reino. Los elfos, los enanos, las hadas; los magos, los humanos y los duendes. Todos le conocían y temían. Sin embargo estuvieron a punto de acabar con él en tres ocasiones. La primera fue hace cinco años, cuando arrasando pueblos, le lanzaron flechas que él ignoraba. Pero le lanzaron demasiadas y sino hubiera sido porque entró en un estanque mágico, habría fallecido. La segunda fue cuando conversaba con sus hermanos dragones. Siete magos los sorprendieron y apresaron. Les empezaron a clavar lanzas y a hechizar para matarlos (pero como los dragones son muy resistentes a la magia, pudieron aguantar). Finalmente, al borde de la muerte, los dragones acabaron con ellos. La última sucedió hacía ya dos semanas, cuando dos docenas de elfos entraron a matarle en su cueva.

El dragón lo recordaba muy bien. Tan bien, de hecho, que su cuerpo se convulsionó involuntariamente.

Será algo de frío que ha entrado pensó, pues se negaba a reconocer que tuviera miedo. Él NUNCA tenía miedo. O eso decía.

Se relamió al pensar en humanos. Le deleitaba matarlos, hacerles sufrir, y devorarlos cuando aún vivían y torturarlos más allá de lo imaginable.

Oyó algo y abrió sus enormes ojos azules. No vio nada fuera de lo común, pero él sabía que un intruso se había colado en su cueva. Rebufó, furioso y expulsó de su boca un enorme chorro de llamas doradas. Un calor enorme inundó el lugar, que hubiese desintegrado a cualquier ser vivo que se encontrara allí en ese momento. Creyendo que ya se habría librado del intruso, el dragón dejó caer los párpados nuevamente, satisfecho.

De pronto, notó el frío contacto de una espada que, más que dolerle, le molestó. Debido a su enorme tamaño (equivalente a un castillo medieval), el dragón apenas notaba el dolor, como no fuera un corte enorme o un hechizo. Al abrir los ojos otra vez, se topó con tres peculiares personajes: Uno de ellos era un elfo, de cabello rubio, ojos azules y rostro anguloso. Vestía ropajes negros y del cinto le colgaba un cuchillo con el mango de hueso. En su mano derecha tenía firmemente agarrado un arco con una flecha. Por lo que pudo observar el imponente dragón, el elfo llevaba colgado a la espalda un carcaj, con al menos nueve flechas. Al lado derecho del elfo se hallaba una maga, que tapaba su rostro con un velo púrpura (reconocería a los magos en cualquier parte). Cuando miró hacia abajo, descubrió a su atacante: un enano de barba rojiza que vestía armadura. No le había atacado con una espada como supuso él, sino con un hacha de guerra, en la pata izquierda.

— Toma esa, bestia inmunda — dijo el enano con satisfacción y retiró el hacha con violencia.

El dragón rugió de dolor, pero antes de que pudiera hacer nada, algo lo paralizó.

La magia de esa bruja sin duda. Ella debió ocultarlos cuando él sintió su presencia.

No quedaría así, se dijo. Mataría a esa bruja primero, luego al enano y después al elfo, por haberle atacado, por haberle privado de su libertad, y por haber invadido sus dominios. Él era el único con derecho a intimidar, atacar, saquear, y arrasar todo cuanto le viniera en gana. Y nadie se lo impediría. Él era el mejor de su especie. Esos idiotas no tenían la más mínima posibilidad contra él. No sabían donde se acababan de meter. Habían sellado su destino.

El elfo apuntó con su arco al cráneo del dragón y disparó. La flecha hendió el aire con un silbido magistral y se incrustó en su frente, haciéndole sangrar y expulsar sudores. La sangre de dragón, como la de cualquier raza (salvo algunas excepciones) era roja. El dragón se debatió desesperado contra el hechizo de la bruja. Deseaba matarlos cuanto antes, uno a uno, y librarse de ellos. Para Magnitus, los tres guerreros no era más que una molestia, lo que para un humano sería una mosca. El elfo volvió a sacar una flecha y la volvió a lanzar. De nuevo el dolor. Notó entonces que alguien trepaba por su cola. Intentó sacudirse, pero estaba completamente paralizado. Aquella bruja era poderosa.

El elfo, cansado de lanzar flechas, sacó su cuchillo y avanzó rápidamente hacia el dragón, donde clavó la punta en el pecho de la criatura, que internamente chilló de dolor, ya que la magia de la bruja le impedía siquiera rugir. Algo metálico se le metió por la frente. Era el hacha del enano. Así que fue él quien había trepado, se dijo Magnitus. Notó como el cuchillo se incrustaba más y más hasta alcanzar su corazón. Notó como lo rasgaba y su corazón dejaba de latir. Su vista empezó a nublarse y pudo moverse libremente de nuevo. Pero por mucho que quisiera, ya no tenía fuerzas para moverse.

— Ya está — fue lo último que oyó, de boca del elfo, antes de cerrar los ojos y descansar... para siempre.


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