Era
medianoche en Londres. La luna llena era muy clara en un cielo sin
estrellas. El autobús dejó a Emma cerca de Picadilly. Era el último
de la noche. Emma era una joven de dieciséis años. Cabello castaño,
ojos verdes. Vestía vaqueros y camisa azul marino acompañados de
unos zapatos negros. Sus pasos eran silenciosos. Nadie había allí
esa noche, a pesar de ser viernes. Viernes 13. A Emma no le gustaban
las calles solitarias y oscuras. Le fascinaban en las pelis de
terror, no ahí.
Entonces
escuchó pasos. Detrás de ella caminaba un hombre con máscara de
hockey, vaqueros, deportes y camisa roja. Sus vaqueros tenían
salpicaduras rojas. Emma no sabía de qué. ¿Sería carpintero tal
vez? ¿Albañil? No lo sabía, pero ese hombre le inquietaba
sobremanera. Se encontró caminando más veloz. Luego más y más.
Y
de repente lo escuchó gritar. Al darse la vuelta, vio que llevaba
encima una motosierra enorme y su sonido era horripilante. Emma gritó
y corrió como nunca antes en su vida. Escuchaba el sonido de la
motosierra al tiempo que corría. Las pisadas de Emma eran ahogadas
por la motosierra.
Siguió
corriendo, llegando de alguna manera al Big ben. Por las calles
seguía sin encontrarse a nadie. Siguió corriendo mientras escuchaba
a aquel siniestro hombre y su horripilante motosierra. La sola idea
de morir por aquel instrumento la aterraba sobremanera. Aceleró más.
Nunca pensó que pudiera correr tanto. Nunca había hecho una maratón
ni nada parecido. Era bien cierto entonces que cuando tu vida
peligraba, corrías lo que hacía falta.
Debo
llegar a casa o encontrar a algún policía se
dijo.
Aunque no se encontró ningún
policía para su desgracia. Si vio en cambio un callejón oscuro.
Sabía que no era buena idea, pero si seguía recto, aquel tipo
acabaría por alcanzarla tarde o temprano. Ya notaba su corazón
desbocado latiendo a mil por hora y estaba convencida de que aquel
horrible hombre podía escucharlo latir. Se metió por el callejón.
El
asesino que perseguía a la muchacha se detuvo ante el callejón. La
había visto entrar ahí y él también entró. La escena lo
sorprendió. Ante él se encontraba un hombre cuyo rostro no pudo ver
debido a las sombras. Iba ataviado con gabardina y un cuchillo
ensangrentado sostenido con fuerza en la mano izquierda. Y a los pies
de aquel individuo, la muchacha a la que perseguía estaba muerta. Le
habían cortado la garganta y su cuerpo yacía inmóvil, con el iris
de sus dos ojos apagados. El de la gabardina y el de la motosierra se
quedaron mirando breves instantes. Para cuando se quiso dar cuenta,
el asesino del cuchillo se había esfumado.
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