Kashima
Reiko miraba despistada por la ventana de su clase. Algo impactó
entonces en su cabello. Al mirar hacia abajo, curiosa, vio que se
trataba de una bolita de papel. Al echar la vista atrás, descubrió
que se la había tirado Thomas.
Thomas era
uno de sus “acosadores”. Le gastaba bromas pesadas todo el
tiempo. Y todo por su personalidad despistada. Se pasaba más tiempo
en las musarañas que en la realidad. Y aquello sus “acosadores”
lo sabían y se aprovechaban de ella. Aunque Reiko empezaba estar
harta de la situación, no veía el valor de decírselo a ellos y
menos de denunciarlos a la directora, por miedo a las represalias.
Miró a
Thomas más fijamente: era corpulento, cabello castaño, ojos azules.
Aunque era guapo, era también un estúpido, pensaba ella. Reiko no era especialmente bella, pero tampoco fea. Cabello negro, ojos azules y cara redonda. Delgadita.
Ella pasó
de las burlas de sus compañeros y esperó con impaciencia a que
terminaran las clases para regresar a casa. Era temporada de
cigarras, su favorita, en Japón.
Vivía en un
pueblo cualquiera de Japón, pero su escuela estaba en otra ciudad y
debía coger el tren para volver a casa. Así pues se dirigió a la
estación de tren.
Mientras
esperaba, se quedó perdida en las musarañas nuevamente. No había
nadie en la estación, de modo que ella se encontraba completamente
sola y en calma.
Se apoyaba
de pie cerca de la línea roja pintada en el suelo (si la
traspasabas, podías morir). Y aquella fue su perdición. De repente,
notó como alguien la empujaba hacia las vías. Reiko nunca vio al
culpable, pero sí escuchó las risas de los culpables.
Las risas de
los acosadores, pensó ella.
Para su mala
suerte, cayó justo al momento en el que un tren de alta velocidad
(shinkansen) hacía su entrada. Y entonces sintió un dolor tan atroz
que deseó estar muerta. Cayó de bruces a las vías y el tren la
arrolló.
Pero no
murió inmediatamente.
En su lugar,
la partió por la mitad, dejando su torso y el resto de su cuerpo
separados. Ella chilló de horror al tiempo que escupía sangre por
la boca. Podía verse las entrañas deslizarse por los ferrocarriles
e inclusive sus piernas en el otro extremo moverse solas. Aquello fue
un trauma tan feroz, que Reiko perdió la conciencia tras soltar un
último chillido agónico.
Era noche
cerrada. Habían transcurrido tres años desde lo ocurrido con Reiko.
Anzu, una
colegiala de diecisiete años, había escuchado la historia. No se
sabía quien la empujó, ni quería saberlo. Ahora mismo se
encontraba en la misma estación donde ella murió y solo deseaba
marcharse de allí. Pero el Shinkansen aún tardaría cinco minutos
en aparecer y a ella no le quedaba más remedio que esperar. Había
salido tarde de la escuela por quedarse a hacer ensayos de teatro y
nadie podía acompañarla. Así que estaba sola.
Anzu sacó
el teléfono para entretenerse. En el reflejo de su pantalla vio su
aspecto: cabello rojo, ojos verdes. Rostro asimétrico. Iba a
encender el móvil cuando de repente, vio algo tras ella. Al dar la
vuelta, se quedó muda de horror:
Una mujer de
cabello negro, garras en lugar de dedos, ojos puramente negros (no
tenía iris ni pupila) y dientes puntiagudos la miraba con odio. Pero
lo que más la impactó fue ver lo baja que era. Al principio pensó
que sufría de enanismo, pero no. En realidad, no tenía piernas.
Aquello la
dejó anonadada. La sangre corría por su torso, goteando
incansablemente. Toda ella era sangre y su pelo estaba sucio y
revuelto.
Ella
reconoció al ser.
— Re…
¿Reiko? — preguntó entre incrédula y tímida.
Reiko
chilló. Un chillido que no era de este mundo. Un chillido
sobrenatural, que heló la sangre de Anzu. Su instinto le dijo que
huyera… y eso hizo.
Corrió
escaleras arriba, con el ser pisándole los talones. Para solo
disponer de dos brazos, corría muy rápido. Era asombrosamente
veloz. Para cuando Anzu terminó de subir los escalones, Reiko casi
se le había echado encima.
Siguió
corriendo hasta que Reiko (si la podía seguir llamando así) la
atrapó.
Anzu cayó y
aquel ser la arañó con furia en la espalda. Anzu gritó.
No obstante
logró librarse y huir. Aquel ser la había dañado tanto que ahora
solo podía arrastrarse por el suelo. Llegó hasta un callejón
oscuro donde se detuvo, asfixiada.
Ya está…
me va a matar.
Pero Reiko
no apareció. Anzu no comprendió porqué hasta que miró al suelo. Y
entonces chilló. Chilló mucho.
Ya no tenía
piernas. Su torso se había separado del resto de su cuerpo y de él,
colgaban las entrañas.
Así que
cuando ella me atacó…
De nada
sirvió que llorara.
Tiempo
después, la leyenda del Teke-Teke se extendió. El ser atacaba o
mutilaba a sus enemigos. Los transformaba en lo mismo que ella o
simplemente los mataba. Atacaba tanto inocentes como culpables. Si
sus acosadores fueron castigados o no, nunca se supo. Un día
simplemente dejaron de ir a la escuela y nadie los volvió a ver
nunca más.
Pero la
leyenda del Teke-Teke vivirá por siempre.
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