Veinticuatro de diciembre. Aquella
noche, yo morí. Asesinado por Santa Claus.
Yo
era un duende como los demás. Tez blanca, orejas puntiagudas como los elfos (aunque
más largas que las de estos), nariz roja y una paleta sobresaliendo por mi
boca. Siempre estaba alegre, tenía mis amigos, trabajaba bien... en fin, la
vida normal de cualquier duende ayudante de Santa. Pero aquella noche, algo
terrible sucedió. Para empezar, me extrañé mucho cuando Santa vino a verme a
los establos (estaba preparando los renos para la Gran Noche).
—
Jakie ¿podemos hablar?
—
Claro señor.
Dije
mientras volteaba hacia él. Me acerqué un poco a donde estaba. Era alto,
mediría al menos 1'70 por ahí, si bien los duendes como yo no medíamos más de
ochenta centímetros. El más alto quizá llegara a un metro. Yo medía ochenta
centímetros precisamente. A lo que iba:
—
Jakie, necesito un acompañante. Hay más regalos de lo habitual. No confío en más
nadie que en ti para esa labor ¿lo harás?
La
voz de santa era amable, pero no admitía réplica. Su rostro se hacía pequeño
entre tanta barba blanca. Era medio calvo. En aquel momento no llevaba sombrero
e iba ataviado con su traje clásico. Obviamente acepté su proposición y varias
horas más tarde nos embarcamos en un viaje. Nos colamos en casas, tiramos
regalos, comimos galletas... todo parecía marchar de maravilla.
Hasta
que estuvimos de regreso.
Cuando
aquello sucedió, ya no quedaban regalos en la bolsa.
—
Jakie, mírame a ver si me falta algún regalo.
Lo
hice, pero ya sabía que no quedaba ninguno. Al asomarme, Santa me empujó hacia
el interior del saco.
—
¿Santa qué haces? ¡Sácame de aquí! ¡No tiene gracia!
— Que
estereotipados tus comentarios — dijo burlón Santa —. Lo lamento Jakie, pero
tengo planes y me estorbarías demasiado. ¡Arre!
Los
renos se dieron más prisa. Noté como Santa agarraba el saco. Traté de salir,
pero no tuve tiempo suficiente antes de sentir que estaba en el aire y entonces
me di cuenta que me había soltado al vacío. Caía sin control, gritaba aterrado,
casi llorando, suplicando a Santa que me rescatara. Aunque en el fondo supe que
jamás lo haría. No recuerdo cuando, todo se volvió negro. Recuperé un momento
la conciencia, lo suficiente para ver a una figura encapuchada.
Los
reabrí poco después. Lo primero que vi fue un montón de monstruos a mi
alrededor... ¡Monstruos! Me asusté, lo confieso. Había un hombre lobo, una
momia, un vampiro, una vampiresa y un Frankenstein.
— ¿Quiénes
sois? ¿Dónde estoy? — pregunté asustado.
Fue
el hombre lobo quien me respondió, no sin tristeza en la voz:
—
Bienvenido. Estamos en el Reino de los Muertos.
Pasaron
unos pocos días hasta que me habitué a mi nuevo hogar. Mi eterno hogar.
Resulta
que, al morir, nuestras almas se reencarnaban en monstruos en el Reino de los
Muertos. En este lugar siempre era de noche o hacía nublado. Me parecía muy
triste la verdad. Había alcalde, cementerios (donde vivían los que reencarnaron
en fantasmas) casas, calles... era toda una ciudad de monstruos. Y yo... el
duende ayudante de santa, se convirtió en un simple esqueleto. Sin carne, sin
nada más que mis extremidades. Se podía comer e inclusive sentir el gusto por
la comida, pero ya no sentíamos el hambre. Total, estábamos muertos. El gusto
por comer era simple cortesía del regente del Inframundo, Muerte. A él vi
cuando caí. Vi la muerte cernirse sobre mí y llevarme al otro mundo.
Me
asignaron una pequeña casita de solo una habitación. Era acogedora. Tenía un
sillón, una chimenea y una pequeña cocina. Ya no era necesario ir al baño.
Traté de comer, pero como esqueleto, todo acababa cayendo. El alcalde era el
hombre lobo, quien se hacía llamar Bat.
Estaba
furioso. Santa Claus me había traicionado y matado. Al principio no estaba
enfadado, pero conforme iba explorando el lugar y me sentaba en el sillón,
pensaba que aquel maldito gordo había terminado con mi vida. Mi feliz vida. Era
un duende, con el mejor trabajo del mundo... y él terminó con eso.
Me estorbarías me había dicho.
¿Estorbar? ¿Para qué? No lo sabía, pero necesitaba averiguarlo. Y en función de
lo que Santa me contara, me vengaría de una forma u otra. No planeé mi venganza
cuando me puse en marcha para hablar con Bat. La venganza es un plato que se
sirve frío pero los planes nunca salían bien. Así que, llegado el momento según
los imprevistos, me vengaría de una forma o de otra. Lo que sí tenía claro es
que Santa iba a correr la misma suerte que yo.
Bat
se volvió loco cuando le comenté mi proposición.
—
¡Estás loco! Jakie, piénsalo.
— Lo
he pensado demasiado.
— No
llevas ni un mes aquí...
— De
sobra. ¿Me ayudas, o me busco yo mismo la "vida"?
Bat
suspiró pesaroso.
— ¿Si
puedes hacerlo tú, porque venir a pedirme ayuda?
—
Contigo sería todo más fácil. Hablé con los vecinos. Y me enteré de que una vez
fuiste a ver a Muerte a suplicarle volver a la vida para no abandonar a...
—
Calla — su voz era triste. Bien. Un paso logrado.
— El
caso es que sabes dónde está. Puedes guiarme y podré volver allá arriba y
acabar con esa pelota roja.
— No
funcionará. Muerte no revive a nadie.
—
¿Quien ha dicho nada de revivir?
Bat
me miró con ojos atentos. Sonreí. Paso dos conseguido.
Tuvimos
que pasar por duros lugares. Primero traspasamos el cementerio, donde hallamos
fantasmas que nos marcaron el camino a seguir. Al parecer, los que murieron y
conservaron sus cuerpos en forma de espíritus preferían "vivir" en
sus tumbas. Yo también vi la mía. Me arrodillé apenado al verla. Bat trató de
animarme, pero solo la venganza podía darme el descanso que merecía. O aquello
pensaba. Tardamos todavía un día más en llegar a mi destino, pues la siguiente
zona, un enorme bosque, era complicado de atravesar, por los recovecos y
pasillos laberínticos que tenía. Pero por fin llegamos.
Mi
destino: el hogar de Muerte. Esta vivía en el interior de una casa de árbol.
—
Entra tú. Yo nada tengo que ver ya — dijo Bat.
Asentí.
Le agradecí y entré solo. No sentía miedo. Solo podía pensar en mi venganza y
en cómo convencer a la Muerte.
Muerte
era un esqueleto como yo, vestido con túnica negra. Estaba rodeada de montañas
de libros. Un portal brillaba. Suponía que por él accedía al mundo de los
vivos. Muerte estaba escribiendo con una pluma en uno de sus innumerables
libros cuando soltó la pluma y se dirigió a mí con voz impaciente:
—
¿Qué deseas?
—
Volver al mundo de los vivos.
Muerte
mostró lo que parecía una mueca burlona.
—
Mira duendecillo, no puedes. Si lo hicieras, el caos que crearías sería enorme.
Se rompería la barrera entre ambos mundos, los dos mundos colisionarían y sería
el fin del universo.
—
Pero ¿y si regresara antes de que todo eso pasase?
— No
habría tiempo. En menos de diez minutos todo empezaría a ir al garete. Tampoco
puedo revivirte ya que mi poder consiste en arrebatar las vidas de los demás.
Me
quedé pensativo un momento. La cosa estaba peliaguda. Pensé en atravesar el portal,
pero supuse que Muerte se interpondría antes de que pudiera hacerlo. Además,
tal vez aquel portal no me llevara al mundo de los vivos sino a otro lado donde
no quería acabar. Finalmente opté por otra idea:
—
Santa me mató. No sé por qué.
— Ni
yo ¿crees que me preocupo por vuestras tonterías duendecillo?
—
¿Tonterías? — Empecé a indignarme, pero de pronto decidí que no me importaba lo
que él opinara —. Dijo que le estorbaba.
—
Cuando Santa muera — dijo en un suspiro —, irá al Cementerio de los lamentos
donde sufrirá eternamente. No te hace falta vengarte personalmente.
Pero
aquello no me bastaba. Necesitaba venganza. Ya había caído en sus garras y
estaba atrapado.
— ¿No
hay manera de ir al mundo de los vivos, aunque sea por un rato?
Muerte,
pensativa, respondió:
— No.
Entonces
salí corriendo y atravesé el portal antes de que Muerte pudiera detenerme. Mi
venganza iba a dar sus frutos. E iba a colapsar todo el universo, vivo o
muerto. Solo esperaba que el portal me llevara a la Tierra.
Era
navidad otra vez. El tiempo entre vivos y muertos era diferente. Santa lo tenía
todo listo para sus planes. Rio con maldad. Con Jakie fuera de juego, podría
efectuar su malvado plan. Cargó los regalos y se marchó ante la atemorizante
mirada de sus camaradas. Al enterarse de la muerte de su compañero, Santa les
había explicado que él se resbaló. Pero nadie le creyó. Al principio si se lo
creyeron, pues estaban conmocionados y Santa nunca mentía... o eso habían
creído ellos. Pero al inspeccionar el trineo, descubrieron que no había forma
posible de caerse. Además, los renos deberían haberlo rescatado enseguida. Pero
no lo hicieron. Algo no marchaba bien.
Preocupados,
vieron partir a su líder.
Santa
reía con maldad en su trineo, pero cuando iba a repartir el primer regalo,
Jakie apareció. Todo él era huesos, así que, al principio, Santa se asustó y
dijo:
—
¿Quién eres tú?
—
Vaya Santa — la voz del esqueleto fingía decepción y contenía ira —, ¿no se
acuerda de mí? Creo que la última vez que nos vimos yo estaba cayendo en
picado.
Entonces
Santa lo entendió. Sus ojos se encendieron de la sorpresa, pero inmediatamente
lo dominó la rabia:
—
¿Cómo has vuelto aquí?
—
Pronto lo sabrás. Vengo a llevarte.
— ¡Y
una mierda!
Exclamó
enfadado.
Santa
se abalanzó contra Jakie. La pelea duró menos de lo esperado. Forcejearon. Al
ser Jakie ahora un saco de huesos, no pesaba nada, pero tampoco se iba a dejar
ganar como la otra vez. Así que en el momento en que aquel cuerpo grasiento y
gordo lo agarró, Jakie tiró de él hacia atrás y ambos cayeron al vacío. Jakie
escuchó el grito desgarrador de la muerte en Santa, aunque no le causó
satisfacción alguna.
Me encontré de repente atravesando el portal dimensional que unas horas antes
había atravesado y aterricé sobre una montaña de libros. Santa acabó sobre otra
montaña. Al incorporarme, vi que Muerte se había acercado a Santa.
— Ha
sido muy, muy malo Santa. Manipular los regalos para que estos intoxicasen a
los niños y otros regalos explotaran y mataran a los adultos, inculpando a tus
duendes... muy mal. Jakie era quien supervisaba esas cosas ¿cierto? con él
fuera, ya nada te detendría... excepto Jakie claro.
Santa
tragó saliva, pero no dijo una palabra. No suplicó ni nada.
—
Bueno... ahora estás muerto — continuó Muerte — y todos se convierten en lo que
realmente son ¿sabes por qué Jakie es un esqueleto? Porque no tiene maldad
apenas en su interior. Dice lo que piensa, lo exterioriza casi todo. Por eso no
tiene carne.
Aquello
me asombró. Si me paraba a pensar, era cierto.
—
Pero tú... tú mientes, matas, escondes. Eres como... sí — ver a Muerte sonreír
de manera maquiavélica era lo más retorcido que había visto nunca —. Como
una asquerosa cucaracha.
—
No... cualquier cosa menos eso... por favor — Santa se arrastraba por el suelo
pidiendo clemencia. Y, sin embargo, nada de aquello me produjo placer.
La venganza es un plato que se sirve frío...
pero es un plato vacío, al fin y al cabo.
Muerte
lo convirtió en un abrir de ojos en lo que era: una cucaracha. La cucaracha se
alejó rápidamente del lugar hasta perderse de vista. Ahora estaría condenado a
ser un asqueroso insecto por toda la eternidad.
Me acerqué a Muerte.
—
Gracias Muerte.
Este
asintió con la cabeza en silencio.
— Has
traído a un criminal. Has hecho bien, pero también me has desobedecido y casi
haces que el universo explote. Afortunadamente has regresado casi tan deprisa
como te fuiste así que apenas ha sucedido nada más que unos terremotos (al
matar a Santa, yo pude traerte de vuelta). Dime Jakie ¿te gustaría convertirte en un
Guardián?
— ¿En
un qué?
— Los
Guardianes es un grupo secreto con poderes que se dedica a traer criminales
asesinos al Otro Mundo. Tendrías una apariencia más humana y podrías traer más
gente como Santa.
Maravillado,
contesté:
—
Acepto.
Muerte
sonrió.
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