jueves, 29 de diciembre de 2022

UN DUENDECILLO SUELTO POR MI CASA

 Hola. Me llamo Julio, y voy a relataros una experiencia paranormal que sufrí el veintiséis de diciembre de 2019. Por aquel entonces yo tenía veintisiete años y acababa de comprar una bonita casa en un barrio tranquilo de un tranquilo pueblo de Estados Unidos. La casa tenía dos plantas, y en la planta principal, a la derecha, había un comedor, a la izquierda un salón, enfrente la cocina y, una puerta entre la escalera que daba al sótano. Lo único que le faltaba era una piscina, pero el jardín trasero era grande y con espacio suficiente para fabricarla, de modo que decidí que la haría en un futuro.

Bueno, que me desvío. Digamos que, tras conseguir la casa y demás, me instalé allí esa misma noche. Mi esposa Amanda llegaría también, pero estaba atrapada en un tráfico horrible.

Mi experiencia paranormal solo duró tres horas. Pero fueron las tres horas más interminables de mi vida.

Una vez instalado, me hallaba tumbado en mi nueva cama. Era una cama de matrimonio, que Amanda y yo compartiríamos. La cama era cómoda, blanda. Tenía la luz de la mesilla de noche encendida, dando al cuarto un tono anaranjado. Enfrente de mí se alzaba la cómoda con el espejo. Mi rostro ovalado, mi cabello corto castaño y mis ojos azules. Eso veía.

Suspiré. La respiración bajaba y subía de mi pecho de forma regular.

Crack, crack.

Me sobresalté. Había oído algo. Me quedé un momento en silencio. Afuera, el cielo estaba oscuro porque eran pasadas las diez. Había cenado un trozo de pizza. Amanda aún seguía en el tráfico. Dado que había una tormenta horrible allá afuera, muchas calles estaban inundadas y cortadas. Oí el fuerte repiqueteo de la lluvia chocar contra la ventana.

Crack, crack.

De nuevo ese sonido. Provenía de abajo. Me incorporé de un salto. Por toda ropa llevaba unos vaqueros y camisa, además de zapatos. Ni me había cambiado, esperando a Amanda.

Abrí la puerta con cuidado. Esta no hizo ningún ruido. Claro, era nueva (aunque ignoraba si podría haber hecho algún ruido también). Afuera, todo estaba oscuro y silencioso.

Demasiado silencioso. Tragué saliva. Quizás no hubiera sido nada. Estaba a punto de regresar a mi cuarto, cuando volví a escucharlo:

Crack, crack.

Ahora lo escuché totalmente claro. Era como algo rasgando. Y se escuchaba DENTRO de la casa.

Dentro de casa había alguien conmigo.

Revisé el móvil, pero Amanda no me había dicho nada de que hubiera llegado. Y de haberlo hecho, me lo habría dicho. Y no se escucharía ese sonido tan raro. La piel se me erizó. No tenía fama de cobarde, pero que hubiera un intruso en casa… además, con la tormenta de fuera y yo totalmente solo. ¿Y si estaba armado? Haciendo acopio de valor, me dirigí hacia abajo, de dónde provenía el sonido. Iba despacio, tratando de no hacer ruido.

Abajo, en el rellano de la casa, había una ventana situada al lado izquierdo (desde mi perspectiva) de la puerta. Afuera veía el porche.

Y en el porche había alguien.

No veía su rostro claramente, aunque era más bajo que yo. Quizá midiera alrededor de uno cincuenta (yo medía uno ochenta). Parecía tener orejas picudas y cabello corto e iba vestido con una camiseta que, por la poca luz que entraba por la ventana (ya que tenía las luces apagadas en casa) parecía ser negra, marrón o tal vez, verde. En cualquier caso, como al final de las escaleras había un pequeño interruptor situado a mano izquierda, decidí pulsarlo para así ver con claridad.

La luz no se encendió.

¿Se ha ido la luz?

Era probable, pensé. Con la tormenta, se producían muchos cortes de luz.

Sin embargo, enseguida comprendí que aquello no tenía que ver con la tormenta, pues al apartar la vista del interruptor, no solo la figura había desaparecido, sino que pude ver que los vecinos de enfrente sí tenían luz.

En este punto, ya había transcurrido una hora completa desde que llegué a la casa. Aún faltaban dos horas más. Y las cosas estaban a punto de ponerse aún más inquietantes.

Sabía que tenía a alguien rondando la casa, que se había ido la luz solo en mi hogar (no sabía si esa figura la había cortado) y supe que estaba en peligro. Por algún motivo, noté más frío del habitual.

Fui a la cocina. Esta constaba de un pequeño pasillo con una encimera y una mesa para comer, blanca. Al lado de la encimera se situaba el frigorífico. En la mesa aún estaba la caja de pizza con tan solo un trozo de pizza en su interior. Amanda tenía otra pizza entera para ella guardada en el frigorífico que tan solo había que calentar. Estaba bastante preocupado. No solo por la figura, sino porque Amanda siguiera en el tráfico.

Cogí el móvil. Me disponía a llamar a emergencias. Pero no sonaba. Llamé y llamé, pero nada. Escuché una risa. Una risa que pertenecía a la de un chico joven y que me heló la sangre.

— ¿Quién eres?

Aunque lo intenté, no pude evitar que la voz me temblara violentamente. Sentía las piernas de mantequilla y los vellos de punta.

De nuevo la risa. Una risita traviesa. Alguien me estaba gastando una broma, eso era todo. Eso es lo que quería creer. Rápidamente, corrí hacia la calle. No sabía si con esta tormenta alguien me ayudaría, pero tenía que intentarlo. Pero cuando salí al pasillo me detuve en seco.

Delante de mí, se hallaba aquella figura. Ahora podía verlo más claramente. Su camiseta era color verde, pero sus ojos no los veía bien. Ni su boca, torcida en una inquietante sonrisa. El cabello lo tenía alborotado y en la mano izquierda sujetaba algo. Sus dedos tamborileaban con el objeto puntiagudo y metálico. Su brillo me dijo que eso era un arma.

Al fijarme mejor, vi que era un cuchillo de cocina. Tragué saliva y salí huyendo. En la cocina había una puerta que daba acceso al patio trasero. Pero la puerta no se abrió. Por más que giraba el pomo, este no cedió. Maldiciendo por lo bajo, me di la vuelta para encarar a mi atacante, pero al salir al pasillo, se había ido.

Tenía a un asesino suelto por casa.

Asustado, caminé despacio, tratando de no hacer ruido. Me sentía observado. Sabía que, estuviera donde estuviera, me estaría observando. Ya no se oían risas ni aquel sonido inquietante. Subí las escaleras dirección a mi cuarto. Allí tenía un teléfono fijo. Si el móvil no iba, tal vez el fijo sí. Al entrar en mi cuarto cerré la puerta y coloqué una silla a modo de pestillo. Traté de llamar a emergencias, a la casa de mis padres, a un amigo. El resultado fue el mismo: el teléfono no sonaba. Me dejaba marcar e indicaba que había línea. Pero eso era todo. Por alguna razón, yo no podía comunicarme con el mundo exterior. Traté de abrir la ventana. Aunque sonara a locura, tal vez podría bajar desde una segunda planta de alguna forma y salir así a la calle. Pero la ventana también estaba bloqueada.

No podía salir de casa ni comunicarme con nadie.

Ahí fue cuando sentí el verdadero terror.

— Juuuuuliooo

Mi nombre sonó como una canción. Una canción de cuna tétrica. Se me erizó la piel y comencé a sudar. Quise agarrar algún arma, algo con lo que defenderme. Pero no la tenía. Estaba total y absolutamente indefenso.

— ¿Qué quieres? — Pregunté y esa vez no me salió la voz temblorosa. Aunque eso no me reflejaba como me sentía realmente.

De nuevo aquella risa.

Me quedé allí el resto de la hora, aterrorizado y acurrucado tras la cama, intentando esconderme. Pero él me veía, yo lo sabía. No sabía cómo lo sabía, pero así era. Y lo peor era que no sabía cómo librarme de él. Miré el móvil. No había recibido más mensajes de Amanda desde hacía dos horas.

Desde que aquella figura apareció en la casa.

POM. Un golpe seco, fuerte. En algún lugar de la casa. El golpe se repitió, más fuerte. La tormenta había cesado y la lluvia también, pero el cielo aún tenía muy mala cara. Como la tenía mi situación. Me incorporé y, temblando violentamente, me dirigí hacia la puerta.

POM POM POM. Tres golpes fuertes y seguidos. Venían del pasillo de fuera. ¿Qué podía hacer? No podía llamar a nadie ni salir de casa por algún motivo.

Un momento pensé. Sí, aún tenía el coche. En el sótano. Si es que la puerta se abría, claro. Y por muy bloqueada que estuviera la puerta del garaje, el coche debería romperla con la suficiente velocidad. Era lo único que tenía, así que inspiré y exhalé varias veces y me dispuse a salir de mi habitación.

Fue entonces cuando caí. ¿Cómo sabía aquel tipo mi nombre? Estaba claro que me conocía. Aunque yo no lo identificaba a él. Supongo que porque estaba oscuro. Me pregunté, mientras retiraba la silla con sumo cuidado y abría la puerta con la misma cautela, quien sería la figura que rondaba mi nuevo hogar. Además, era curioso que había atacado justo al mudarme. Estando solo en casa.

Ya solo quedaban cuarenta minutos antes de que la pesadilla terminara. Bajé con cuidado las escaleras. aunque sabía que me estaba observando o, al menos, rondando la casa, no convenía hacer ruido. Lo mejor era ser silencioso.

Una risa suave me obligó a correr al sótano. La puerta sí se abrió, para mi alivio. Bajé las escaleras con cuidado. No veía nada, tan solo negrura. Ya que no podía ver, puse la oreja a tope. Solo escuchaba mis zapatos crujir la madera de la escalera. Llegué abajo, donde un ligero olor a moho inundaba el lugar. Tosí. El sótano era rectangular, con un coche viejo y blanco aparcado en medio y un estante a la izquierda. Dado que nos acabábamos de mudar, aún no teníamos nada más. Poco a poco. Menuda primera noche en la casa.

Saqué la llave del coche, aún en mi pantalón, cuando de repente, la luz del sótano (una luz amarilla tenue) se encendió y ante mí vi de nuevo la figura. Ahora podía verle el rostro. Tenía los ojos negros, su ropa era verde, su cabello castaño claro. Y sus dientes eran largos y afilados, recordando a los de un tiburón. Tragué saliva y pegué un respingo justo después, cuando el ser se movió, mostrando garras en lugar de dedos.

—Hola Juuulio — dijo en un siseo.

Hablaba como cantando. Aquella visión de él me horrorizó, sentí un nudo en el estómago y el corazón encogido en un puño.

— ¿Por qué haces esto? ¿Qué eres?

El ser rio. Una risa infantil, pero que me dejó tan helado como antes. Quizá incluso más, contando que ahora lo tenía delante de mí. Aún sostenía el cuchillo de cocina en la mano izquierda.

— Vennnn a juugarrr con nosssotros.

— ¿Con…?

¿Acaso había más de uno? Eso fue lo que pensé e inmediatamente noté algo tras de mí. Me di la vuelta, con un respingo y se me cayó el alma a los pies.

Era Amanda. O lo que quedaba de ella. Tenía el cabello negro enmarañado, no liso, como lo solía tener. Su camisa blanca y sus vaqueros estaba rajados y ella sangraba por los ojos. O lo que habían sido sus ojos, que ahora no eran más que dos cuencas vacías. Su sangre era negra, no roja y sus uñas estaban rotas y sangraban. Sus dientes eran similares a los del ser, puntiagudos. Era la pesadilla hecha carne.

— Amanda ¿Qué te ha pasado?

Logré decir con un temblor en la voz. Ella soltó un chillido y eso me impulsó a huir. Corrí, apartándola de un empujón. Subí las escaleras y cuando me disponía a cerrar la puerta, la vi, subiendo las escaleras a cuatro patas y gruñendo como un animal furioso. Parecía una araña humana. Cerré de un portazo y el sonido retumbó en la casa. Traté de abrir la puerta principal, sin éxito. Cogí desesperado una silla del salón y traté de romper las ventanas. No se rompían.

¿Qué narices pasa?

Tenía que estar soñando, eso seguro. La puerta del sótano sonó con un POM, POM, POM. Como antes. Luego el Crack, Crack. Así que era ella. Todo ese tiempo había estado en el sótano. Ella había llegado hacía casi tres horas y ese ser la había capturado y transformado en esa cosa. ¿Eso me pasaría a mí sí me atrapaba? La puerta del sótano salió disparada y vi cómo, a cuatro patas, salía la que un día fue mi pareja. Desesperado, y sin poder pensar racionalmente debido al miedo, hui arriba a mi cuarto. Atranqué de nuevo la puerta e intenté romper con otra silla (solo había dos en mi cuarto), la ventana, pero esta no cedió. Y tampoco podía acceder al coche porque aquel tipo lo custodiaba.

— Pareeccee que essste es el fin.

Me di la vuelta sobresaltado. Aquel tipo estaba sentado en mi cama, con aire despreocupado.

— ¿Por qué me haces esto? — pregunté. Las lágrimas brotaron de mis ojos, sin poder contenerme.

De un salto, el ser se acercó a mí y me besó la mejilla con la punta del cuchillo. Un hilillo de sangre resbaló por esta y manchó mi camisa.

— Fuissste un malll tío Juliiiooo. Deberías haberrrte porrrtado bien y no haberrrte comido la comida para ssaaanta.

Entonces recordé: la noche del veinticuatro me comí unas galletas y leche que había sobre la mesa. Me entró hambre a medianoche y las comí. Había estado durmiendo en casa de mi hermano.

— ¿Santa existe?

— Oh, claro que ssiii, y trae regalosss a los que se porrtan bien. Pero su bondad, es equivalente a su ira.

Ya no siseaba. Ni cantaba. Solo había furia y una voz gutural que me pareció aún peor que la voz de antes.

— No volveré a hacerlo, no sabía, yo…

El duende (las orejas picudas, su tamaño, ahora lo entendía todo) me hizo callar colocando una garra en mis labios. Sonrió y su sonrisa fue escalofriante.

— Próxima parada: el Infierno Polar.

El duende despareció y escuché en la puerta de mi habitación: POM, POM. Luego de nuevo. Tragué saliva.

Ya que voy a morir, he decidido escribir esta confesión. A modo de relato. ¿La moraleja? Nunca os comáis la comida de santa. Al igual que su bondad, su furia es terrible. Como la de una tormenta.

La puerta de mi habitación voló por los aires y Amanda entró.



Amanda aparcó como pudo. Eran las dos de la mañana, pero por fin había llegado. Le había enviado un mensaje a Julio indicando que cenaría en un bar de carretera (eran los únicos que estaba abiertos tan tarde). Había comido bien, sin embargo. Un bocadillo de queso (su favorito), una coca cola y se había llevado unos donuts para desayunar al día siguiente. Ya comería pizza mañana. Ahora solo quería despertar a Julio (que debía estar frito) y explicarle que al fin había llegado. No iba a volver a coger el coche en una semana por lo menos. Que tráfico y tormenta más terribles. ¡Y el día de su mudanza! Todo porque ella había tenido que trabajar en el hospital.

Entró en la casa. La notó muy silenciosa. Era normal, se dijo. A fin de cuentas, su pareja estaba dormida. Cada puerta estaba en su sitio, cada silla. Subió a la habitación que compartía con su marido.

No lo encontró. Buscó en los servicios por si estuviera. En el espejo del baño vio un mensaje escrito con sangre negra:



PAGARÁ POR SUS PECADOS



Julio despertó. Estaba atado a un bastón de caramelo gigante. Hacía mucho frío y la nieve caía en forma de copos. Enfrente de él, reconoció al hombre rechoncho, vestido de rojo y barba blanca. Si bien tenía un aspecto muy humano, sus ojos azules tenían un brillo asesino. Al lado de él, Santa tenía varios utensilios de tortura: pinzas, sopletes, cuchara (¿cuchara?) y objetos varios puntiagudos. Santa cogió el soplete. Y cuando habló lo hizo con un tono que le heló la sangre a Julio:

— Hora de abrir mi regalo.

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