miércoles, 4 de enero de 2023

ZONA CERO

 

Isabel se subió al ascensor. Miró a ambos lados para asegurarse de que no la veían y acto seguido pulsó el botón de la planta número 4. Enseguida el ascensor empezó a elevarse, una vez las puertas estuvieron completamente cerradas. Notó un nudo en el pecho. Tragó saliva. El miedo iba creciendo y las manos le sudaban. Se miró al espejo. Se había teñido el cabello de negro, el cual lo tenía recogido en una trenza, pero sus ojos verdes la delataban. Tenía veinte años. Llevaba el uniforme de enfermera, que era a lo que se dedicaba. Pantalones y camisa azul. Al menos, en ese hospital era así. Y una mochila del mismo color colocada a la espalda, así como una mascarilla quirúrgica colocada. Una gota de sudor le recorrió la frente. Tenía miedo, sí. Mucho. No iba a cualquier planta.

Iba a la Zona Cero.

Donde se originó todo. Los militares se habían hecho con la ciudad y controlaban el hospital. No había sido sencillo esquivarlos y mucho menos llegar hasta allí. Además, no iba armada, ya que no había podido conseguir una pistola o cuchillo. Tampoco dejaban a los civiles empuñarlas “por seguridad”.

Qué idiotez.

Ella no habría pensado así antaño. Pero la situación era insostenible. Por eso iba a la Zona Cero. Necesitaban medicamentos. Y ya solo podían recogerlos de ahí. Y los militares se negaban en redondo a acercarse a esa zona. Decían que habían perdido muchos hombres últimamente.

Isabel suspiró. No le había dicho a nadie donde iba. Si alguien lo supiera y se chivaba, podía acabar muy mal. Por eso lo mejor era que no lo supieran. Hoy conseguiría las medicinas, las escondería en su casa, y al día siguiente las dejaría en el hospital, donde se irían “encontrando poco a poco por causalidad”. Si sobrevivía, claro.

Ojalá que sí.

Si moría, no podría traer las medicinas que necesitaban los pacientes. Debía sobrevivir.

Solo evita que te vean pensó, todavía más asustada que antes.

El ascensor finalmente llegó a su destino y abrió las puertas. Isabel dio un respingo. Había esperado que la descubrieran y atacaran de repente, pero no fue así. En su lugar, un torrente de aire entró en el ascensor, moviendo el pelo de Isabel y dio paso a una negrura absoluta. A tientas, Isabel se movió hacia la sala, solo iluminada por el ascensor. Por suerte, traía una linterna pequeña en el bolsillo derecho. La sacó y la agarró con la mano izquierda (era zurda). Iluminó la estancia, aterrada de que pudiera alertar a una de esas cosas. Se encontró con que estaba en un cuarto con papeles en el suelo, estantes a la derecha y un sofá al fondo.

Reconoció la sala de espera de la cuarta planta. Guiándose por la linterna, Isabel dio con la puerta al cuarto de baño y con una puerta que conducía a una consulta. Siguió el recorrido, mordiéndose con fuerza el labio. Temía cruzarse con algo y la asustara. Por fin, dio con una puerta que daba al pasillo. Sabía que las medicinas que buscaba se hallaban en el fondo de la planta. Y por allí debía haber otro ascensor. Por desgracia, el ascensor que ella había escogido la había dejado en la otra punta. Suspiró. Era el único ascensor que había podido coger.

Se acercó caminando. Sus pisadas resonaban poco, pero dado el silencio sepulcral que había en la sala, parecía que estuviera caminando con una apisonadora.

No hagas ruido se susurró mentalmente.

Abrió la puerta del corredor. Sabía lo que se iba a encontrar más adelante, pero no tenía opción. Tenía que jugársela el todo por el todo. De lo contrario, mucha más gente moriría.

El pasillo era algo amplio y repleto de puertas a consultas. Isabel caminó con cautela. De forma que ya no oía ni sus pisadas. Sin embargo, si oía gemidos en algunas puertas. Solo esperaba no enfocar a ninguna de esas cosas. Cuando llevaba medio pasillo recorrido, se detuvo. Al lado había una puerta que decía MANTENIMIENTO.

No era adonde quería llegar, pero podía ayudarla. Si lograba conectar el generador, restablecería la energía y podría ver sin necesidad de una linterna. Se planteó si hacerlo. Desde luego, ella vería, pero también alertaría a esas cosas.

Solo tengo que llegar a los medicamentos y luego al ascensor. Es fácil.

Trató de convencerse. Además, sin luz, podía enfocar a una de esas cosas por error y si se le terminaban las pilas, le sería más difícil escapar. No tenía opción. Así pues, entró en MANTENIMIENTO. La sala estaba tranquila, sin nadie. Se acercó al cuadro de mandos y restableció la energía. Oyó un “clin” o algo similar y las luces parpadearon, encendiéndose.

Entonces los gemidos se transformaron en gritos.

Os oigo pensó Isabel, aterrada. Salió al pasillo, que seguía a oscuras. Supuso que algunas luces de consultas se habrían encendido, mientras que otras tendrían que enchufarlas. Cerró la puerta de MANTENIMIENTO y siguió su camino. Tras un minuto, se detuvo. Vio algo que no le gustó.

Manchas de sangre. Seca.

Estaba claro que por allí habían tenido la lucha. Aguantaron lo que pudieron hasta que tuvieron que retirarse. Estaba adentrándose en terreno pantanoso. Debía tener todavía más cautela que antes. Si es que eso era posible siquiera.

Caminando con calma, enfocó la linterna a todas partes: arriba, abajo, a izquierda y derecha. Y pegó un bote. Por fortuna, no gritó. Allí delante, había una persona. Un militar. Llevaba el traje puesto, pero estaba totalmente rasgado. Tenía medio cuello arrancado por el mordisco que le habían propinado y sus ojos, sin iris, miraban hacia el suelo.

Pobre pensó.

Se fijó entonces en lo que tenía en sus manos: una pistola. Era nueve milímetros. Isabel tragó saliva. No era buena con las armas, nunca había tenido una. Pero su padre le había enseñado a disparar hacía dos años, ya que su padre era policía. Sabía que ir indefensa era una estupidez y tenía la oportunidad perfecta de ir armada. Rezando para que no se levantara, Isabel se agachó y asió el arma. Tuvo que insistir un poco hasta que pudo retirársela. Entonces, el cuerpo se movió. Isabel, tensa, se incorporó rápidamente y apuntó al cuerpo. Todos sus músculos estaban tensos. Apretó los dientes.

Entonces, se percató de que el cuerpo solo se había movido hacia un lado por el efecto de haber retirado ella el arma. Se relajó un poco, pero siguió alerta. Un paso en falso y sería comida para esas cosas.

Para los pacientes convertidos, pensó. Hacía dos años había aparecido un virus extremadamente letal. Crearon una vacuna, pero esta dio una reacción distinta a la esperada, que no hizo efecto hasta un año después. Los pacientes mutaron. Ya no eran las personas que solían ser. Se comportaban de forma violenta, pero seguían vivos de alguna manera. Isabel temió que el militar también fuera una de esas cosas, pero estaba claro que lo habían dejado bien muerto. Suspirando, siguió adelante. Oía los gruñidos de los pacientes más adelante. No tardaría en toparse con uno bien vivo y cabreado. Y por mucho que tuviera un arma, no terminaba de tranquilizarla. Sino apuntaba bien, estaría acabada. Y solo había disparado un par de días. Lo tenía crudo, pensó, pero trató de no ser tan negativa. Si todo iba bien, ni siquiera tendría que tener un enfrentamiento cara a cara con ninguno de ellos. Y el ascensor estaba solo a unos minutos.

Isabel llegó al fondo y tuvo que agacharse nuevamente y pegarse a la pared. Allí estaban, los infectados. Antiguos médicos y pacientes del hospital, así como militares. Tenían los ojos completamente blancos, sin iris y sus movimientos eran lentos y erráticos. Pero era solo porque no tenían una presa a la que hincar el diente. En cuanto la encontraran, echarían a correr. No eran tan rápidos como un corredor olímpico, pero casi. O eso le parecía a Isabel.

Suspiró. Tenía un problema. Un grave problema. Los infectados estaban precisamente en la sala de medicamentos a la que ella necesitaba acceder. Lo sabía porque la sala tenía una ventana de cristal por la que podía verlo todo. Había estantes con medicamentos y escritorios. Y al menos cinco infectados. Dos militares, un médico y dos pacientes. ¿Cómo iba a entrar? En cuanto tratara de hacerlo, la detectarían. Y no había puerta trasera.

No podía hacerlo, se dio cuenta tarde. Era imposible. Necesitaba calma para meter todo en la mochila. Solo había una opción, pensó: luchar. Sin embargo, en cuanto disparase, los disparos no solo atraerían infectados: también militares. Contó las balas: había un total de ocho. Suficientes para los infectados de la sala, pero insuficientes para el resto. Y tampoco iba a cargarse militares si la atacaban. La matarían al momento.

Aunque seguramente, me maten solo por estar aquí reflexionó Isabel, desanimada.

De pronto se dio cuenta de que necesitaba un arma blanca. Algo que no hiciera demasiado ruido y le diera una oportunidad. Y por suerte, se percató de que los militares tenían cuchillo de combate, además de un fusil de asalto situado en el suelo. Con los nervios, no lo había visto.

Bueno, esto cambia las cosas pensó Isabel. Ahora tenía una oportunidad. E iba a aprovecharla, de eso estaba completamente segura.

Dudó un segundo. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Capaz de matar? Se hizo enfermera para sanar, no para quitar vidas. Pero pronto comprendió que, de no hacerlo, no podría salvar a nadie y la mayoría moriría. Ellos ya estaban condenados y lo sabía. A menos que hallaran la vacuna. De modo que giró el pomo de la puerta y entró. La puerta no chirrió y fue muy silenciosa. Sin embargo, el movimiento de la puerta alertó a un infectado, que gritó y alertó a los demás.

Mierda pensó.

La habían detectado al instante. Ni tiempo de esconderse había tenido. Rápidamente, apuntó con la pistola a la cabeza del infectado que tenía más cerca y disparó. El retroceso la echó al suelo, pero al ser un arma pequeña y estar ya agachada, no fue para tanto (eso y la escasa experiencia que tenía). Y, afortunadamente, el disparo dio en el blanco y el infectado cayó al suelo. Tuvo más suerte todavía y dos infectados tropezaron con el cadáver. Isabel aprovechó y disparó otra vez al que estaba en pie. Dos menos. Se levantó y apuntó al último que estaba en pie. Pero los nervios la traicionaron y el disparo dio en el cuello. Aquello frenó a la criatura. No obstante, no la frenó casi nada e inmediatamente reanudó la carrera. Isabel saltó hacia un lado, provocando que el infectado se diera de bruces contra la puerta y cayera al suelo. Los dos infectados que estaban en el suelo ya se habían puesto en pie y la atacaron al mismo tiempo. Mientras corría hacia atrás, Isabel disparó. Tenía los nervios a flor de piel y estaba atenta a los gritos de los infectados. Los disparos sonaban como bombas o petardos allí. Un disparo y un infectado cayó. Otro disparo fallido, que acertó en la cara del infectado, lo que provocó que cayera al suelo. Isabel hiperventilaba. Le quedaban solo dos balas en el cargador. Insuficiente para derrotar al resto de infectados. Y, para colmo, empezaba a escuchar más gritos en los pasillos. El resto no tardaría en venir. Escuchó golpes en las puertas.

Las puertas están bloqueadas pensó con alegría.

Los militares debieron bloquear las puertas para contener a los infectados. Pero por los gritos, había demasiados y ella lo sabía. Sabía que había cometido una locura al bajar. Pero dado que los militares no tenían intención de hacerlo, alguien debía.

Respiró hondo y disparó de nuevo. Otro infectado cayó. Solo quedaban dos. Dio un paso atrás y tocó algo. Al mirar de reojo, vio que era uno de los dos fusiles de asalto de los militares. El otro infectado se acercó demasiado, pero Isabel le disparó, matándolo. El último logró llegar a ella y empujarla, pero esta puso una mano en su frente, impidiéndole morderla. El infectado movía la boca, tratando de morderla. Isabel oyó pasos. Había infectados acercándose hacia allí corriendo. Escuchó tirarse abajo una puerta. De una patada, Isabel empujó al infectado, agarró el fusil y disparó tres balas. Dos a la cabeza, una al cuello. Tenía mejor puntería de la que ella pensaba, al parecer. El infectado cayó e Isabel recogió el cuchillo de combate del militar muerto. Corrió a ocultarse tras una silla. Pronto estarían los demás infectados allí.

Efectivamente, pronto aparecieron cuatro infectados más. Se detuvieron al no verla y se pusieron a buscar. Aquello le puso los pelos de punta. Olisqueaban, lo que le indicó a Isabel que seguían su rastro por el olfato. Además, sus movimientos, aunque erráticos, eran más rápidos que cuando estaban “en calma”. Un infectado se acercó a su escondite. Entonces, Isabel le clavó el cuchillo en la cabeza, alertando a los otros tres infectados. Sin molestarse en sacar el cuchillo del infectado, Isabel disparó contra los otros infectados. Uno a la cabeza, los otros a las piernas. Estos cayeron y allí quedaron, vivos, pero sin poderse incorporar. Con el cuchillo, Isabel se acercó a los infectados y se los clavó en la cabeza.

No tenía ni idea de cuantas balas le quedaban, había malgastado al menos siete u ocho del fusil. Recogió el otro fusil, lo colgó a la espalda y guardó el cuchillo en el bolsillo del pantalón, con la punta hacia abajo. Aprovechó para abrir la mochila y recoger medicamentos.

Recoge los que puedas pensó al tiempo que oía chillidos de nuevo. Y esta vez eran muchos más pasos. Isabel guardó todo lo que pudo, hasta que la mochila estuvo llena: morfina, medicamentos varios como ibuprofeno o paracetamol, gasas, tiritas…

Cerró rápidamente la mochila, se la colgó y apuntó con el fusil justo cuando entraban al menos cinco infectados. Disparó a rajatabla y, muertos todos los infectados, Isabel comprobó que ya no tenía balas. Tiró el fusil y, con el que le quedaba, se puso en marcha. No trató de ser silenciosa, había hecho muchísimo ruido y era inevitable que más infectados aparecieran. Una puerta más cedió y, rápidamente, las demás. Isabel se percató de que una horda iba hacia ella a toda velocidad por el pasillo por el que acababa de venir.

  • Puta mierda.

Dijo y corrió todo lo que pudo. No se molestó en disparar. Eran demasiados. Quizá veinte, quizás más. Corrió por el pasillo libre, donde un infectado aislado hizo acto de presencia. En aquel pasillo estaba encendida una luz roja de emergencia, activada gracias al generador (al parecer, la del otro pasillo estaba fundida o algo). Isabel apuntó con el fusil y disparó. El infectado murió, pero Isabel gastó tres balas. Siguió corriendo. Ya veía el ascensor al fondo. Si lograba apretar rápido el botón y las puertas se cerraban rápido también, podría huir. Sino, sufriría una muerte horrible y toda su incursión sería para nada. Trató de no pensar en ello. El corazón le latía a mil.

Entonces ocurrió algo que no esperaba. Mejor dicho: dos cosas.

La primera, es que cuando llegaba al ascensor, la puerta de este se abrió. Por un segundo, temió que fueran infectados, pero resultó ser algo mucho peor: militares. Al menos, diez de ellos. Y la segunda cosa que la impactó fueron sus reflejos. En cuanto los vio, entró en una habitación que, por suerte, no estaba cerrada con llave y cerró la puerta. Se detuvo. Estaba hiperventilando. Si los militares habían bajado es que debía haber hecho mucho ruido, pensó. Y venían a investigar.

Oyó disparos. Uno a uno, toda la horda que la perseguía fue cayendo.

  • ¿Qué cojones eran esos disparos? — dijo uno.

  • ¿Y qué hace el generador encendido? — dijo otro.

  • Alguien ha entrado aquí sin permiso — dijo el que parecía el líder —. Encontradlo y matadlo.

Ya estaba. Si la descubrían, estaba muerta. Y si mataba militares y la descubrían, lo mismo. Ellos podían matarla, pero ella no quería matarlos. Eran personas. No infectados. No podía hacer eso. Tendría que esquivarlos como pudiera. Entonces, uno dijo algo que la puso aún más nerviosa:

  • Cuando hemos entrado, me ha parecido que algo se colaba en uno de los despachos. Aunque no me he fijado bien en cual.

  • Es igual — respondió el que parecía el líder —. Vamos a registrarlo todo. Si hay alguien aquí, lo averiguaremos.

Isabel se fijó mejor en su escondite. No se atrevía a usar la linterna, así que dejó que la vista se acostumbrara a la oscuridad: había un escritorio enfrente, un sofá a la izquierda y una estantería enfrente, llena de libros, al lado del escritorio. Así que era una consulta. Miró tras el sofá. Era el único escondite viable, si es que se le podía llamar así. Vio a través de la ventana de la consulta (porque había una ventana al lado de la puerta), como los militares iban abriendo y cerrando puertas. Ya no se escuchaban infectados. Probablemente, la mayoría estaban muertos.

Voy de mal en peor pensó Isabel disgustada.

Se escondió tras el sofá y rezó para que no la descubriesen.

No pasó mucho hasta que abrieron la puerta de la consulta donde estaba. Solo entró un militar. Iba con la linterna apuntando en todas direcciones. Isabel tragó saliva. Estaba agazapada, con el fusil en la mano y el cuchillo aún guardado. Toda tensa. Notaba los brazos rígidos y las piernas de mantequilla. Un solo disparo del fusil, y se acabó. El militar era un hombre joven, rondaría la treintena. Se acercó al escritorio y miró debajo de él. Miró al techo (¿al techo?) y a la ventana. Finalmente, quedó el sofá. Isabel sabía que iba a mirar ahí. No quedaba otra. Se acercó. Sus pasos resonaban como los pasos de la muerte. ¿Qué haría si la descubría? No quería matarlo. Si disparaba, daría la voz de alarma. Si usaba el cuchillo, tal vez podría herirlo y huir al ascensor. Pero imaginaba que habría militares esperando en el pasillo. Si salía huyendo, dispararían. ¿Y si lo cogía de rehén? ¿Funcionaría? El militar llegó a su escondite y apuntó con la linterna. Isabel se movió hacia un lado, tratando de esquivar la linterna. Si el foco no la detectaba, estaría a salvo. Ella no tenía experiencia en combate, sabía que no podía ganarle. Podía intentar defenderse, pero hasta ahí llegaba.

Esquivó nuevamente el foco de la luz y, justo cuando el militar se disponía a dar un rodeo (seguramente, el sonido del fusil al moverse lo había alertado), oyó disparos afuera y el militar salió corriendo.

  • ¡Más infectados! — oyó decir a uno.

Isabel, muévete ahora. YA.

Tenía que aprovechar la oportunidad.

Salió de la consulta y vio como al menos tres infectados estaban atacando a los militares. Había ocho infectados muertos y dos militares. Pronto acribillarían al resto. Isabel subió al ascensor y, lamentándolo mucho, pulsó el botón de la planta primera.

  • ¡El ascensor!

Gritó uno de los militares justo cuando las puertas se cerraban. Ninguno logró verla. Isabel resopló. El corazón le latía con tanta fuerza que podía escuchar sus latidos. Creyó que le iba a dar un infarto. Había estado a punto. Solo un segundo más, y la habrían descubierto y asesinado. Sin preguntas, sin cuestionarlo. Un disparo rápido a la cabeza.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Isabel quedó muda.

No había militares esperándola. Había caos.

Los infectados corrían en todas direcciones, la sangre llovía a borbotones. Fue testigo de cómo un infectado mordía y arrancaba un cacho de carne del cuello de una enfermera mientras ella moría ahogada en su propia sangre y gritos.

¿Qué coño…?

Ya no podía dejar los medicamentos ahí, eso estaba claro. Algo había ocurrido mientras ella se encontraba abajo. Un infectado la vio y corrió hacia ella. Instintivamente, disparó su fúsil. Nada más caer al suelo, Isabel se puso a correr. La salida estaba cerca. No iba al parking porque no tenía coche, así que tendría que huir corriendo.

Esquivó infectados. Una persona (no sabía si paciente o visitante del hospital), la agarró débilmente de la camisa, pero fue arrastrada por un infectado. Isabel quiso ayudar, pero era ya tarde. Disparó al infectado y huyó. Disparó a algunos infectados más y siguió corriendo. Fue entonces cuando se cruzó corriendo a su lado, Cristina, su amiga.

  • ¡Isabel, me alegro que estés bien!

  • ¿Qué ha pasado aquí?

  • Los infectados lograron llegar hasta aquí. Una horda. Los militares no pudieron contenerlos más tiempo. ¡Esto ha pasado hace solo cinco minutos!

Justo cuando algunos militares estaban abajo buscándome.

  • Nos han asignado a otro hospital, en una ciudad cercana. Pero ningún militar nos llevará. Iremos en mi coche.

Todo eso lo hablaban mientras corrían. Isabel asintió. Lograron salir del hospital sin más contratiempos y siguieron corriendo. Fuera del hospital, había algunos aparcamientos con varios coches. Isabel disparó a dos infectados que se acercaban y llegó al coche. Cristina lo abrió y ambas entraron. Al instante, una infectada apareció y golpeó la ventana de Cristina, agrietándola. Entre gritos, Cristina logró meter la llave en el contacto y encender el motor. Dio marcha atrás y luego giró a la derecha.

  • ¡Písale Cristina! — chilló Isabel.

Se veía a la infectada casi encima. Cristina aceleró a setenta por hora en un momento y pronto dejaron atrás a la infectada.

  • Oye ¿dónde conseguiste el arma? — le preguntó Cristina pasado el susto.

  • En la Zona Cero.

Fue todo lo que dijo.

  • ¿Conseguiste las medicinas?

Por toda respuesta, Isabel abrió la mochila, mostrando varios medicamentos.

Ninguna dijo nada más. Las calles eran un absoluto caos: había calles totalmente desoladas, sin signos de vida, pero otras tenían infectados que, al oír el vehículo (un turismo azul), las perseguían. Cristina se mantuvo a setenta por hora y, a veces, a ochenta, velocidad suficiente para escapar de esas cosas sin perder el control del vehículo. Pronto abandonaron la ciudad, dirigiéndose a la siguiente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario