martes, 18 de agosto de 2020

THE WALKING PUMPKINGS

 

Sally abrió los ojos al máximo, sobresaltada. No se encontraba en casa. A pesar de estar oscuro, sabía que aquella no era su habitación.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que se hallaba en una habitación sin ventanas. Era un cuarto pequeño, a juzgar por el espacio, el cual estaba repleto de colchones, todos ellos vacíos. Solo estaba ocupado el colchón que ella misma ocupaba.

Sally notó las manos sudorosas. Un nudo se le formó en la garganta y en el estómago y sus piernas se transformaron en gelatina. Conocía demasiado bien aquella sensación.

Miedo.

¿Dónde estaba? Recordaba haber dado un beso de buenas noches a sus padres y después, meterse en la cama. Después, había despertado allí.

Aún llevaba su pijama, compuesto por una camiseta roja de lana gruesa (ya que estaban en pleno octubre y hacía frío), y un pantalón negro, también de lana. Por lo demás, iba descalza.

Se incorporó, decidida a salir de donde estuviera. Quizás solo se tratase de una pesadilla pensó. De ser así, era muy convincente. Aunque tal vez tenía un sueño lúcido.

Se pellizcó la mejilla y los brazos, pero aparte de dolerle, no logró nada más. Más adelante, había una puerta. Se acercó a ella y comprobó, aliviada, que estaba abierta. Por un segundo, temió que la hubieran cerrado con llave, pero no resultó así. Giró el pomo con cuidado y abrió la puerta, la cual chirrió levemente. Aquello asustó a Sally. Esperaba que no alertara a quien quiera que la hubiera secuestrado. Se preguntó por qué alguien querría secuestrarla. ¿Quizás pedir un rescate? Aunque no sabía qué podían sacar de un padre dentista y de una madre profesora de inglés. Pero bueno, ellos sabrían. Sally solo quería salir de ahí. Y cuanto antes mejor.

Salió a un pasillo iluminado únicamente por las ventanas que tenía enfrente. La luna llena, blanca como la leche, iluminaba el oscuro firmamento, sin estrellas. Fue entonces cuando Sally reconoció donde estaba:

     — Mi instituto — susurró.

El propio sonido de su voz le provocó un respingo y se obligó a callar. Solo de pensar que alguien pudiera oírla le daba pavor. Por fortuna, nadie la escuchó y, además, iba descalza. De modo que sus pasos quedaban amortiguados.

Pero saber dónde estaba no la hizo sentir mejor. ¿Por qué la trajeron allí? Qué raro era todo, pensó.

No importa pensó. Debo salir ya.

Y eso hizo. Dado que conocía su instituto, ya sabía que se hallaba en la tercera planta. Arriba solo había una azotea. Quien quiera que la hubiera llevado allí, se había molestado en colocarla en un colchón y dejarla en la planta más alta.

Claro así no puedo escapar por la ventana.

Pronto llegó al cruce de pasillo. A izquierda y derecha había aulas y a ambos lados había escaleras. Sin embargo, aunque lo más lógico sería ir por las escaleras (especialmente si quieres huir de un sitio donde te han traído a la fuerza), Sally hizo otra cosa.

No pudo evitarlo y entró en el servicio para chicas que había justo enfrente de ella. Se estaba orinando viva y necesitaba descargar. A nadie le agrada escapar de un lugar con la orina ahí molestando.

Así que entró en el servicio.

Al principio, se quedó paralizada. El baño estaba muy diferente a como lo vio aquella mañana.

De los cuatro cubículos, uno ya no tenía puerta y las otras puertas estaban sucias, llenas de hollín negro y algo rojo, que Sally prefería no pensar qué era. Además, el espejo del baño estaba roto, resquebrajado y algunos trozos de cristal se posaban en la mesa blanca.

Por alguna razón, el baño disponía de una pequeña luz tenue.

Sally se miró en el espejo. Su cabello castaño estaba desordenado y le llegaba a la altura del cuello. Sus ojos, verdes, reflejaban miedo y ansiedad. Sally solo tenía doce años. Apenas si estaba comenzando la secundaria.

Sally tragó saliva. De no haber tenido tantas ganas de orinar, se habría marchado de inmediato, pero las ganas la derrotaron y entró en el tercer cubículo. Cerró la puerta y echó el pestillo. Luego, se posó de pie en el retrete. Ni de broma se iba a sentar ahí. Hizo sus necesidades y, después, cuando ya se disponía a salir, oyó algo.

Eran pisadas. Aunque no parecían las de ningún animal o ser humano. Sally estaba segura. Y lo confirmó cuando, mirando por debajo de la puerta, alcanzó a ver lo que parecían ser pies. Pero no lo eran. Estos eran como tallos con forma de piernas. Y andaban de forma irregular, pero firmes. Sus pisadas se escuchaban algo amortiguadas, pero se oían bien, en el silencio de la noche. Sally empezó a temblar. No sabía que era esa cosa, pero estaba completamente segura de que no quería averiguarlo.

El ser caminó un poco hacia delante, se detuvo en seco y luego, Sally no supo qué hacía. Supuso que mirar a los lados, pero quien sabe. Lo que sí hizo a continuación es darse la vuelta y marcharse. Tragando saliva, Sally se dispuso a salir. Esta vez no abrió la puerta (tenía miedo que aquel ser se percatara si lo hacía), sino que se arrastró por debajo. No sabía que era esa cosa, pero de una cosa estaba segura: la estaba buscando. Y era mejor que no diera con ella. ¡A saber qué le haría!

Así que decidió salir del cuarto de baño.

Se asomó al pasillo, asegurándose de que, fuera lo que fuera lo que había por allí, no se encontrara rondando. Entonces, decidió bajar las escaleras. por si acaso, se agachó, para que nadie pudiera verla. Llegó al descansillo entre escaleras y asomó nuevamente la cabeza. No veía nada. Aunque claro, estaba oscuro. Inspiró hondo y decidió proseguir. No le quedaba otra.

Una vez llegó al pasillo de abajo, lo vio.

A una veintena de pasos, se encontraba un ser que parecía sacado de una película de Halloween.

Al principio, Sally quedó paralizada, pero cuando el ser se volvió, rápidamente se ocultó tras la pared de la escalera. Tragó saliva.

Ante sí tenía una calabaza andante.

Su cabeza era de calabaza, con ojos triangulares, boca torcida y nariz también triangular. Llevaba ropa andrajosa y fuera de ella, Sally vio que sus manos eran garras negras y sus pies parecían tallos requemados. Y más que una calabaza feliz, parecía enfurecida. No dejaba de mirar adelante y hacia atrás, como buscando algo. Lo vio entrar en un aula y esa fue su oportunidad. Ante ella, a la derecha, se abría un pasillo que es donde se situaban las siguientes escaleras. Si podía llegar allí, llegaría a la primera planta y, por tanto, la salida.

Claro que no iba a ser tan sencillo.

Se encontraba al lado del aula de arte cuando de un aula contigua salió de repente otra calabaza. Al parecer, había más de una.

Maldición pensó Sally.

A Sally se le cayó el alma a los pies. Si una ya era suficiente, dos ni se lo imaginaba. Entonces cayó en la cuenta. La calabaza que había visto en el baño de arriba no parecía tener ropa. Así que esa era otra calabaza. Esta de ahora también vestía ropa andrajosa. Al parecer, muchas la llevaban así. Rápida como el pensamiento, se coló en el aula de arte y dio gracias al cielo de que no la hubiera atrapado. No obstante, la calabaza se alertó. Vio abrir la puerta y caminó directamente hacia allí, con paso firme y ligero. La otra calabaza también pareció darse cuenta, pues empezó a dirigirse hacia allí.

No, no, no.

Si la cazaban, estaba perdida.

El aula de arte era grande, de cincuenta metros cuadrados. No había mesas, salvo la de la profesora. Sally se escondió debajo. Tardíamente, cayó en la cuenta de que probablemente sería el primer sitio donde mirarían las calabazas. Desesperada, miró a su alrededor algo que le pudiera servir como arma. Sin embargo, solo encontró, situada encima del escritorio, una linterna de color naranja. El color favorito de Sally. Lo agarró rápidamente. Aparte de la linterna, en el escritorio había algunos papeles y material de dibujo. Pero nada que sirviera como arma. Al menos, con la linterna podría ver. No se atrevía a abrir los cajones, por miedo a que las calabazas la detectaran. Quizás, sino hacía ningún movimiento, se marcharían y no mirarían donde estaba ella.

Pero eso, desgraciadamente, no pasó. Una calabaza amarilla (no naranja, como las otras), miró directamente donde estaba Sally y la vio. Si la expresión de Sally fue de asombro (abriendo mucho los ojos), la de la calabaza fue de enfado. Con la boca torcida hacia abajo, alargó una mano para agarrarla. Sally chilló y lo apuntó con la linterna, al tiempo que la encendía, no supo por qué. Supuso que quería cegarla, para poder huir. Pero ocurrió algo muy diferente.

En su lugar, la calabaza gimió y se tapó la vista, sí, pero enseguida empezó a salir humo de su cabeza-calabaza y en cuestión de segundos, explotó, manchando el rostro de Sally de semillas y trozos de calabaza.

El corazón de Sally latía a mil, su respiración era agitada y su cuerpo entero temblaba. Acababa de matar a una calabaza.

Así que la luz los hiere.

Ni idea de porqué, pero le resultaría útil.

El estruendo no pasó desapercibido para el resto de calabazas, quienes acudieron rápidamente. Asustada pero decidida, Sally apuntó con la linterna a las otras dos calabazas que aparecieron. Ambas se taparon de la luz y explotaron igual que las otras.

Quitándose los restos de calabaza de su cara, Sally salió de su escondite, ahora más valiente que antes. Aunque no por ello fue a lo loco. Tenía que salir de ahí.

Ocultándose en la mesa, vio aparecer otra calabaza amarilla. Trotó hacia el escritorio. Sus pasos chirriaban en el suelo y sus dedos se movían de forma retorcida. Tragando saliva, Sally aprovechó la ocasión para salir a hurtadillas de la clase. Rápidamente, corrió por el pasillo. Sus pasos resonaron por el lugar y Sally maldijo en silencio. Bajó las escaleras de mármol y llegó al último pasillo. Al fondo, vio la puerta que la sacaría del colegio de una vez por todas.

Tuvo que entrar en un aula cercana, ya que escuchó pasos. Y no eran pasos humanos.

El aula en cuestión era el de Lengua. La pizarra tenía escrito la palabra: “HAPPY HALLOWEEN”, a pesar de faltar al menos dos semanas. Había algunos pupitres y el escritorio de la profesora. Sin embargo, Sally no cometió el mismo error que antes. Esa vez, se ocultó tras un armario. No había muchos escondites y ese fue el mejor que encontró. Dos calabazas entraron en el aula, ambas naranjas. Sally tragó saliva. Sabía que para salir de ahí tendría que enfrentarse a ellas.

O tal vez no. Se fijó que, encima de ella, estaba la ventana de clase. Se incorporó (el armario la tapaba) y probó a abrirla.

Bingo pensó, orgullosa de sí misma.

No obstante, las calabazas vieron correr la ventana y caminaron firmes hacia allí.

Rápidamente, Sally trepó por la venta. Al verla, las calabazas chillaron. Tan pronto Sally aterrizó sobre el pavimento, salió pitando. Ni siquiera trató de cerrar la ventana. Casi no llegaba (tenía que ponerse de puntillas) y el tiempo que perdería tratando de cerrarla sería el que aprovecharían las calabazas para capturarla. Y a saber qué querían hacerle.

Empezó a correr todo lo rápido que sus piernas le permitieron. Ya casi alcanzaba la puerta. Oía a esas cosas detrás de ella, chillando y gimiendo. Aquello la animó a correr más deprisa. Finalmente atravesó la puerta y salió a la calle. Era noche cerrada, ni idea de qué hora. Echó la vista atrás y vio que las calabazas ya no la seguían. Estaban ahí paradas, en la puerta, gimiendo.

Quizás otra persona se habría burlado de ellas, por lograr escapar, pero Sally estaba demasiado asustada. En su lugar, dio media vuelta y salió pitando. Su casa estaba a quince minutos andando. Corriendo llegó en cinco.

Como no tenía llave, aporreó la puerta todo lo que pudo.

Pero nadie abrió.

Su sexto sentido le dijo que algo no iba bien. tragando saliva, optó por entrar por detrás. Su casa tenía un jardín pequeño, sencillo de saltar. Lo difícil era acceder al interior de la casa. Sin embargo, Sally conocía bien su hogar, y sabía que su madre siempre colocaba una pequeña llave escondida bajo una maceta, por si a alguien se le olvidaba la llave. Así que Sally agarró esa maceta y, pegada bajo esta con celo, se encontraba la pequeña llave metálica. La asió con firmeza, dejó la maceta donde estaba y se dirigió a la puerta trasera, una sencilla puerta marrón. Metió la llave en la cerradura y, tras girar varias veces, entró.

Su casa era muy diferente a como la recordaba.

El interior estaba repleto de telarañas, y el espejo del cuarto de baño, situado a su derecha, estaba roto. Igual que el de la escuela.

El mal presentimiento de Sally se acentuó. Corrió hasta la habitación de sus padres, situada en la segunda planta.

Pero ellos no se encontraban allí. Los muebles de madera estaban viejos, rotos u astillados. Como si hubiera pasado mucho tiempo. Sally tragó saliva.

¿Qué ha pasado aquí?

Miró el resto de la casa. Algunos muebles habían desaparecido y otros estaba muy viejos. Parecía que la casa estuviera abandonada.

Sally no se sentía a salvo. Pero necesitaba descansar. Su cama aún estaba allí, sucia, pero intacta. Escuchó temblores.

Al principio, pensó que se trataba de un terremoto. Luego, vio unas piernas gigantes y ropa andrajosa; garras en lugar de dedos. El techo de su casa fue arrancado de cuajo. Oyó el impacto contra un edificio cercano y el estruendo la desestabilizó. Cayó de rodillas al suelo y, antes de que pudiera comprender que sucedía, la calabaza gigante la agarró.

     ¡Suéltame! — chilló, presa del pánico.

La calabaza no era naranja ni amarilla, sino roja. Su boca torcida había formado una sonrisa espeluznante. Sally se retorció todo lo que pudo. Entonces cayó en la cuenta: aún sostenía la linterna. Con ella, apuntó al rostro de la calabaza. Aquello provocó que cerrara los ojos y gimiera de dolor. Sally consiguió el efecto deseado: la soltó y cayó en su cama. Aun así, soltó un quejido, dolorida. Se incorporó todo lo rápido que pudo y trató de encender la luz de su habitación.

Pero se había ido la luz. Fue pulsando interruptor tras interruptor. Nada. Bajó las escaleras rápidamente hasta llegar al cuadro de distribución. Sin pensar, subió todos los interruptores. Todas las luces de la casa se encendieron a la vez. La calabaza gigante gimió de dolor y se echó para atrás. Tropezó y cayó al suelo, provocando un gran estruendo.

Sally hiperventilaba. Rápidamente salió de casa y vio a la calabaza allí, tendida, inerte.

Por fin se acabó pensó ella.

Agotada, se dejó caer en el suelo. Allí tumbada, aunque sabía que tal vez no fuera lo más inteligente, se dejó vencer por Morfeo.

 

     — Cielo, venga.

La dulce voz de su madre la despertó de golpe.

Se hallaba en casa. En su habitación. No había telarañas y la luz de su cuarto, a pesar de entrar plena luz solar por la ventana, estaba encendida. Su madre, una mujer de cabello castaño y ojos azules, la miraba con una sonrisa.

     — ¿Qué? — preguntó Sally sin comprender.

   —  Mi pequeña dormilona — su madre le dio un suave beso en la frente
—. Venga espabila. Que nos vamos de excusión.

Su madre se retiró.

Sally recordó que ese día irían de excursión al campo. Sus padres y ella.

Al mirarse, vio que seguía teniendo el mismo pijama que en su sueño.

     ¿Eh?

Entonces se acordó. Sally no se había puesto ese pijama esa noche. Sino uno verde. Un trozo de calabaza apareció entre sus pies.

No había cenado calabaza. Es más, la odiaba.

Tragando saliva, Sally miró por la ventana. No había evidencia de que la noche anterior hubiera combatido contra calabazas gigantes.

Todo había sido ¿un sueño?

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