Todo comenzó con
una joven de catorce años llamada Laura, la cual tenía el cabello
largo castaño y los ojos del mismo color. Desde hacía unas semanas,
ella ansiaba tener un perro para jugar con él, cuidarlo y todo eso.
No obstante, cuando hizo la petición a sus padres, estos se negaron
en rotundo:
— No tenemos dinero
hija — quiso hacerle entender su madre con la voz más amable que
pudo —.
Quizá más adelante podamos cariño, no te apures.
Laura se quejó, pero no
dio más la lata. Al menos en unos días. Cuando ya insistió varias
veces, sus padres hartos, le dijeron:
— ¡Basta! ¡Hemos
dicho que no puede ser y punto! ¿A qué te quedas sin perro?
Enfadada, la niña se fue
a su habitación. Estuvo enfurruñada toda la tarde mientras buscaba
por Internet como podía conseguir perros sin que sus padres lo
supieran. Le salía de todo: desde respuestas de Yahoo diciendo a
quien hubiera escrito la pregunta (ya que no era ella quien
preguntaba, sino que leía por Internet) que era tonta y una egoísta,
a foros por la red diciendo que podía adoptar uno de la calle y
guardarlo en alguna parcela o colarlo en casa por la cara.
Pero finalmente encontró
un foro que se llamaba " Web del diablo". Cuando pinchó en
él, una oscura página surgió, con llamas como única decoración y
letras rojas. Inmediatamente se abrió un chat que dijo:
Tengo entendido que
buscas un perro.
La niña se quedó
petrificada. "¿Cómo sabe quien quiera que esté en la
pantalla que busco perro?"
Laura casi entró en pánico,
cuando el chat volvió a llenarse de palabras. Con temor, la niña
leyó:
No temas. Puedo darte
lo que deseas. Tan solo has de pedirlo.
Sin poder contenerse,
Laura escribió en el chat:
¿Cómo sabes lo que
quiero si no te lo he dicho?
¿Quieres tu perro o
no?
Si hubiera sido más
adulta, o si hubiera hecho caso a su instinto, hubiera cerrado la
página web enseguida, pero sus ganas por tener un perro la superaron
y dijo:
Sí
Bien. Lee entonces lo
que voy a escribir ahora y pronuncialo en voz alta de la forma que
voy a explicarte.
La niña lo hizo, pero al
leer, hizo una mueca de disgusto.
Este solo quiere
tomarme el pelo. Intentó cerrar la página, pero descubrió con
horror que el ratón no obedecía. Por más que pinchaba en la equis
situada en la esquina superior derecha, no sucedía nada. El tipo
misterioso volvió a hablar:
¿Te vas? ¿No deseas
ese perro?
Asustada, la niña
desenchufó el cable del ordenador. Pero la pantalla seguía estando
ahí y el tipo hablando. Y ya no era amable.
¿De veras crees que
puedes esquivarme a mí? Esto te pasa por ser tan egoísta. Haz el
favor de hacer lo que te he pedido o habrá consecuencias.
Atemorizada, procedió a
obedecer.
Siguiendo sus
indicaciones, se colocó en el centro de su habitación, extendió
ambos brazos, separó las piernas y dijo con voz alta y clara
mientras daba giros cada vez más deprisa:
— ¡Oh Lucifer, señor
de los Infiernos, dame un perro! ¡Yo te lo suplico!
El texto no tenía mayor
complicación que esa. Cuando cesó de dar vueltas (el desconocido le
dijo que lo hiciera por diez segundos, que eso bastaría) se sintió
mareada y se sentó en el suelo con las rodillas flexionadas a
recuperar la compostura. Hubo entonces un terremoto. Los libros
cayeron, la mesa y la cama temblaron, los lápices rodaron por el
suelo...
Laura se incorporó y
notó entonces como el pavimento empezaba a crujir. Siguiendo ya sí,
su instinto de supervivencia, saltó hacia la derecha justo cuando el
suelo terminaba de romperse completamente, dejando un gran agujero.
Movida por la curiosidad, se acercó al agujero a gatas. Se quedo
muda de asombro.
Bajo el agujero, podía
vislumbrarse lenguas de fuego, tierra calcinada y podía escucharse
lamentos. Unos gruñidos atrajo la atención de Laura hacia su
derecha. Allí, cerca del borde del agujero, se hallaba el perro más
horrendo que Laura jamás hubiera visto: se le veían los huesos en
la parte izquierda del lomo, su nariz, medio rota, goteaba sangre;
sus ojos eran dos cuencas vacías sanguinolentas. De las comisuras de
la boca le chorreaba sangre fresca. Y gruñía amenazadoramente. La
chiquilla gritó de terror y antes de que pudiera hacer nada, la
bestia se abalanzó sobre ella.
Los padres de Laura
corrieron velozmente hacia su habitación en cuanto oyeron el
estruendo del agujero. Trataron de abrirla mientras gritaban el
nombre de su hija con preocupación. El pomo estaba atascado y fueron
necesarios ambos para echar la puerta abajo. Ambos eran padres
treintañeros, podían hacerlo sin problemas. Para cuando entraron,
el agujero había desaparecido y no había rastro del can ni de la
niña... aunque sí un charco de sangre fresca y huesos. La madre
gritó de dolor, pues enseguida entendió que había sucedido:
— Mi niña... mi dulce
niña...
Sollozaba mientras se
dejaba caer de rodillas. Estupefacto, el padre vio la pantalla del
ordenador encendida y se acercó a él. La madre, como pudo lo
siguió. Ambos leyeron y se quedaron a cuadros. El padre empezó a
llorar silenciosamente mientras la mujer lo abrazaba y lloraba,
muerta de pena.
Su hija había muerto. Y
su última conversación fue una discusión. Aunque se presentó el
caso a la policía, esta no daba crédito y finalmente el caso quedó
archivado sin resolver. Años después, cuando su mujer ya se había
suicidado por sobredosis de pastillas, el padre de Laura aún
recordaba las aterradoras palabras de la pantalla:
Querías un perro ¿no?
Pues aquí lo tienes. Bienvenida al Infierno.
¿FIN?
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