San Valentín.
El día del amor. O como algunos lo llamaban, un invento de las multinacionales
para generar pasta aprovechándose de parejas que se enfadarían sino tenían un
regalo.
El
amor que una persona siente por su media naranja puede llegar a ser tan
poderoso... tan hermoso... a veces piensas que te la comerías entera.
Hay
personas que se tomaban esa frase demasiado literal.
Nuestra
historia comienza la noche de San Valentín. Una pareja conformada por un chico
de treinta años y una mujer de treinta y uno. Ella era rubia de ojos verdes
mientras que él llevaba el cabello negro corto y los ojos azules. Se besaban
apasionadamente. Sus lenguas se entrelazaban y jugaban entre ellas como si
tuvieran vida propia. Ella rodeaba el cuello de él con tanta fuerza que parecía
que fuese a pasar algo malo si lo soltaba. En consecuencia, él la abrazaba a
ella con ímpetu. Y empezó la masacre: de repente ella lo mordió en los labios.
—
¡Auch! — se quejó él.
No
era un mordisquito juguetón que se le hubiera ido de las manos. Otra mordida.
—
¡Para tía! ¡Ah! Pareces una zombi... ¡Ah! ¡Ah!
Ella
siguió mordiendo. En consecuencia, él la mordió a ella. Pero esta no parecía
sentir dolor. Volvió a morder. Obsesionado, él también la mordió de nuevo. No
dejaban de morderse. Los labios, el cuello y hasta los brazos. Sangraban en
abundancia, pero no parecía importarles mucho. Y no pararon de morderse hasta
se devoraron el uno al otro. Literalmente. En el otro extremo del cuarto, un
hombre adulto vestido solo con un pañal, los miraba con rostro enfurecido.
Portaba en las manos un arco con una flecha. En la espalda llevaba un carcaj
con tres flechas más. Las flechas en lugar de punta, tenían forma de corazón.
Cupido
sonreía maquiavélicamente.
Cupido
no lograba entender por qué, pero hacía unos días, tras lograr que una pareja
se enamorara y otra rompiera (preservando así el orden natural), empezó a estar
harto. Nada más veía parejas felices. Y sin entender por qué, eso lo ponía
furioso. Así que decidió cambiar su trabajo. No solo enamoraría parejas: haría
que estas se amaran en demasía. Y, por el contrario, cuando estas rompieran,
haría que uno de los dos odiara tanto al otro que...
Se
teleportó para verlo. Vio como una pareja rompía gracias a una flecha que había
clavado dos días antes en uno de los dos. Ella empezó a alejarse y de repente
frenó. Él la llamó suplicando. Se encontraban en un parque. Nadie había allí.
Nadie podía escucharlos. Furiosa, ella se volvió. Portaba un arma de fuego en
la mano: una pistola 9mm.
—
Cielo — dijo temeroso el joven. No tendría más de 18 años —. Por
favor...
Ella
disparó sin compasión, llenando de sangre los sesos del que un día fue su
novio. Ella soltó entonces el arma y cayó de rodillas al suelo con una
expresión de horror en el rostro.
—
Oh no... ¿qué hice? — lloró desolada.
Cupido
no pudo evitarlo y rio. Pero nadie podía escucharlo ni verlo. Y aunque no podía
verlo, sabía que había incluso parejas torturándose mutuamente. O uno de los
dos era el torturado. Al fin se divertía un poco.
—
Espero que te hayas divertido — le dijo una voz, como si hubiera
escuchado sus pensamientos.
Al
darse la vuelta, Cupido vio quien se hallaba ante él.
Alto,
ligeramente fornido, vestido con traje negro de combate y portando una espada
plateada cuya hoja rezumaba fuego blancuzco. Su cabello era negro, el mismo
color que su piel. Y sus ojos eran de un azul claro intenso.
Se
trataba de un ángel. Y no de uno cualquiera.
Era
el arcángel Miguel.
—
Miguel, hola — saludó el ángel del amor, como si nada raro
estuviera sucediéndose.
Miguel
suspiró y dijo:
—
No te atrevas a tutearme. A mí me tratarás con el máximo respeto. Me
dirás Señor. Y ahora respóndeme: ¿Qué estás haciendo? Esta no era tu misión.
—
¡Estoy harto! — se quejó Cupido. Miguel enarcó una ceja —. ¡Este es
un trabajo monótono! No he hecho nada distinto en toda la creación. Solo quiero
pasarlo bien un tiempo.
Miguel
se tomó un momento para responder. Entendía que Cupido estuviera agotado, pero
aquel no era el camino.
—
Tómate unas vacaciones entonces. Reflexiona sobre lo que has
hecho.
—
¿Qué…?
Pero
antes de que Cupido pudiera siquiera reaccionar, los ojos del arcángel
brillaron con un azul blanquecino intenso. Cupido se vio cegado por el poder de
Miguel. Cuando abrió los ojos de nuevo, se hallaba en una sala blanca.
—¡NO!
Gritó
con consternación. Sabía que significaba aquella sala. Significaba máximo
confinamiento. Formaba parte del Cielo. De las celdas del Cielo. Pero Cupido
tenía suerte. Las salas blancas no eran eternas. Miguel quería que Cupido
reflexionara sobre lo que había hecho. Pero si seguía en sus trece, entonces el
castigo sería mucho peor. Podían enviarlo al Infierno.
Cupido
se sentó en el suelo. Ni siquiera trató de escapar. Sabía que aquello era imposible. Su corazón
estaba lleno de ira.
Y
allí quedó, durante muchísimo tiempo. Tal vez por eso ahora no hay tanto amor
como antes. Aunque sí es cierto que los humanos seguían enamorándose, pues
Cupido, a pesar de enamorar a personas, no era sino una ayuda. El amor ya debía
existir entre esas dos personas.
Un
día, saltaron las alarmas.
Cupido
había escapado.