Sally abrió
los ojos al máximo, sobresaltada. No se encontraba en casa. A pesar de estar
oscuro, sabía que aquella no era su habitación.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad, pudo ver que se hallaba en una habitación sin ventanas. Era un
cuarto pequeño, a juzgar por el espacio, el cual estaba repleto de colchones,
todos ellos vacíos. Solo estaba ocupado el colchón que ella misma ocupaba.
Sally notó las manos sudorosas. Un
nudo se le formó en la garganta y en el estómago y sus piernas se transformaron
en gelatina. Conocía demasiado bien aquella sensación.
Miedo.
¿Dónde estaba? Recordaba haber dado
un beso de buenas noches a sus padres y después, meterse en la cama. Después,
había despertado allí.
Aún llevaba su pijama, compuesto por
una camiseta roja de lana gruesa (ya que estaban en pleno octubre y hacía
frío), y un pantalón negro, también de lana. Por lo demás, iba descalza.
Se incorporó, decidida a salir de
donde estuviera. Quizás solo se tratase de una pesadilla pensó. De ser así, era
muy convincente. Aunque tal vez tenía un sueño lúcido.
Se pellizcó la mejilla y los brazos,
pero aparte de dolerle, no logró nada más. Más adelante, había una puerta. Se
acercó a ella y comprobó, aliviada, que estaba abierta. Por un segundo, temió
que la hubieran cerrado con llave, pero no resultó así. Giró el pomo con
cuidado y abrió la puerta, la cual chirrió levemente. Aquello asustó a Sally. Esperaba
que no alertara a quien quiera que la hubiera secuestrado. Se preguntó por qué alguien
querría secuestrarla. ¿Quizás pedir un rescate? Aunque no sabía qué podían
sacar de un padre dentista y de una madre profesora de inglés. Pero bueno,
ellos sabrían. Sally solo quería salir de ahí. Y cuanto antes mejor.
Salió a un pasillo iluminado
únicamente por las ventanas que tenía enfrente. La luna llena, blanca como la
leche, iluminaba el oscuro firmamento, sin estrellas. Fue entonces cuando Sally
reconoció donde estaba:
— — Mi
instituto — susurró.
El propio sonido de su voz le provocó
un respingo y se obligó a callar. Solo de pensar que alguien pudiera oírla le
daba pavor. Por fortuna, nadie la escuchó y, además, iba descalza. De modo que
sus pasos quedaban amortiguados.
Pero saber dónde estaba no la hizo
sentir mejor. ¿Por qué la trajeron allí? Qué raro era todo, pensó.
No importa pensó.
Debo salir ya.
Y eso hizo. Dado que conocía su
instituto, ya sabía que se hallaba en la tercera planta. Arriba solo había una
azotea. Quien quiera que la hubiera llevado allí, se había molestado en
colocarla en un colchón y dejarla en la planta más alta.
Claro así no puedo escapar por la ventana.
Pronto llegó al cruce de pasillo. A
izquierda y derecha había aulas y a ambos lados había escaleras. Sin embargo,
aunque lo más lógico sería ir por las escaleras (especialmente si quieres huir
de un sitio donde te han traído a la fuerza), Sally hizo otra cosa.
No pudo evitarlo y entró en el
servicio para chicas que había justo enfrente de ella. Se estaba orinando viva
y necesitaba descargar. A nadie le agrada escapar de un lugar con la orina ahí
molestando.
Así que entró en el servicio.
Al principio, se quedó paralizada. El
baño estaba muy diferente a como lo vio aquella mañana.
De los cuatro cubículos, uno ya no
tenía puerta y las otras puertas estaban sucias, llenas de hollín negro y algo
rojo, que Sally prefería no pensar qué era. Además, el espejo del baño estaba
roto, resquebrajado y algunos trozos de cristal se posaban en la mesa blanca.
Por alguna razón, el baño disponía de
una pequeña luz tenue.
Sally se miró en el espejo. Su
cabello castaño estaba desordenado y le llegaba a la altura del cuello. Sus
ojos, verdes, reflejaban miedo y ansiedad. Sally solo tenía doce años. Apenas
si estaba comenzando la secundaria.
Sally tragó saliva. De no haber
tenido tantas ganas de orinar, se habría marchado de inmediato, pero las ganas
la derrotaron y entró en el tercer cubículo. Cerró la puerta y echó el
pestillo. Luego, se posó de pie en el retrete. Ni de broma se iba a sentar ahí.
Hizo sus necesidades y, después, cuando ya se disponía a salir, oyó algo.
Eran pisadas. Aunque no parecían las
de ningún animal o ser humano. Sally estaba segura. Y lo confirmó cuando,
mirando por debajo de la puerta, alcanzó a ver lo que parecían ser pies. Pero
no lo eran. Estos eran como tallos con forma de piernas. Y andaban de forma
irregular, pero firmes. Sus pisadas se escuchaban algo amortiguadas, pero se
oían bien, en el silencio de la noche. Sally empezó a temblar. No sabía que era
esa cosa, pero estaba completamente segura de que no quería averiguarlo.
El ser caminó un poco hacia delante,
se detuvo en seco y luego, Sally no supo qué hacía. Supuso que mirar a los
lados, pero quien sabe. Lo que sí hizo a continuación es darse la vuelta y
marcharse. Tragando saliva, Sally se dispuso a salir. Esta vez no abrió la
puerta (tenía miedo que aquel ser se percatara si lo hacía), sino que se
arrastró por debajo. No sabía que era esa cosa, pero de una cosa estaba segura:
la estaba buscando. Y era mejor que no diera con ella. ¡A saber qué le haría!
Así que decidió salir del cuarto de
baño.
Se asomó al pasillo, asegurándose de
que, fuera lo que fuera lo que había por allí, no se encontrara rondando.
Entonces, decidió bajar las escaleras. por si acaso, se agachó, para que nadie
pudiera verla. Llegó al descansillo entre escaleras y asomó nuevamente la
cabeza. No veía nada. Aunque claro, estaba oscuro. Inspiró hondo y decidió
proseguir. No le quedaba otra.
Una vez llegó al pasillo de abajo, lo
vio.
A una veintena de pasos, se
encontraba un ser que parecía sacado de una película de Halloween.
Al principio, Sally quedó paralizada,
pero cuando el ser se volvió, rápidamente se ocultó tras la pared de la
escalera. Tragó saliva.
Ante sí tenía una calabaza andante.
Su cabeza era de calabaza, con ojos
triangulares, boca torcida y nariz también triangular. Llevaba ropa andrajosa y
fuera de ella, Sally vio que sus manos eran garras negras y sus pies parecían
tallos requemados. Y más que una calabaza feliz, parecía enfurecida. No dejaba
de mirar adelante y hacia atrás, como buscando algo. Lo vio entrar en un aula y
esa fue su oportunidad. Ante ella, a la derecha, se abría un pasillo que es
donde se situaban las siguientes escaleras. Si podía llegar allí, llegaría a la
primera planta y, por tanto, la salida.
Claro que no iba a ser tan sencillo.
Se encontraba al lado del aula de
arte cuando de un aula contigua salió de repente otra calabaza. Al parecer,
había más de una.
Maldición pensó
Sally.
A Sally se le cayó el alma a los
pies. Si una ya era suficiente, dos ni se lo imaginaba. Entonces cayó en la
cuenta. La calabaza que había visto en el baño de arriba no parecía tener ropa.
Así que esa era otra calabaza. Esta de ahora también vestía ropa andrajosa. Al
parecer, muchas la llevaban así. Rápida como el pensamiento, se coló en el aula
de arte y dio gracias al cielo de que no la hubiera atrapado. No obstante, la
calabaza se alertó. Vio abrir la puerta y caminó directamente hacia allí, con
paso firme y ligero. La otra calabaza también pareció darse cuenta, pues empezó
a dirigirse hacia allí.
No, no, no.
Si la cazaban, estaba perdida.
El aula de arte era grande, de
cincuenta metros cuadrados. No había mesas, salvo la de la profesora. Sally se
escondió debajo. Tardíamente, cayó en la cuenta de que probablemente sería el
primer sitio donde mirarían las calabazas. Desesperada, miró a su alrededor
algo que le pudiera servir como arma. Sin embargo, solo encontró, situada
encima del escritorio, una linterna de color naranja. El color favorito de
Sally. Lo agarró rápidamente. Aparte de la linterna, en el escritorio había
algunos papeles y material de dibujo. Pero nada que sirviera como arma. Al
menos, con la linterna podría ver. No se atrevía a abrir los cajones, por miedo
a que las calabazas la detectaran. Quizás, sino hacía ningún movimiento, se
marcharían y no mirarían donde estaba ella.
Pero eso, desgraciadamente, no pasó.
Una calabaza amarilla (no naranja, como las otras), miró directamente donde
estaba Sally y la vio. Si la expresión de Sally fue de asombro (abriendo mucho
los ojos), la de la calabaza fue de enfado. Con la boca torcida hacia abajo,
alargó una mano para agarrarla. Sally chilló y lo apuntó con la linterna, al
tiempo que la encendía, no supo por qué. Supuso que quería cegarla, para poder
huir. Pero ocurrió algo muy diferente.
En su lugar, la calabaza gimió y se
tapó la vista, sí, pero enseguida empezó a salir humo de su cabeza-calabaza y
en cuestión de segundos, explotó, manchando el rostro de Sally de semillas y
trozos de calabaza.
El corazón de Sally latía a mil, su
respiración era agitada y su cuerpo entero temblaba. Acababa de matar a una
calabaza.
Así que la luz los hiere.
Ni idea de porqué, pero le resultaría
útil.
El estruendo no pasó desapercibido
para el resto de calabazas, quienes acudieron rápidamente. Asustada pero
decidida, Sally apuntó con la linterna a las otras dos calabazas que
aparecieron. Ambas se taparon de la luz y explotaron igual que las otras.
Quitándose los restos de calabaza de
su cara, Sally salió de su escondite, ahora más valiente que antes. Aunque no
por ello fue a lo loco. Tenía que salir de ahí.
Ocultándose en la mesa, vio aparecer
otra calabaza amarilla. Trotó hacia el escritorio. Sus pasos chirriaban en el suelo
y sus dedos se movían de forma retorcida. Tragando saliva, Sally aprovechó la
ocasión para salir a hurtadillas de la clase. Rápidamente, corrió por el
pasillo. Sus pasos resonaron por el lugar y Sally maldijo en silencio. Bajó las
escaleras de mármol y llegó al último pasillo. Al fondo, vio la puerta que la
sacaría del colegio de una vez por todas.
Tuvo que entrar en un aula cercana,
ya que escuchó pasos. Y no eran pasos humanos.
El aula en cuestión era el de Lengua.
La pizarra tenía escrito la palabra: “HAPPY HALLOWEEN”, a pesar de faltar al
menos dos semanas. Había algunos pupitres y el escritorio de la profesora. Sin
embargo, Sally no cometió el mismo error que antes. Esa vez, se ocultó tras un
armario. No había muchos escondites y ese fue el mejor que encontró. Dos
calabazas entraron en el aula, ambas naranjas. Sally tragó saliva. Sabía que
para salir de ahí tendría que enfrentarse a ellas.
O tal vez no. Se fijó que, encima de
ella, estaba la ventana de clase. Se incorporó (el armario la tapaba) y probó a
abrirla.
Bingo pensó,
orgullosa de sí misma.
No obstante, las calabazas vieron
correr la ventana y caminaron firmes hacia allí.
Rápidamente, Sally trepó por la
venta. Al verla, las calabazas chillaron. Tan pronto Sally aterrizó sobre el
pavimento, salió pitando. Ni siquiera trató de cerrar la ventana. Casi no
llegaba (tenía que ponerse de puntillas) y el tiempo que perdería tratando de
cerrarla sería el que aprovecharían las calabazas para capturarla. Y a saber
qué querían hacerle.
Empezó a correr todo lo rápido que
sus piernas le permitieron. Ya casi alcanzaba la puerta. Oía a esas cosas
detrás de ella, chillando y gimiendo. Aquello la animó a correr más deprisa.
Finalmente atravesó la puerta y salió a la calle. Era noche cerrada, ni idea de
qué hora. Echó la vista atrás y vio que las calabazas ya no la seguían. Estaban
ahí paradas, en la puerta, gimiendo.
Quizás otra persona se habría burlado
de ellas, por lograr escapar, pero Sally estaba demasiado asustada. En su
lugar, dio media vuelta y salió pitando. Su casa estaba a quince minutos
andando. Corriendo llegó en cinco.
Como no tenía llave, aporreó la
puerta todo lo que pudo.
Pero nadie abrió.
Su sexto sentido le dijo que algo no
iba bien. tragando saliva, optó por entrar por detrás. Su casa tenía un jardín
pequeño, sencillo de saltar. Lo difícil era acceder al interior de la casa. Sin
embargo, Sally conocía bien su hogar, y sabía que su madre siempre colocaba una
pequeña llave escondida bajo una maceta, por si a alguien se le olvidaba la
llave. Así que Sally agarró esa maceta y, pegada bajo esta con celo, se
encontraba la pequeña llave metálica. La asió con firmeza, dejó la maceta donde
estaba y se dirigió a la puerta trasera, una sencilla puerta marrón. Metió la
llave en la cerradura y, tras girar varias veces, entró.
Su casa era muy diferente a como la
recordaba.
El interior estaba repleto de
telarañas, y el espejo del cuarto de baño, situado a su derecha, estaba roto.
Igual que el de la escuela.
El mal presentimiento de Sally se
acentuó. Corrió hasta la habitación de sus padres, situada en la segunda
planta.
Pero ellos no se encontraban allí.
Los muebles de madera estaban viejos, rotos u astillados. Como si hubiera
pasado mucho tiempo. Sally tragó saliva.
¿Qué ha pasado aquí?
Miró el resto de la casa. Algunos
muebles habían desaparecido y otros estaba muy viejos. Parecía que la casa
estuviera abandonada.
Sally no se sentía a salvo. Pero
necesitaba descansar. Su cama aún estaba allí, sucia, pero intacta. Escuchó
temblores.
Al principio, pensó que se trataba de
un terremoto. Luego, vio unas piernas gigantes y ropa andrajosa; garras en
lugar de dedos. El techo de su casa fue arrancado de cuajo. Oyó el impacto
contra un edificio cercano y el estruendo la desestabilizó. Cayó de rodillas al
suelo y, antes de que pudiera comprender que sucedía, la calabaza gigante la
agarró.
—
¡Suéltame!
— chilló, presa del pánico.
La calabaza no era naranja ni
amarilla, sino roja. Su boca torcida había formado una sonrisa espeluznante.
Sally se retorció todo lo que pudo. Entonces cayó en la cuenta: aún sostenía la
linterna. Con ella, apuntó al rostro de la calabaza. Aquello provocó que
cerrara los ojos y gimiera de dolor. Sally consiguió el efecto deseado: la
soltó y cayó en su cama. Aun así, soltó un quejido, dolorida. Se incorporó todo
lo rápido que pudo y trató de encender la luz de su habitación.
Pero se había ido la luz. Fue
pulsando interruptor tras interruptor. Nada. Bajó las escaleras rápidamente
hasta llegar al cuadro de distribución. Sin pensar, subió todos los
interruptores. Todas las luces de la casa se encendieron a la vez. La calabaza
gigante gimió de dolor y se echó para atrás. Tropezó y cayó al suelo,
provocando un gran estruendo.
Sally hiperventilaba. Rápidamente
salió de casa y vio a la calabaza allí, tendida, inerte.
Por fin se acabó pensó ella.
Agotada, se dejó caer en el suelo.
Allí tumbada, aunque sabía que tal vez no fuera lo más inteligente, se dejó
vencer por Morfeo.
— — Cielo,
venga.
La dulce voz de su madre la despertó
de golpe.
Se hallaba en casa. En su habitación.
No había telarañas y la luz de su cuarto, a pesar de entrar plena luz solar por
la ventana, estaba encendida. Su madre, una mujer de cabello castaño y ojos
azules, la miraba con una sonrisa.
— — ¿Qué?
— preguntó Sally sin comprender.
— — Mi
pequeña dormilona — su madre le dio un suave beso en la frente
—. Venga espabila. Que nos vamos de excusión.
Su madre se retiró.
Sally recordó que ese día irían de
excursión al campo. Sus padres y ella.
Al mirarse, vio que seguía teniendo
el mismo pijama que en su sueño.
—
¿Eh?
Entonces se acordó. Sally no se había
puesto ese pijama esa noche. Sino uno verde. Un trozo de calabaza apareció entre
sus pies.
No había cenado calabaza. Es más, la
odiaba.
Tragando saliva, Sally miró por la
ventana. No había evidencia de que la noche anterior hubiera combatido contra
calabazas gigantes.
Todo había sido ¿un sueño?