sábado, 14 de enero de 2023

LOS MONSTRUOS NO EXISTEN

 Era treinta de octubre, martes. Rebeca, una chica de veinte años, rubia y de ojos

castaños, delgada, se encontraba en clase de inglés, en una academia de su ciudad. Allí,

la profesora, Magdalena procedió a contarles una historia:

— Veréis, hace como un año, por estas fechas, tuve una alumna llamada Verónica. Un

día, dejó de venir a clase. Desapareció. Algunos vecinos dijeron que no paraba de mirar

nerviosa a todas partes. Algunas leyendas, dicen que un monstruo la seguía y que chupó

su sangre, antes de matarla.

Algunas personas rieron. No tenía nada de creíble la historia. Tras contar algunas

historias más de halloween, la clase acabó y Rebeca emprendió el camino hacia su casa.

Para llegar a casa, Rebeca debía salir del parque donde se hallaba la academia y,

además, algunas calles. Rebeca no tenía vehículo ni bici, así que le tocaba andar.

Eran las nueve de la noche. No sabía si era debido a las historias, pero Rebeca empezó a

sentir que alguien o algo la miraba. Miró alrededor, pero solo vio árboles. Delante de ella,

solo vio el suelo de albero y negrura. Tragó saliva. Seguramente, serían cosas suyas.

Prosiguió su camino hacia delante, con sus pisadas como único ruido.

Visualizó las enormes puertas con rejas que le permitirían a Rebeca salir del parque

cuando creyó oír pisadas. Se detuvo, tensa y se dio la vuelta. 

Pero tan solo vio oscuridad. No había nadie. Solo ella. Tragó saliva y retomó la marcha.

Cuanto antes llegara a casa, mejor.

Al salir del parque, dio con una amplia calle. Giró a la izquierda. A la derecha de Rebeca,

había algunas casas. Cruzó en el próximo paso de peatones y se metió en una calle

iluminada con luces led y con coches aparcados a ambos lados.

Qué raro está esto pensó ella. No había nadie en las calles. Para ser martes, y las nueve,

debería de haber alguien. Ya fuera volviendo del trabajo, yendo (quizás alguien que

trabajara de noche) o alguien yendo a cenar a algún bar. Pero no había nadie. Es como si

todo el mundo se hubiera esfumado.

Escuchó entonces un crujido. Se dio la vuelta, pero nuevamente no vio nada.

¿Eh?

No veía nada, pero si notó algo: uno de los coches que estaba aparcado en la calle, un

seat color blanco, tenía leves rasguños.

Qué raro, juraría que ese coche estaba bien hace un minuto.

Aunque quizás es que no había prestado la suficiente atención, supuso. Decidió seguir su

camino. No obstante, se sentía tensa. Los músculos agarrotados. Tragó saliva mientras

aligeraba el paso. Tenía un mal presentimiento.

Ya faltaba poco para regresar a casa. Solo dos calles más.

Giró a la izquierda. Aquella calle tenía las luces fundidas.

Genial pensó Rebeca, sarcástica.

Sin más opción, sacó el teléfono del bolsillo y con él, encendió la linterna.

Así es, ahora usamos el móvil de linterna. Aunque hubiera preferido una linterna normal y

ahorrar batería.

Aunque aún tenía un cincuenta por ciento de batería de su teléfono. Ayudándose con la

linterna, alumbró el camino, y siguió adelante.

De repente, volvió a detenerse, insegura y se dio la vuelta. Nuevamente, no vio nada,

pero le había parecido escuchar algo. Tuvo entonces una idea. Siguió adelante y

encendió la cámara de su móvil. Lo puso en modo selfie. Y entonces se hizo unas fotos,

para aparentar. Si alguien la estaba siguiendo, lo descubriría. Tomó unas tres fotos

mientras seguía adelante, con un nudo en la garganta y sin apartar la vista de la calle.

Finalmente, giró a la derecha, a una calle que estaba levemente iluminada con más luces

led. Esa era su calle. Ya faltaba poco para entrar en casa. Miró el teléfono y se quedó

petrificada. Vio un borrón. Fue muy rápido. Se había escondido tras un coche gris de la

calle. Rebeca no sabía qué o quien era. Pero ya tenía confirmado sus peores temores: la

estaban siguiendo. Tratando de disimular, aceleró el paso y fue sacando las llaves

mientras miraba fijamente el teléfono. No veía a quien lo seguía, pero si un borrón. Fuera

lo que fuera, se movía deprisa, más de lo que ella podría.

Por fin, tras dos minutos angustiosos, llegó a su casa. Abrió la puerta del patio y la cerró

con fuerza. Suspiró, aliviada. El corazón le bombeaba con fuerza. Atravesó el pequeño

patio y entró en la casa.

— ¡Ya he vuelto! — dijo.

Fue entonces cuando notó que sus padres todavía no habían vuelto del trabajo. Se

encogió de hombros y fue a la cocina. Allí recibió un mensaje de su madre en el teléfono:

“Tu padre y yo cenaremos fuera. Te he dejado pizza en el congelador y algo de dinero por

si quieres pedir comida.”

Con lo ocurrido, lo que menos le apetecía a Rebeca era comer, así que se sirvió un zumo

y se sentó en el sofá del salón. Necesitaba relajarse.

Se disponía a encender el televisor cuando de repente, quedó petrificada. Allí, justo detrás

de ella, y gracias al reflejo del televisor, lo vio.

Era una criatura deforme, sin pelo, escuálida. Con garras en lugar de dedos y dientes

puntiagudos. Ojos negros como el carbón. Rebeca se dio la vuelta y chilló.

La criatura soltó un rugido y se abalanzó sobre ella, propinándole un zarpazo en el cuello,

del cual brotó muchísima sangre...

jueves, 12 de enero de 2023

ISLA CRETÁCICA

 

Hola. Me llamo Laura. Soy muy fan de la paleontología. Tengo 18 años, pelo rubio largo, delgada. Ojos azules. Acabo de empezar la carrera, todavía más fascinada que antes. Y aterrada porque viví una experiencia… en fin, dudo que me creáis pero os juro que es cierto.

El año pasado, cuando todavía tenía diecisiete años, en Agosto, estaba de viaje de crucero con mis padres. Íbamos hacia una isla, no recuerdo el nombre, para alojarnos en un hotel de allí, donde pasaríamos al menos dos semanas.

En fin, para no aburrir con detalles, os diré que hubo un accidente en el barco y luego me desmayé.

Al despertar, me encontraba en la orilla de una isla. La isla donde íbamos a ir de vacaciones. Lo supe porque vi el hotel al fondo. A mi alrededor, vi cuerpos inertes en la arena y me asusté. Había al menos cuatro hombres y cinco mujeres. Les tomé el pulso a todos pero ninguno respondió. Todos habían muerto. Mi corazón bombeaba con violencia. Al menos, no eran mis padres, pensé.

Y hablando de eso, ¿donde estarían? Tampoco veía el barco. Me asusté pensando que se podrían haber ido sin mí.

Dado que no se me da muy bien nadar (y que había un gran mar detrás de mí), decidí que la mejor opción era pedir ayuda al hotel. Si, pensé. Podrían pedir que alguien viniera a rescatarme. Y de paso, ver si mis padres estaban por aquí. Seguramente, me estarían buscando. Así pues, decidí incursionarme en el bosque que tenía delante.

Estaba oscureciendo. No llevaba reloj, pero uno de los pasajeros inertes sí. Vi, en uno de sus relojes, que eran ya las ocho de la tarde. En pocos minutos sería de noche. Debía darme prisa.

Una vez me adentré en el bosque, todo cuanto vi a mi alrededor fueron arboles, hierba y un sendero serpenteante de tierra, que decidí seguir. Mi móvil estaba destrozado, debido al agua.

Genial, ahora necesito teléfono nuevo.

Una putada, porque me encantaba. ¡Y solo tenía siete meses! Bueno, en fin, sigo con la historia.

Seguí adelante por el sendero y el miedo me atenazó. ¿Habría lobos? Se suponía que era una isla segura, pero aún así, sabía que había algo de fauna salvaje. Tragué saliva. Seguí avanzando.

El hambre me atenazó. Por suerte, en los árboles pude encontrar algo de fruta. Y para más suerte aún, algunas manzanas habían caído de un árbol cercano. Cogí una y me la comí. Al cabo de un rato, hallé un pequeño río. Y desde ahí, podía ver el imponente edificio que era el hotel. Todavía estaba lejos, claro. Pero podía tomarlo como referencia para continuar. Bebí agua del riachuelo y, escondida tras un árbol, hice mis necesidades. Luego, seguí adelante.

Iba nerviosa, con las piernas temblando y mirando en todas direcciones. Fue entonces cuando dejé atrás los árboles y salí a campo abierto. Era un claro tan grande como una pista de fútbol y al fondo se veía otro sendero de árboles que conducía al hotel. Ese era mi objetivo.

Aumenté la velocidad de mis pasos. Casi iba corriendo. Estaba ansiosa. Respiraba agitada. Estaba deseando llegar al hotel.

Cuando casi llegaba a la mitad del claro, empecé a notar unos temblores. Me detuve, extrañada. ¿Estaba ocurriendo un terremoto? Pero, no parecía un terremoto. Más bien, como si una máquina gigante estuviera caminando.

BUM. BUM. BUM.

Me giré, despacio, justo cuando esos fuertes pisotones se detuvieron. Me quedé en shock. Delante de mí, (os lo juro, de verdad), había un gigantesco dinosaurio.

Si, un dinosaurio.

DI-NO-SA-U-RIO.

Del cretácico. Y no cualquier dino.

Era un T-rex.

Alto, imponente, de piel marrón. Se parecía a los de Jurassic park. Ojos negros, patas delanteras cortas, pero peligrosas. Cola larga y similar a un látigo.

Este estaba quieto, observándome fijamente, de forma amenazante. Yo tragué saliva y quedé inmóvil. Había visto las pelis de Jurassic pero ¿sería igual aquí? En aquel momento pensé que aquello debía ser una pesadilla. Pero era todo tan real, que cuando el T-rex rugió, mostrando aquellos dientes como sables, yo chillé también, con toda la energía que permitía mis pulmones y salí corriendo a toda velocidad.

BUM, BUM, BUM. Nuevamente, sus pisadas. Si, era él el causante de aquellos temblores. Y ahora me perseguía a toda velocidad. Si bien sus patas eran más cortas que las mías, al ser más grande, salvaba las distancias con facilidad. Por suerte para mí, llegué pronto a los árboles. Sin embargo, la persecución del imponente dinosaurio no acabó ahí. Él siguió persiguiéndome, destrozando árboles a su paso. Yo seguí huyendo. El hotel estaba ya muy cerca.

Entonces, vi que a mi derecha había un coche negro aparcado. Me desvié del camino que iba al hotel y llegué al vehículo, donde me escondí debajo (ya que no había tiempo de entrar, pues el monstruo me habría visto). Apenas cinco segundos más tarde, lo vi llegar. Aterrada, aguanté la respiración mientras, tumbada boca abajo en el vehículo, escuchaba nuevamente al T-rex rodear el vehículo, oliendo, buscándome. Sus patas me asustaban cada vez que las veía, acompañadas de aquel estruendo tan horrible. El T-rex dio una vuelta completa al vehículo, se posó tras él y rugió. No pude evitar que las lágrimas brotaran de mis ojos. No es así como había planeado morir. Devorada por un dinosaurio, que, se supone, no debía existir.

Pero cuando ya creía que el dino me había detectado, se fue, lentamente, en dirección contraria. Solo entonces, me atreví a respirar y tengo que reconocer, que del terror me hice, literalmente, pis encima. Todo mi cuerpo temblaba, mis ojos lloraban y sentía que el corazón se me iba a salir por la boca. Tras dar unas bocanadas de aire para calmarme, decidí salir del vehículo y retomar mi camino hacia el hotel, siempre vigilante por si aparecía el T-rex nuevamente. Todo mi cuerpo temblaba violentamente y cada pasó me costaba darlo sin tropezar o trastabillar ligeramente.

Y llegué al hotel.

La entrada a este era una verja de hierro que ya estaba abierta. Aquello me dio muy mala espina. Tras la verja, había un patio circular con una fuente que chorreaba agua clara en el medio. En el patio había algunos vehículos: turismos y furgonetas. Y tendidos en el suelo había cuerpos. Humanos. Inertes.

Tragué saliva. Aquello me dio mal augurio. Al acercarme a un cuerpo, el de un hombre de mediana edad (el cual tenía pelo negro corto y vestía pantalón negro y camisa blanca), vi que tenía el cuello desgarrado.

Algún tipo de animal pensé.

¿Habría sido el T-rex? Pero luego caí en que si hubiera sido él, el mordisco sería, o más grande, o bien lo habría devorado total o parcialmente. Aquello me recordó que el T-rex aún andaba cerca así que opté por entrar al hotel. Pensé que, fuera lo que fuera lo que los había atacado, debía estar en los bosques y no dentro. O eso quería creer, pues no me sentía a salvo allá afuera, donde el T-rex aún podía encontrarme y devorarme.

Cuan ilusa fui.

Una vez entré, me hallé en recepción. Esta era grande. ¿Estarían aquí mis padres?

A la derecha estaba el mostrador, a la izquierda un pasillo que llevaba a los ascensores, los baños y, al fondo, a la piscina cubierta que tenía el edificio. Enfrente había unas escaleras que llevaban a las plantas superiores.

En el mostrador, los recepcionistas (una chica rubia, que tendría treinta años y un hombre de veinti algo, calvo) estaban sentados en la silla, como dormidos. Al acercarme, temerosa, me di cuenta que les habían desgarrado el cuello y devorado, al hombre, una pierna.

En este punto, yo hiperventilaba. Aquí estaba pasando algo. Algo siniestro. Todo mi yo me chillaba que huyera. Pero ¿adónde? ¿Al bosque con el T-rex?

Vi un teléfono móvil en el mostrador y lo cogí. Este estaba bloqueado, pero podía llamar a emergencias. Eso hice.

El teléfono no sonó. Vi que no había cobertura. Alguien o algo la había cortado, seguro.

Genial.

Entonces, vi el teléfono fijo del hotel y revisé las últimas llamadas. Ya habían llamado a emergencias. Luego, la señal se cortó supongo. Así que un equipo de rescate debería llegar pronto. Entonces, caí. Quizás pudiera acceder a internet.

Justo cuando tuve esa idea, sentí que algo se movía al fondo de la sala. Al revisar con la vista, no vi nada, pero tenía los nervios muy delicados en aquel momento. Así pues, decidí ir a la que iba a ser nuestra habitación. Revisé la libreta de visitas que tenían allí, y vi que la nuestra iba a ser la 214. Al revisar las llaves del mostrador, la encontré, la recogí y me dispuse a subir las escaleras, pues cuando probé el ascensor, este no iba.

Llegué a la primera planta. La mía era la segunda. En solo una planta había ¡cien habitaciones! Que locura. Y el hotel tenía cuatro plantas. Subí a la segunda y nada más llegar, a mano izquierda, ahí estaba. Abrí la puerta y entré.

La habitación estaba intacta. Una cama en medio del cuarto, una tele de 42 pulgadas colgada de la pared izquierda, un baño a la derecha. Y una ventana enfrente de donde yo estaba.

Tras echar un vistazo al cuarto, vi que mis padres no estaban. Alicaída, me dirigí hacia la ventana, donde eché un vistazo. Y vi algo asombroso.

Dinosaurios voladores. ¡Voladores! Creo que se llamaban Quetzalcoatlus o algo así…

Vi sus hermosas alas batir el viento, sus delgados cuerpos elevarse en el aire. Tenían un largo pico y sus ojos eran negros.

Definitivamente, eso tenía que ser un sueño.

Pero os juro que no lo era.

Cuando ya pasaron, me dispuse a investigar la habitación. Y, en el baño, escondido tras el retrete, vi asomar algo. Era un papel. Lo recogí. Estaba escrito a bolígrafo negro y decía:


Rogamos a todos los huéspedes del hotel que permanezcan ocultos.

No traten de huir. Es demasiado peligroso. Por favor, mantengan la calma.

Un equipo de rescate está en camino.


Escrito y firmado por Dir. Anderson.



Dos cosas saqué en claro de aquel breve texto. Tres en verdad: Un tal Anderson era el director del hotel. Algo había ocurrido. Y por alguna razón, escribió esa nota a mano en lugar de a ordenador y darle fotocopiar. En fin, supuse que quizá era mayor y no se le daba bien la tecnología. Tampoco conocía al director. Ni quería. Solo quería hallar a mis padres y largarme cuanto antes. Dos, que sabía lo de los dinosaurios y tres, que seguramente tenía algo que ver.

Fue entonces cuando algo golpeó la puerta de la habitación.

Otra vez. PAM. PAM. Y de nuevo. PAM.

Escuché un rugido. O rugidito. Me sonaba de algo. Ya lo había oído antes. Pero no era el T-rex. No, si lo fuera, escucharía esos pasos como terremotos. Era algo más pequeño e igualmente letal.

Finalmente, rompió la puerta y entró. Apenas lo vi un milisegundo y me escondí en el baño. Cerré la puerta, eché el pestillo y me escondí en un pequeño armario que había bajo el lavabo. Era pequeño e incómodo, pero la bañera era demasiado obvia. Al cerrar de un portazo, el dinosaurio me escuchó.

Lo escuché golpear la puerta otra vez. PUM. PUM. Cerré la puerta del armario y ya todo cuanto pude ver fue oscuridad.

Escuché crujir y luego romperse la puerta. Escuché sus pasos, lentos y pausados. Lo oí sisear. Olisquear. Toda yo olía a miedo a pesar de que contenía la respiración todo cuanto podía. Lo sentí cerca del armario. ¿Y si le daba por romperlo? No solo me dañaría, sino que estaría a su merced, ya que casi no podía ni moverme. Empecé a arrepentirme de haberme escondido ahí cuando escuché gritar a otra persona. Oí más de esas cosas y luego el dinosaurio se marchó

Salí del armario (oh). ¿Qué dinosaurio era ese? Largo, delgado. Parecía… un velociraptor. O era muy rápido al menos.

La puerta del baño estaba destrozada. Lentamente, y con pavor, me asomé a la habitación. La puerta principal estaba destrozada también, así que no podía ocultarme ahí. Seguramente, el dino me escuchó o olió o algo. Y por eso me detectó.

Salí de la habitación. Y quedé petrificada. En el pasillo, a mano izquierda y a menos de cinco metros, había al menos tres velociraptores devorando algo.

O mejor dicho, a alguien.

Escuchaba sus bocas tragar, triturar y masticar. Tragué saliva y el terror inundó mi corazón. Me quedé un segundo inmóvil, solo observando. Pasado el shock inicial, y, muy despacio, empecé a caminar dirección a las escaleras. Debía esconderme. ¿Pero dónde? No tuve tiempo de pensar, pues uno de los velociraptores me detectó. Estos eran delgados, sin pelo. Tenían garras curvas, afiladas como dagas y dientes puntiagudos y finos. La criatura, al detectarme, rugió y alertó a sus camaradas. Sin pensar, me puse a correr y rápidamente fui perseguida por esas cosas. Corrí por el pasillo. Escuchaba a los velociraptores detrás de mí. Yo seguí corriendo sin cesar, hasta que empecé a sentirme agotada. Llevaba un rato corriendo y no podría huir eternamente. Giré a la izquierda al final del pasillo y vi que ese pasillo abría otros caminos a ambos lados. Giré a la derecha, luego a la izquierda y nuevamente a la izquierda, tratando de despistarlos. Luego, abrí una puerta al azar y me escondí dentro. Cerré la puerta con pestillo y coloqué una silla a modo de barrera.

Entonces caí al suelo. Hiperventilaba. Tras asegurarme de que no me seguían (o al menos, que ya no los escuchaba), me detuve a explorar la habitación.

Me di cuenta de que se trataba de un despacho. El suelo era gris, pero las paredes y el techo no. Estos eran blancos. Además, había un escritorio negro delante de mí, con un portátil enchufado, un lapicero lleno de bolígrafos y una papelera hasta arriba de papeles arrugados. Me senté en la silla de oficina negra. Desde esa posición, yo estaba delante de la puerta, vigilando que no se me colara ningún dino y, detrás de mí, había una ventana. Estaba en la segunda planta, de modo que saltar era menos que recomendable. Por si acaso, busqué en el despacho algo que me sirviera de cuerda, pero no hallé nada. Suspiré, desanimada. Lo quería por si tenía que huir por la ventana. Ya me veía teniendo que hacer eso porque los dinos me detectaban.

El portátil tenía solo un treinta por ciento de batería. Y estaba abierto por un email que no se había llegado a enviar, pues estaba a medio escribir. En él decía:


Señor director. Esto se nos ha ido de las manos. Los dinosaurios se han liberado y están matando al resto de huéspedes. Por favor envíe un equipo de limp…


Ahí terminaba abruptamente el mensaje.

No entendía gran cosa de lo que estaba pasando. Pero al parecer, quien le escribió el mensaje estaba en el ajo y el hotel también.

Los del hotel tenían dinosaurios…

Fue entonces cuando me dio por rebuscar en la montaña de papeles que había en la basura. Y pronto encontré un papel arrugado que contenía lo que yo estaba buscando: osea, pistas sobre lo que sucedía. El resto de papeles no decía nada interesante, eran facturas, o actas normales de cualquier empresa. Pero ese papel decía algo distinto:


Señorita Doris, por favor, le ruego, elimine todos los documentos. Esto se nos ha ido de las manos. Anoche, uno de los “huéspedes” logró liberarse de las instalaciones y logró huir. La mordedura es contagiosa, similar a la rabia. Ya sabe qué sucede cuando nuestros huéspedes se convierten.

Elimine este informe tan rápido lo reciba.

Dir. Anderson.


El mensaje había sido escrito a mano y, al parecer, Doris no había triturado el papel. Creo que no le dio tiempo. Pero no entendía. ¿Transformación de huéspedes?

Sin saber qué hacer, me quedé allí quieta. Estuve como alrededor de una hora. Esperando. Tenía demasiado miedo para salir y tenía la esperanza de que me rescatarían pronto. Pero nadie acudió. Ni humano ni dino. No sabía cuando vendrían a por mí ni si lo harían. En el despacho de Doris no había teléfono, así que no podía llamar. Finalmente no pude soportarlo más y opté por salir. Lentamente, abrí la puerta. Miré a derecha y a la izquierda. No se veía ningún dino. Respirando aliviada, salí del despacho y traté de buscar las escaleras mientras vigilaba que no hubiera ningún dino. Todo estaba demasiado silencioso y tranquilo. Encontré las escaleras y bajé por estas. Llegué de nuevo al rellano. Decidí que en el hotel tampoco estaba segura. Iría pues, a la orilla. De donde no me tendría que haber movido. Pero claro ¿qué sabía yo sobre dinosaurios? Además, aquella era la isla donde iríamos de vacaciones. Se suponía que en el hotel podría pedir ayuda. Visto lo visto, no fue así.

Me quedé helada. En la puerta principal, un velociraptor devoraba uno de los cadáveres. Tragué saliva y caminé despacio, dirección a las piscinas.

El pasillo era corto y la puerta que daba a la piscina se veía al fondo. Llegué a ella sin problemas y la abrí con cautela, no queriendo toparme con más dinos. Pero dentro solo estaba la piscina. No había restos de cuerpos ni nada. Al fondo, se veía la puerta que daba a la terraza del lugar. Me había estudiado de pasada el mapa del hotel, aunque claro, las plantas superiores eran un laberinto para mí. Pero sabía que en esa terraza debía haber unas escaleras que dieran con el parking del hotel. Quizás pudiera escabullirme por allí. Decidida, pasé a la piscina.

La piscina era rectangular y grande. El agua era transparente y tenía matices rojos.

Matices rojos.

¿Qué?

Como soy muy lista (nótese la ironía), iba yo caminando por el borde cuando una violenta sacudida hizo temblar el agua de la piscina. Chillé de la impresión y caí al agua. Esta medía como mucho dos metros de profundidad. Yo medía 1,60.

Al caer al agua, pude ver los restos de un cuerpo humano, el cual era todo hueso. Entonces, vi que un enorme monstruo marino se movía reptando por al agua a toda velocidad hacia mí. Presa del pánico, rápidamente nadé hacia abajo, esquivando por poco su boca. Me giré para verlo mejor. Era un mossasaurio, pero más pequeño que el de Jurassic world. Sería tan grande como un cocodrilo, era negro, o eso me parecía y tenía dos grandes hileras de dientes, los cuales eran muy amenazantes. La inmensa criatura volvió a arremeter contra mí. Rápidamente, saqué la cabeza del agua y me agarré al bordillo de la piscina. No sé como lo hice tan deprisa, pero logré sacar los pies de la piscina justo cuando noté los dientes de la criatura rozarme. Presa del pánico, me arrastré un poco más lejos en el suelo. Tumbada boca arriba, mientras hiperventilaba, vi como tenía dos arañazos en mi pierna izquierda. Escocía y dolía, pero a pesar de eso, logré incorporarme. Entonces, tuve que saltar hacia atrás y pegarme a la pared, pues el mossasaurio dio un gran impulso y salió de la piscina. Sus dientes me rozaron, pero enseguida regresó a la piscina. Con el corazón bombeando con violencia, salí de la piscina.

Nada más salir, vi unas escaleras a mano derecha, que bajé todavía con todo el cuerpo temblando. Había estado a punto. A punto de palmarla. Y al parecer, otra persona no había tenido tanta suerte.

Al bajar las escaleras, me detuve. Me encontraba en un callejón con una puerta que estaba entreabierta a mano izquierda y que rezaba: “Solo personal autorizado”. Y delante de mí, bloqueando el camino, me encontré nuevamente con el T-rex.

Este me miraba enfadado. Seguramente, por no haberme podido atrapar antes. Yo volví a quedarme inmóvil. Tragué saliva. Lo miraba sin saber qué hacer. No terminaba de salir de una, que me metía en otra. El ser rugió violentamente y esa fue la señal para colarme corriendo por la puerta. Sentí al T-rex golpearla no una, sino dos veces hasta que pude escuchar, mientras corría a toda velocidad por un pasillo blanco iluminado, como la puerta volaba y se estrellaba a escasos centímetros de mí. Yo hiperventilaba mientras huía.

Seguí corriendo por el pasillo, el cual tenía muchas puertas. Pero ¿en cual entrar? Cualquiera de ellas podía provocar que me metiera en una sala sin ventanas. Ese sería mi fin. Escuchaba nuevamente el BUM, BUM, BUM y luego otro rugido del T-rex.

Me colé entonces tras unas puertas dobles. Reconocí la sala como un comedor. Pero aquel no era el comedor del hotel.

¿Qué es este sitio?

Sin importarme en aquel momento, seguí corriendo y me colé en una puerta que había al fondo a la derecha y que dio lugar a otro pasillo blanco iluminado. Seguí corriendo y me colé tras la última puerta a la izquierda, pues ese pasillo, para mi desgracia no tenía salida. Cerré la puerta y la atranqué con una silla que vi. Igual que antes.

Respirando con dificultad (me dolía el pecho y sentía las articulaciones agarrotadas), vi que me hallaba en un despacho blanco de suelo alfombrado y mesa negra. Había una ventana tras de mí, aunque, al asomarme, vi que estaba bastante alto.

Es igual, tengo que saltar pensé.

No sabía si me había vuelto loca o qué, pero no podía quedarme allí esperando al T-rex. Sabía que me acabaría descubriendo y esa puerta no resistiría. Sin embargo, antes de irme, noté que en la mesa había un portátil apagado. Rápidamente, lo encendí, pero pedía clave.

Mierda.

Fue entonces cuando escuché nuevamente el BUM. BUM. BUM. Dado que no me quedaba tiempo, opté por rebuscar en la papelera, pero no encontré nada, ni tampoco en los cajones. Aquel debía ser el despacho del director Anderson y esperaba aclarar algunas cosas, pero, viendo que el T-rex me andaba buscando, abrí la ventana.

Me encontraba en lo que parecía ser la segunda planta. Había un árbol al que poder asirme. Así pues, salté a la rama, la cual tenía convenientemente cerca. Me agarré y, justo en ese momento, el dino dio un solo embiste al cuarto, echando la puerta abajo y destrozando la silla.

No ha aguantado nada pensé atemorizada. Creí que resistiría más.

Me deslicé por el árbol hasta acabar en el suelo.

Entonces se me cayó el alma a los pies.

Ocho velociraptores me estaban esperando ya abajo. Me escrutaron con la mirada y se dirigieron lentamente hacia mí, gruñendo y olfateándome.

Se acabó pensé mientras una lágrima se deslizaba por mi mejilla izquierda. Para mejorar las cosas, el T-rex dio un salto en el despacho, destrozando parte del edificio y aterrizando con un fuerte temblor que nos desestabilizó a mí y a los velociraptores. Pronto, estos se incorporaron mientras yo me quedaba sentada en el suelo, derrotada. Ya no podía hacer nada. Incluso aunque intentara levantarme, esas cosas me atraparían. Estaba condenada a una muerte horrible.

Fue entonces cuando el sonido de un helicóptero sonó en la distancia. Todos alzamos la cabeza. El T-rex rugió.

¡Fuego! — gritó alguien.

El sonido de muchas metralletas inundó el lugar abatió a dos Velociraptores. También hirió al T-rex, que trató de dar un bocado al helicóptero negro que nos sobrevolaba, pero este se hallaba lejos de su alcance y lo obligó a huir. El resto de velociraptores hizo lo propio.

En pocos minutos, aquel lugar quedó despejado y una escalera de mano bajó de inmediato hacia mi posición. La voz del megáfono me indicó que subiera y eso hice.

Me costó subir. Tenía los brazos y las piernas entumecidos. Pero lo hice deprisa y rápidamente, llegué al helicóptero, donde recibí el abrazo de mis padres. Mi padre era moreno y delgado, mi madre rubia como yo, algo rellenita. No pude evitar llorar mientras era abrazada por ellos.

Gracias a Dios, están bien pensé.

Mientras nos largábamos de aquella asquerosa isla, nuestros salvadores, que eran del FBI, nos explicaron todo:

Al parecer, en esa isla se hacían experimentos con los huéspedes. La empresa se llamaba como el hotel: King Summer. Usaban ADN fosilizado de dinosaurios y algunas cosas más para mezclar su genética con la nuestra. Su idea era crear un híbrido de dinosaurio y humano y así dominar la humanidad. Pero como todo, los planes salieron mal y las personas convertidas se escaparon del laboratorio (de donde acababa de venir yo). El doctor Anderson y Doris presumiblemente habían muerto. Nosotros íbamos a ir a esa isla de vacaciones por un sorteo que ganamos. Ahora veo que todo fue una trampa. Nosotros íbamos a ser sus próximas victimas.

Ahora esa isla ha sido clausurada. Parece que los dinosaurios han regresado.


miércoles, 4 de enero de 2023

ZONA CERO

 

Isabel se subió al ascensor. Miró a ambos lados para asegurarse de que no la veían y acto seguido pulsó el botón de la planta número 4. Enseguida el ascensor empezó a elevarse, una vez las puertas estuvieron completamente cerradas. Notó un nudo en el pecho. Tragó saliva. El miedo iba creciendo y las manos le sudaban. Se miró al espejo. Se había teñido el cabello de negro, el cual lo tenía recogido en una trenza, pero sus ojos verdes la delataban. Tenía veinte años. Llevaba el uniforme de enfermera, que era a lo que se dedicaba. Pantalones y camisa azul. Al menos, en ese hospital era así. Y una mochila del mismo color colocada a la espalda, así como una mascarilla quirúrgica colocada. Una gota de sudor le recorrió la frente. Tenía miedo, sí. Mucho. No iba a cualquier planta.

Iba a la Zona Cero.

Donde se originó todo. Los militares se habían hecho con la ciudad y controlaban el hospital. No había sido sencillo esquivarlos y mucho menos llegar hasta allí. Además, no iba armada, ya que no había podido conseguir una pistola o cuchillo. Tampoco dejaban a los civiles empuñarlas “por seguridad”.

Qué idiotez.

Ella no habría pensado así antaño. Pero la situación era insostenible. Por eso iba a la Zona Cero. Necesitaban medicamentos. Y ya solo podían recogerlos de ahí. Y los militares se negaban en redondo a acercarse a esa zona. Decían que habían perdido muchos hombres últimamente.

Isabel suspiró. No le había dicho a nadie donde iba. Si alguien lo supiera y se chivaba, podía acabar muy mal. Por eso lo mejor era que no lo supieran. Hoy conseguiría las medicinas, las escondería en su casa, y al día siguiente las dejaría en el hospital, donde se irían “encontrando poco a poco por causalidad”. Si sobrevivía, claro.

Ojalá que sí.

Si moría, no podría traer las medicinas que necesitaban los pacientes. Debía sobrevivir.

Solo evita que te vean pensó, todavía más asustada que antes.

El ascensor finalmente llegó a su destino y abrió las puertas. Isabel dio un respingo. Había esperado que la descubrieran y atacaran de repente, pero no fue así. En su lugar, un torrente de aire entró en el ascensor, moviendo el pelo de Isabel y dio paso a una negrura absoluta. A tientas, Isabel se movió hacia la sala, solo iluminada por el ascensor. Por suerte, traía una linterna pequeña en el bolsillo derecho. La sacó y la agarró con la mano izquierda (era zurda). Iluminó la estancia, aterrada de que pudiera alertar a una de esas cosas. Se encontró con que estaba en un cuarto con papeles en el suelo, estantes a la derecha y un sofá al fondo.

Reconoció la sala de espera de la cuarta planta. Guiándose por la linterna, Isabel dio con la puerta al cuarto de baño y con una puerta que conducía a una consulta. Siguió el recorrido, mordiéndose con fuerza el labio. Temía cruzarse con algo y la asustara. Por fin, dio con una puerta que daba al pasillo. Sabía que las medicinas que buscaba se hallaban en el fondo de la planta. Y por allí debía haber otro ascensor. Por desgracia, el ascensor que ella había escogido la había dejado en la otra punta. Suspiró. Era el único ascensor que había podido coger.

Se acercó caminando. Sus pisadas resonaban poco, pero dado el silencio sepulcral que había en la sala, parecía que estuviera caminando con una apisonadora.

No hagas ruido se susurró mentalmente.

Abrió la puerta del corredor. Sabía lo que se iba a encontrar más adelante, pero no tenía opción. Tenía que jugársela el todo por el todo. De lo contrario, mucha más gente moriría.

El pasillo era algo amplio y repleto de puertas a consultas. Isabel caminó con cautela. De forma que ya no oía ni sus pisadas. Sin embargo, si oía gemidos en algunas puertas. Solo esperaba no enfocar a ninguna de esas cosas. Cuando llevaba medio pasillo recorrido, se detuvo. Al lado había una puerta que decía MANTENIMIENTO.

No era adonde quería llegar, pero podía ayudarla. Si lograba conectar el generador, restablecería la energía y podría ver sin necesidad de una linterna. Se planteó si hacerlo. Desde luego, ella vería, pero también alertaría a esas cosas.

Solo tengo que llegar a los medicamentos y luego al ascensor. Es fácil.

Trató de convencerse. Además, sin luz, podía enfocar a una de esas cosas por error y si se le terminaban las pilas, le sería más difícil escapar. No tenía opción. Así pues, entró en MANTENIMIENTO. La sala estaba tranquila, sin nadie. Se acercó al cuadro de mandos y restableció la energía. Oyó un “clin” o algo similar y las luces parpadearon, encendiéndose.

Entonces los gemidos se transformaron en gritos.

Os oigo pensó Isabel, aterrada. Salió al pasillo, que seguía a oscuras. Supuso que algunas luces de consultas se habrían encendido, mientras que otras tendrían que enchufarlas. Cerró la puerta de MANTENIMIENTO y siguió su camino. Tras un minuto, se detuvo. Vio algo que no le gustó.

Manchas de sangre. Seca.

Estaba claro que por allí habían tenido la lucha. Aguantaron lo que pudieron hasta que tuvieron que retirarse. Estaba adentrándose en terreno pantanoso. Debía tener todavía más cautela que antes. Si es que eso era posible siquiera.

Caminando con calma, enfocó la linterna a todas partes: arriba, abajo, a izquierda y derecha. Y pegó un bote. Por fortuna, no gritó. Allí delante, había una persona. Un militar. Llevaba el traje puesto, pero estaba totalmente rasgado. Tenía medio cuello arrancado por el mordisco que le habían propinado y sus ojos, sin iris, miraban hacia el suelo.

Pobre pensó.

Se fijó entonces en lo que tenía en sus manos: una pistola. Era nueve milímetros. Isabel tragó saliva. No era buena con las armas, nunca había tenido una. Pero su padre le había enseñado a disparar hacía dos años, ya que su padre era policía. Sabía que ir indefensa era una estupidez y tenía la oportunidad perfecta de ir armada. Rezando para que no se levantara, Isabel se agachó y asió el arma. Tuvo que insistir un poco hasta que pudo retirársela. Entonces, el cuerpo se movió. Isabel, tensa, se incorporó rápidamente y apuntó al cuerpo. Todos sus músculos estaban tensos. Apretó los dientes.

Entonces, se percató de que el cuerpo solo se había movido hacia un lado por el efecto de haber retirado ella el arma. Se relajó un poco, pero siguió alerta. Un paso en falso y sería comida para esas cosas.

Para los pacientes convertidos, pensó. Hacía dos años había aparecido un virus extremadamente letal. Crearon una vacuna, pero esta dio una reacción distinta a la esperada, que no hizo efecto hasta un año después. Los pacientes mutaron. Ya no eran las personas que solían ser. Se comportaban de forma violenta, pero seguían vivos de alguna manera. Isabel temió que el militar también fuera una de esas cosas, pero estaba claro que lo habían dejado bien muerto. Suspirando, siguió adelante. Oía los gruñidos de los pacientes más adelante. No tardaría en toparse con uno bien vivo y cabreado. Y por mucho que tuviera un arma, no terminaba de tranquilizarla. Sino apuntaba bien, estaría acabada. Y solo había disparado un par de días. Lo tenía crudo, pensó, pero trató de no ser tan negativa. Si todo iba bien, ni siquiera tendría que tener un enfrentamiento cara a cara con ninguno de ellos. Y el ascensor estaba solo a unos minutos.

Isabel llegó al fondo y tuvo que agacharse nuevamente y pegarse a la pared. Allí estaban, los infectados. Antiguos médicos y pacientes del hospital, así como militares. Tenían los ojos completamente blancos, sin iris y sus movimientos eran lentos y erráticos. Pero era solo porque no tenían una presa a la que hincar el diente. En cuanto la encontraran, echarían a correr. No eran tan rápidos como un corredor olímpico, pero casi. O eso le parecía a Isabel.

Suspiró. Tenía un problema. Un grave problema. Los infectados estaban precisamente en la sala de medicamentos a la que ella necesitaba acceder. Lo sabía porque la sala tenía una ventana de cristal por la que podía verlo todo. Había estantes con medicamentos y escritorios. Y al menos cinco infectados. Dos militares, un médico y dos pacientes. ¿Cómo iba a entrar? En cuanto tratara de hacerlo, la detectarían. Y no había puerta trasera.

No podía hacerlo, se dio cuenta tarde. Era imposible. Necesitaba calma para meter todo en la mochila. Solo había una opción, pensó: luchar. Sin embargo, en cuanto disparase, los disparos no solo atraerían infectados: también militares. Contó las balas: había un total de ocho. Suficientes para los infectados de la sala, pero insuficientes para el resto. Y tampoco iba a cargarse militares si la atacaban. La matarían al momento.

Aunque seguramente, me maten solo por estar aquí reflexionó Isabel, desanimada.

De pronto se dio cuenta de que necesitaba un arma blanca. Algo que no hiciera demasiado ruido y le diera una oportunidad. Y por suerte, se percató de que los militares tenían cuchillo de combate, además de un fusil de asalto situado en el suelo. Con los nervios, no lo había visto.

Bueno, esto cambia las cosas pensó Isabel. Ahora tenía una oportunidad. E iba a aprovecharla, de eso estaba completamente segura.

Dudó un segundo. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Capaz de matar? Se hizo enfermera para sanar, no para quitar vidas. Pero pronto comprendió que, de no hacerlo, no podría salvar a nadie y la mayoría moriría. Ellos ya estaban condenados y lo sabía. A menos que hallaran la vacuna. De modo que giró el pomo de la puerta y entró. La puerta no chirrió y fue muy silenciosa. Sin embargo, el movimiento de la puerta alertó a un infectado, que gritó y alertó a los demás.

Mierda pensó.

La habían detectado al instante. Ni tiempo de esconderse había tenido. Rápidamente, apuntó con la pistola a la cabeza del infectado que tenía más cerca y disparó. El retroceso la echó al suelo, pero al ser un arma pequeña y estar ya agachada, no fue para tanto (eso y la escasa experiencia que tenía). Y, afortunadamente, el disparo dio en el blanco y el infectado cayó al suelo. Tuvo más suerte todavía y dos infectados tropezaron con el cadáver. Isabel aprovechó y disparó otra vez al que estaba en pie. Dos menos. Se levantó y apuntó al último que estaba en pie. Pero los nervios la traicionaron y el disparo dio en el cuello. Aquello frenó a la criatura. No obstante, no la frenó casi nada e inmediatamente reanudó la carrera. Isabel saltó hacia un lado, provocando que el infectado se diera de bruces contra la puerta y cayera al suelo. Los dos infectados que estaban en el suelo ya se habían puesto en pie y la atacaron al mismo tiempo. Mientras corría hacia atrás, Isabel disparó. Tenía los nervios a flor de piel y estaba atenta a los gritos de los infectados. Los disparos sonaban como bombas o petardos allí. Un disparo y un infectado cayó. Otro disparo fallido, que acertó en la cara del infectado, lo que provocó que cayera al suelo. Isabel hiperventilaba. Le quedaban solo dos balas en el cargador. Insuficiente para derrotar al resto de infectados. Y, para colmo, empezaba a escuchar más gritos en los pasillos. El resto no tardaría en venir. Escuchó golpes en las puertas.

Las puertas están bloqueadas pensó con alegría.

Los militares debieron bloquear las puertas para contener a los infectados. Pero por los gritos, había demasiados y ella lo sabía. Sabía que había cometido una locura al bajar. Pero dado que los militares no tenían intención de hacerlo, alguien debía.

Respiró hondo y disparó de nuevo. Otro infectado cayó. Solo quedaban dos. Dio un paso atrás y tocó algo. Al mirar de reojo, vio que era uno de los dos fusiles de asalto de los militares. El otro infectado se acercó demasiado, pero Isabel le disparó, matándolo. El último logró llegar a ella y empujarla, pero esta puso una mano en su frente, impidiéndole morderla. El infectado movía la boca, tratando de morderla. Isabel oyó pasos. Había infectados acercándose hacia allí corriendo. Escuchó tirarse abajo una puerta. De una patada, Isabel empujó al infectado, agarró el fusil y disparó tres balas. Dos a la cabeza, una al cuello. Tenía mejor puntería de la que ella pensaba, al parecer. El infectado cayó e Isabel recogió el cuchillo de combate del militar muerto. Corrió a ocultarse tras una silla. Pronto estarían los demás infectados allí.

Efectivamente, pronto aparecieron cuatro infectados más. Se detuvieron al no verla y se pusieron a buscar. Aquello le puso los pelos de punta. Olisqueaban, lo que le indicó a Isabel que seguían su rastro por el olfato. Además, sus movimientos, aunque erráticos, eran más rápidos que cuando estaban “en calma”. Un infectado se acercó a su escondite. Entonces, Isabel le clavó el cuchillo en la cabeza, alertando a los otros tres infectados. Sin molestarse en sacar el cuchillo del infectado, Isabel disparó contra los otros infectados. Uno a la cabeza, los otros a las piernas. Estos cayeron y allí quedaron, vivos, pero sin poderse incorporar. Con el cuchillo, Isabel se acercó a los infectados y se los clavó en la cabeza.

No tenía ni idea de cuantas balas le quedaban, había malgastado al menos siete u ocho del fusil. Recogió el otro fusil, lo colgó a la espalda y guardó el cuchillo en el bolsillo del pantalón, con la punta hacia abajo. Aprovechó para abrir la mochila y recoger medicamentos.

Recoge los que puedas pensó al tiempo que oía chillidos de nuevo. Y esta vez eran muchos más pasos. Isabel guardó todo lo que pudo, hasta que la mochila estuvo llena: morfina, medicamentos varios como ibuprofeno o paracetamol, gasas, tiritas…

Cerró rápidamente la mochila, se la colgó y apuntó con el fusil justo cuando entraban al menos cinco infectados. Disparó a rajatabla y, muertos todos los infectados, Isabel comprobó que ya no tenía balas. Tiró el fusil y, con el que le quedaba, se puso en marcha. No trató de ser silenciosa, había hecho muchísimo ruido y era inevitable que más infectados aparecieran. Una puerta más cedió y, rápidamente, las demás. Isabel se percató de que una horda iba hacia ella a toda velocidad por el pasillo por el que acababa de venir.

  • Puta mierda.

Dijo y corrió todo lo que pudo. No se molestó en disparar. Eran demasiados. Quizá veinte, quizás más. Corrió por el pasillo libre, donde un infectado aislado hizo acto de presencia. En aquel pasillo estaba encendida una luz roja de emergencia, activada gracias al generador (al parecer, la del otro pasillo estaba fundida o algo). Isabel apuntó con el fusil y disparó. El infectado murió, pero Isabel gastó tres balas. Siguió corriendo. Ya veía el ascensor al fondo. Si lograba apretar rápido el botón y las puertas se cerraban rápido también, podría huir. Sino, sufriría una muerte horrible y toda su incursión sería para nada. Trató de no pensar en ello. El corazón le latía a mil.

Entonces ocurrió algo que no esperaba. Mejor dicho: dos cosas.

La primera, es que cuando llegaba al ascensor, la puerta de este se abrió. Por un segundo, temió que fueran infectados, pero resultó ser algo mucho peor: militares. Al menos, diez de ellos. Y la segunda cosa que la impactó fueron sus reflejos. En cuanto los vio, entró en una habitación que, por suerte, no estaba cerrada con llave y cerró la puerta. Se detuvo. Estaba hiperventilando. Si los militares habían bajado es que debía haber hecho mucho ruido, pensó. Y venían a investigar.

Oyó disparos. Uno a uno, toda la horda que la perseguía fue cayendo.

  • ¿Qué cojones eran esos disparos? — dijo uno.

  • ¿Y qué hace el generador encendido? — dijo otro.

  • Alguien ha entrado aquí sin permiso — dijo el que parecía el líder —. Encontradlo y matadlo.

Ya estaba. Si la descubrían, estaba muerta. Y si mataba militares y la descubrían, lo mismo. Ellos podían matarla, pero ella no quería matarlos. Eran personas. No infectados. No podía hacer eso. Tendría que esquivarlos como pudiera. Entonces, uno dijo algo que la puso aún más nerviosa:

  • Cuando hemos entrado, me ha parecido que algo se colaba en uno de los despachos. Aunque no me he fijado bien en cual.

  • Es igual — respondió el que parecía el líder —. Vamos a registrarlo todo. Si hay alguien aquí, lo averiguaremos.

Isabel se fijó mejor en su escondite. No se atrevía a usar la linterna, así que dejó que la vista se acostumbrara a la oscuridad: había un escritorio enfrente, un sofá a la izquierda y una estantería enfrente, llena de libros, al lado del escritorio. Así que era una consulta. Miró tras el sofá. Era el único escondite viable, si es que se le podía llamar así. Vio a través de la ventana de la consulta (porque había una ventana al lado de la puerta), como los militares iban abriendo y cerrando puertas. Ya no se escuchaban infectados. Probablemente, la mayoría estaban muertos.

Voy de mal en peor pensó Isabel disgustada.

Se escondió tras el sofá y rezó para que no la descubriesen.

No pasó mucho hasta que abrieron la puerta de la consulta donde estaba. Solo entró un militar. Iba con la linterna apuntando en todas direcciones. Isabel tragó saliva. Estaba agazapada, con el fusil en la mano y el cuchillo aún guardado. Toda tensa. Notaba los brazos rígidos y las piernas de mantequilla. Un solo disparo del fusil, y se acabó. El militar era un hombre joven, rondaría la treintena. Se acercó al escritorio y miró debajo de él. Miró al techo (¿al techo?) y a la ventana. Finalmente, quedó el sofá. Isabel sabía que iba a mirar ahí. No quedaba otra. Se acercó. Sus pasos resonaban como los pasos de la muerte. ¿Qué haría si la descubría? No quería matarlo. Si disparaba, daría la voz de alarma. Si usaba el cuchillo, tal vez podría herirlo y huir al ascensor. Pero imaginaba que habría militares esperando en el pasillo. Si salía huyendo, dispararían. ¿Y si lo cogía de rehén? ¿Funcionaría? El militar llegó a su escondite y apuntó con la linterna. Isabel se movió hacia un lado, tratando de esquivar la linterna. Si el foco no la detectaba, estaría a salvo. Ella no tenía experiencia en combate, sabía que no podía ganarle. Podía intentar defenderse, pero hasta ahí llegaba.

Esquivó nuevamente el foco de la luz y, justo cuando el militar se disponía a dar un rodeo (seguramente, el sonido del fusil al moverse lo había alertado), oyó disparos afuera y el militar salió corriendo.

  • ¡Más infectados! — oyó decir a uno.

Isabel, muévete ahora. YA.

Tenía que aprovechar la oportunidad.

Salió de la consulta y vio como al menos tres infectados estaban atacando a los militares. Había ocho infectados muertos y dos militares. Pronto acribillarían al resto. Isabel subió al ascensor y, lamentándolo mucho, pulsó el botón de la planta primera.

  • ¡El ascensor!

Gritó uno de los militares justo cuando las puertas se cerraban. Ninguno logró verla. Isabel resopló. El corazón le latía con tanta fuerza que podía escuchar sus latidos. Creyó que le iba a dar un infarto. Había estado a punto. Solo un segundo más, y la habrían descubierto y asesinado. Sin preguntas, sin cuestionarlo. Un disparo rápido a la cabeza.

Cuando las puertas del ascensor se abrieron, Isabel quedó muda.

No había militares esperándola. Había caos.

Los infectados corrían en todas direcciones, la sangre llovía a borbotones. Fue testigo de cómo un infectado mordía y arrancaba un cacho de carne del cuello de una enfermera mientras ella moría ahogada en su propia sangre y gritos.

¿Qué coño…?

Ya no podía dejar los medicamentos ahí, eso estaba claro. Algo había ocurrido mientras ella se encontraba abajo. Un infectado la vio y corrió hacia ella. Instintivamente, disparó su fúsil. Nada más caer al suelo, Isabel se puso a correr. La salida estaba cerca. No iba al parking porque no tenía coche, así que tendría que huir corriendo.

Esquivó infectados. Una persona (no sabía si paciente o visitante del hospital), la agarró débilmente de la camisa, pero fue arrastrada por un infectado. Isabel quiso ayudar, pero era ya tarde. Disparó al infectado y huyó. Disparó a algunos infectados más y siguió corriendo. Fue entonces cuando se cruzó corriendo a su lado, Cristina, su amiga.

  • ¡Isabel, me alegro que estés bien!

  • ¿Qué ha pasado aquí?

  • Los infectados lograron llegar hasta aquí. Una horda. Los militares no pudieron contenerlos más tiempo. ¡Esto ha pasado hace solo cinco minutos!

Justo cuando algunos militares estaban abajo buscándome.

  • Nos han asignado a otro hospital, en una ciudad cercana. Pero ningún militar nos llevará. Iremos en mi coche.

Todo eso lo hablaban mientras corrían. Isabel asintió. Lograron salir del hospital sin más contratiempos y siguieron corriendo. Fuera del hospital, había algunos aparcamientos con varios coches. Isabel disparó a dos infectados que se acercaban y llegó al coche. Cristina lo abrió y ambas entraron. Al instante, una infectada apareció y golpeó la ventana de Cristina, agrietándola. Entre gritos, Cristina logró meter la llave en el contacto y encender el motor. Dio marcha atrás y luego giró a la derecha.

  • ¡Písale Cristina! — chilló Isabel.

Se veía a la infectada casi encima. Cristina aceleró a setenta por hora en un momento y pronto dejaron atrás a la infectada.

  • Oye ¿dónde conseguiste el arma? — le preguntó Cristina pasado el susto.

  • En la Zona Cero.

Fue todo lo que dijo.

  • ¿Conseguiste las medicinas?

Por toda respuesta, Isabel abrió la mochila, mostrando varios medicamentos.

Ninguna dijo nada más. Las calles eran un absoluto caos: había calles totalmente desoladas, sin signos de vida, pero otras tenían infectados que, al oír el vehículo (un turismo azul), las perseguían. Cristina se mantuvo a setenta por hora y, a veces, a ochenta, velocidad suficiente para escapar de esas cosas sin perder el control del vehículo. Pronto abandonaron la ciudad, dirigiéndose a la siguiente.