sábado, 4 de mayo de 2024

LOS DÍAS MUERTOS 4: León

 

Cuando desperté, me hallaba en el hospital. Me costó recordar qué hacía allí, pero en un minuto recordé todo. Resulta que hacía dos días me habían operado de apendicitis. Ayer estuve reposando y, que supiera, hoy me darían el alta.

Me incorporé. Ahora estaba sentado en la camilla. A mi lado había una pequeña mesita de noche. La habitación no era muy grande. Delante de mí había una ventana, a la que me asomé. Todo se veía muy tranquilo allá afuera. Y había un silencio sepulcral. Aquello me tranquilizó, aunque también me pareció raro. No se escuchaba ni un alma. Para estar en Sevilla, era raro no escuchar pitidos de coches, ni ver vehículos en circulación. Ni siquiera gente caminando o charlando. Era todo muy raro. Miré el calendario que había colgado en la pared, debajo de la televisión que estaba colocada enfrente de la cama. Hoy era día laborable. Todavía más extraño. Y no era festivo tampoco. Decidí preguntar a algún médico o enfermera. Sin duda, ellos sí estarían aquí trabajando. Así pues, fui al cuarto de baño de la habitación, donde tenía guardada una muda. Me miré al espejo. Mi cabello era gris, recogido en coleta, mientras que mis ojos eran castaños. Mi cara tenía forma de corazón y mi nariz era algo picuda. Era alto, medía 1,75.

Me puse una camisa azul, vaqueros y deportivas. Luego de eso, me dispuse a salir de la habitación.

Ahí fue cuando empecé a olerme que algo raro ocurría. Todo estaba, no solamente silencioso, sino también patas arriba. Vi dos camillas a lo lejos tiradas y un cuerpo inmóvil. También vi sangre seca delante de mí. Las luces se habían fundido y una luz parpadeaba al fondo. Parecía aquello sacado de una película de terror. Aunque a mí me gustaban mucho, no me hacía gracia vivir una personalmente. Decidí caminar con cautela. Algo me decía que estaba pasando algo malo, muy malo.

Me acerqué al cuerpo.

Este estaba totalmente tieso. Su ropa hecha jirones. Era calvo y había sido hombre.

¿Qué ha pasado aquí? Me pregunté, no sin cierto temor.

De la última noche solo recordaba haber visto la tele y luego, nada. Me dormí. Y ahora estaba allí. Era cierto que había dormido hasta tarde y tenía algo de hambre (sed no, porque había bebido del grifo).

Seguí caminando hasta llegar a recepción. Allí vi a una enfermera con la cabeza apoyada en el mostrador. No había sangre, aunque si tenía la ropa hecha jirones y luego me fijé que tenía algunos arañazos. Con cuidado, me acerqué a ella. El teléfono de recepción estaba descolgado. Hice ademán de tocarle el brazo cuando, de pronto, esta se incorporó y yo me eché para atrás.

La enfermera tenía los ojos completamente blancos, sin iris. Su cabello rubio enmarañado y tenía venas oscuras en el cuerpo. En las noticias había visto a gente así, pero eran casos aislados y se suponía, que controlados. Pero se habían descontrolado. Los dientes de la enfermera estaban sucios y llenos de sangre negra. Gemía como un zombi. De hecho, casi juraría que lo era. Sin embargo, aunque tenía alzado el brazo hacia mí (mostrando manos sucias y uñas rotas), no podía alcanzarme. El mostrador se interponía entre ella y yo. Asustado, eché a correr. Atravesé una puerta doble y llegué a un pasillo con luces parpadeantes y sin puertas. No sabía dónde estaba, pero al fondo vi otra puerta y, no queriendo regresar, seguí adelante.

Solo mis pasos resonaban en la sala. Aquello parecía sacado de una película de terror. No me hacía ninguna gracia. Pero seguí adelante. Tenía hambre, así que busqué una máquina expendedora de comida. Tenía algo de dinero en la cartera, así que podría comprar algo.

La puerta del fondo, al abrirla, me dio paso hacia una sala de espera. También vacía. Era raro pensé. Si el hospital había sido invadido por esas cosas ¿dónde se encontraban? Entonces caí. Seguramente, mucha gente habría huido infectada a la calle, y si esas cosas las perseguían, estarían afuera. Adentro habría infectados, pero quizás no tantos. Tal vez, aquel hospital era de los que menos infectados tenía. Era la única teoría que se me pasó por la cabeza.

Decidí avanzar. Entonces me detuve en seco. Escuchaba el sonido de algo rasgar y masticar. Tragué saliva. Sin duda, una de esas cosas. Para que se hagan una idea del escenario:

Había un total de diez sillas en el centro de la estancia. Enfrente una máquina de comida y refresco. Lo que buscaba (además de la salida, que era lo principal, claro). Y a la izquierda, algunas consultas. A mi derecha había una pared. Me pegué a la pared.

Al llegar a la esquina, me asomé con cautela. Allí la vi. Era una mujer. Tenía la camisa gris rasgada y los vaqueros negros manchados de sangre seca. Delante de ella había en el suelo un cuerpo inerte y le estaba sacando las tripas. Casi vomité. El hombre tendría unos veinte años y a juzgar por su rostro, tenía cáncer antes de morir. Estaba totalmente calvo y su rostro demacrado. Sus ojos, sin embargo, estaban cerrados, como si estuviera en un sueño placentero.

Tragué saliva. Tenía dos opciones. Tres, en realidad: podía seguir adelante, tratando de que la infectada no me viera (sabía que me acabaría viendo, estas cosas siempre pasaban así), podía regresar y buscar otra salida (seguramente siendo mordido por la enfermera) o podía enfrentar a la zombi, lo cual veía algo estúpido.

Así pues, opté por seguir adelante. No me servía de nada esquivar un infectado para enfrentar otro y, al menos, este parecía ocupado en su festín. Escondido tras las sillas, agazapado, seguí mi camino.

Por sorprendente que pueda parecer, no fui detectado. Aquella mujer estaba demasiado ocupada con su cadáver. Así pues, pasé de la máquina de comida (pues era estúpido tratar de sacar comida. Me acabaría detectando nada más sacar yo la cartera) y seguí adelante, donde empezaba a divisar la luz de un día nublado. Pronto podría salir de aquí.

Fue entonces cuando las cosas se torcieron. La puerta por la que había venido se abrió a mis espaldas, saliendo la enfermera. Rugió en cuanto me vio y corrió hacia mí. Aquello alertó a la mujer que estaba comiendo y también salió corriendo hacia mí.

  • Joder — dije.

Ya no tenía sentido no hablar. Lo siento por el insulto. Me incorporé y me puse a correr como loco. La salida estaba ya muy cerca. Si me atrapaban ahora, sería una mierda.

Por lo visto, la enfermera me había seguido. Pero debía ir lenta para haber tardado tanto en llegar a mí. Sin embargo, ahora corrían como condenadas. Así pues, seguí corriendo. Noté un breve pinchado en la barriga. Se notaba que necesitaba reposo. Pero entonces escuché más gritos desgarradores. De una puerta cercana salió un anciano vestido con pantalón azul y camisa verde. Sus ojos, al igual que las dos mujeres que me seguían, no tenían iris y además, lo rodeaban unas venas oscuras que marcaban su cuello y parte de su rostro izquierdo.

Lo esquivé echándome a un lado. Ya veía la salida del hospital. Continué corriendo.

Pero cuando salí del hospital no estuve más a salvo que adentro. Del lado izquierdo salieron una multitud de muertos. Sin embargo, me detuve. Respiraba con dificultad y me dolía la barriga. Y al mirar más detenidamente, noté que los infectados que me seguían, al salir afuera, dejaron de correr y empezaron a caminar hacia mí rápidamente. Sin comprender que era lo que pasaba, decidí aprovechar y volver a correr. Al haber venido en ambulancia, no tenía coche a disposición. Pero tuve una suerte increíble al encontrar en el suelo una bicicleta. Era rosa y, a juzgar por su aspecto, perteneció a una chica adolescente. Me monté en ella y, como no encontré el casco, pedaleé lo más deprisa que pude, hasta alejarme de la docena de infectados que me perseguía.

Mi apartamento no quedaba lejos.







jueves, 2 de mayo de 2024

LOS DÍAS MUERTOS 3: Un refugio inestable

 

Todo en el instituto parecía tranquilo, a excepción de los infectados, que no tardarían en romper las puertas. Ya estaban agrietadas. Arturo no sabía cuántas de esas cosas había, pero casi treinta seguro.

Arturo se movió rápidamente. No corrió, pero casi. Armado con el bate, se acercó al final del pasillo y miró a izquierda y derecha. Luego, viró a la izquierda. Todo el pasillo estaba despejado. Seguramente, dentro de las aulas habría gente o infectados. La idea de Arturo no era permanecer allí, sino dar un rodeo y salir por otra zona del instituto. Los Agresores entrarían en breve y no podía quedarse. No era un lugar seguro. Así pues, siguiendo las indicaciones del instituto (del cual no había leído ni el nombre, con las prisas, aunque tampoco le importaba), llegó hasta el patio trasero.

Y ahí acabó todo.

Si bien las películas no solían mostrarlos, el mundo real era muy diferente. Mucho más cruel.

El patio estaba lleno de niños infectados. Sus ropas hechas jirones. A alguno le faltaba un brazo y otro tenía un feo mordisco en toda la cara o cuello. Otro no tenía piernas. El patio era grande, rectangular y lleno de albero. Los niños lo detectaron de inmediato. Gimieron, enseñando dientes sucios y putrefactos.

Arturo, cagado de miedo, dio media vuelta y echó a correr. Los niños empezaron a moverse rápidamente. Aunque tardarían en alcanzarlo, eran muchos y, si no se daba prisa, lo alcanzarían y matarían. O peor: sería una de esas cosas. Y no estaba dispuesto a eso.

No conocía aquel instituto. Y aquello era un problema gordo. De haberlo conocido, sabría por dónde escapar. Al mirar hacia atrás, vio que, a lo lejos, los niños se acercaban. Fue entonces cuando la puerta de la sala de profesores, que estaba próxima a él, empezaba a ser golpeada múltiples veces. Y eso solo podía significar algo: más infectados. Posiblemente, los profesores.

  • Arturo, aquí — le susurró una voz que conocía.

Al mirar a su derecha, vio que la puerta de los baños masculinos estaba entre abierta y una cabeza familiar asomaba por ella. Era calva, de ojos azules. Javier.

Javier era su amigo desde primero de secundaria. Tenía un año más que Arturo, porque había repetido primero de secundaria. Y estaba ahí para rescatarlo de la jauría que se le aproximaba lenta, pero imparablemente.

Sin perder un segundo, Arturo entró al baño. Entonces, Javier lo abrazó, para sorpresa de Arturo, quien correspondió su abrazo.

  • Me alegra que estés bien — le dijo Javier.

  • Tío ¿qué haces aquí?

  • Yo podría hacerte la misma pregunta.

  • ¿Quién es tu amigo? — dijo una voz que sobresaltó a Arturo.

Al mirar a su izquierda, se encontró con una chica muy hermosa. Tendría no más de dieciséis años. De etnia asiática (Jesús no sabría si japonesa o china. No sabía diferenciarlos) y cabello pelirrojo y ojos verdes. Labios carnosos. Vestía uniforme escolar: falda gris y camisa blanca, lo que indicaba que no era de aquel instituto, el cual no llevaba uniforme.

  • Perdona, él es Arturo — dijo Javier presentándolo —. Arturo, esta es Yukiko.

  • ¿Cómo os habéis conocido?

Aquella pregunta debería ser irrelevante en la situación actual, pero Arturo no pudo evitar preguntar.

  • Ignoraba lo que sucedía — explicó Javier rápidamente —. Estaba dando una vuelta cuando oí a Yukiko gritar. Un infectado la estaba persiguiendo. Le di una patada al tipo, pero se levantó como si nada, así que huimos de él hasta llegar al instituto. Y nos escondimos aquí. Las cosas se habían calmado.

  • Hasta que aparecí yo — comprendió Arturo.

Javier asintió.

Arturo entonces pasó a explicar cómo había terminado allí. Al terminar, Javier dijo:

  • Esperemos a que se calmen las cosas (otra vez). Luego, nos marcharemos.

El baño no disponía de ventanas, de forma que la única manera de huir era como Javier había explicado. Habría que esperar.



Pasaron un par de horas hasta que se atrevieron a salir. Los infectados no parecían haber visto entrar a Arturo en el baño, de modo que siguieron de largo. Sin embargo, el miedo a que permanecieran en el pasillo los mantuvo allí un par de horas antes de que decidieran salir. Por toda arma tenían el bate de Arturo y una navaja de Yukiko. Eso era todo. Yukiko les confesó que su padre era abogado y había venido a España hacía veinte años. Yukiko tenía diecisiete años, en lugar de dieciséis, como había creído Arturo.

Antes de salir, comieron algunos de los bocadillos de Arturo y bebieron. Ya con fuerzas renovadas, salieron.

Abrieron lentamente la puerta del baño. Nada se veía en el pasillo. Ya en el pasillo, caminaron lentamente hacia la salida más próxima, que es por donde Arturo había venido. Se detuvieron antes de doblar la esquina y Arturo asomó la cabeza para cerciorarse de que el camino estaba despejado.

No lo estaba.

Un Agresor se encontraba allí, de espaldas a ellos. Era una mujer joven, de unos veinte años. Cabello teñido de rojo. Tenía venas oscuras saliendo de su cuello, como la mayoría y, aunque estaba quieta, tenía ciertos espasmos. Arturo sabía que en cualquier momento se daría la vuelta. ¿Sería posible ir sigilosamente y partirle la cabeza con el bate? Las posibilidades eran bajas, pero Arturo no veía otra solución. La otra salida estaba más lejos y, probablemente, habría más infectados. Y el patio ni digamos. Arturo lo había experimentado unas horas atrás.

Con gestos, Arturo les dijo lo que pasaba y se ofreció para acercarse y darle el golpe. Pero fue entonces cuando la infectada se dio la vuelta. Arturo escondió rápidamente la cabeza y tragó saliva. Por poco. Ahora no podría pillarla por sorpresa. La única alternativa, aparte de buscar otro camino, era esperar a que volviera a darse la vuelta. O distraerla con algo.

  • No podemos esperar eternamente — susurró Yukiko —. Aparecerán más de esas cosas. Yo me encargo.

Le dijo a Arturo. Sin darle opción a replicar, ella salió de su escondite y se mostró a la infectada. Esta gritó y caminó hacia ella. Yukiko corrió, dio un salto hacia adelante y golpeó a la infectada, que cayó al suelo.

  • No sabía que supiera defenderse tan bien — dijo Arturo.

  • Ni yo — replicó Javier, que estaba tan conmocionado como su amigo.

Entonces, Yukiko no perdió el tiempo y clavó la hoja de su navaja en el cerebro del infectado, matándolo del tirón.

Al existir en este universo los zombis, la gente sabía cómo matarlos. Aunque los Agresores seguían vivos en realidad (así que un disparo al corazón servía también).

  • ¿Estás…? — iba a preguntar Arturo cuando de pronto, se escucharon nuevos rugidos.

  • ¡Ya vámonos! — exclamó Yukiko.

Y los tres corrieron hacia la salida. No obstante, se detuvieron en seco al ver a tres Agresores esperándolos en la entrada: un anciano con barba de tres días y dos chicas que rondarían la treintena. Sin más opción, dieron media vuelta. Atravesaron el pasillo y giraron a la derecha. Siguieron corriendo y llegaron a las escaleras. No tenían más opción que subir. Arturo sabía que era mala idea, pues la cosa era salir de allí. Pero los tres infectados de antes ya estaban en el pasillo y venían más de camino. Estaban acorralados.

  • Maldición — dijo Arturo.

  • Venga, vamos — dijo Yukiko.

Los dos amigos la siguieron. Parecía que ella sabía qué hacer. Así que subieron a la segunda planta donde estaban las aulas. Allí se detuvieron en seco. Al menos siete infectados adolescentes (tres chicas y el resto chicos), los esperaban allí. Al verlos, gimieron y se acercaron. Yukiko clavó la navaja en el pecho de un estudiante que se había acercado demasiado y lo empujó hacia otro. Arturo golpeó la cabeza de una chica infectada, que chocó contra la barandilla de la escalera, matándola en el acto.

Arturo se sintió miserable. Un sentimiento de malestar lo invadió y sintió la garganta reseca, a pesar de haber bebido hacía escasos minutos. No dejaba de pensar que esa gente estaba viva y que, con una cura, podrían volver a ser lo que eran. Pero era matar o morir. Arturo lo veía bien claro. Pero eso no significaba que le tuviera que agradar. Javier le llamó la atención y los tres se escondieron en una clase cercana, que estaba despejada. Bloquearon la puerta con el pupitre del profesor y se quedaron allí, inmóviles, demasiado asustados para hacer nada, mientras los Agresores golpeaba la puerta de la clase. La puerta no tardaría en ceder. Y esa vez, no podrían esperar a que los infectados simplemente se fueran. Esta vez, sabían dónde se encontraban.

  • ¿Qué hacemos? — Preguntó Javier, presa del pánico.

Con serenidad, Yukiko respondió:

  • Habrá que luchar. No hay de otra. No, si queremos escapar.

Arturo sabía que tenía razón, pero seguía sin parecerle bien. Recordó entonces a su novia, la cual estaría todavía en el aeropuerto o quien sabía dónde. Tenía que saber si estaba bien.

La puerta finalmente cedió y al menos ocho Agresores entraron en la clase. dividiéndose, Yukiko hizo uso de su navaja para atravesar el corazón de uno, quien cayó al suelo, inerte. Chorros de sangre negra salieron de su corazón y Yukiko se empapó el brazo de él. por suerte, no entró en su boca ni tenía herida donde pudiera penetrar, así que no se infectaría. Javier, usando la fuerza bruta, empujó a uno contra el suelo y le aplastó la cabeza. O lo intentó, porque aquello no era una película. Sin embargo, logró que perdiera el conocimiento (al estar vivos realmente, podían perderlo). Arturo dio un par de batazos con el bate y se deshizo de dos Agresores. Aquello le provocó un tic nervioso en el ojo. Nunca había matado. Y aquello le chocó bastante. Dio otro golpe más y vio como Yukiko se deshacía de otros dos Agresores más y remataba al que Javier había tumbado. El último lo eliminaron entre Arturo y Yukiko. Arturo le dio un golpe y, cuando cayó el Agresor al suelo, Yukiko lo remató. Pronto entraron cuatro más. En lugar de luchar, los tres amigos rodearon rápidamente a los Agresores, salieron del aula y echaron a correr. Ya no buscaban luchar. Tenían que huir. No podían ponerse a buscar la salida más tranquila. De modo que se dirigieron hacia una salida de emergencia. Salieron por ahí y bajaron las escaleras rápidamente.

Ahora se encontraban en un callejón de la escuela. A pesar de lo que había visto en las películas, aquel callejón estaba completamente vacío. Pero se escuchaban los golpes de los infectados en la puerta de emergencia. Si no se daban prisa, no solo echarían la puerta abajo y los perseguirían, también atraerían a más. Siguieron corriendo y salieron del callejón, que daba a la calle.

  • ¡Eh! — avisó Javier señalando adelante —. Ahí hay bicicletas. Rápido.

En el suelo, tiradas, había dos bicicletas: una roja y otra verde. Al parecer los dueños de las bicicletas no habían tenido tanta suerte. Arturo comprobó el estado de las ruedas: estaba bien, aunque algo desinfladas. Solo les servirían un tiempo. La mejor idea era buscar un coche. A excepción de tal vez, Yukiko, el único que conocía Arturo que supiera conducir era Javier.

  • ¿cómo lo hacemos? — preguntó Arturo.

Yukiko entendió su pregunta y, totalmente decidida respondió:

  • Javier, tú te subes conmigo. Yo llevo la bicicleta. No discutáis, no hay tiempo.

Tenía razón, así que Arturo montó la bicicleta roja y Yukiko y Javier la verde. Javier se agarró tímidamente a la cintura de ella. Si se sintió incómoda, no lo demostró. Tal vez, porque en aquellos momentos solo buscaban ponerse a salvo.

Habían escapado del instituto. Parecía que pedaleaban sin rumbo fijo, pero, en realidad, Arturo se fijó en que Yukiko sabía bien adonde ir. El viaje se hizo más largo porque tuvieron que esquivar calles repletas de infectados o a algún Agresor solitario. Pero al cabo de una hora, se detuvieron frente a una casa. La casa era grande: con jardín y de forma rectangular, de paredes blancas, tipo moderna.

  • Bienvenidos a mi hogar — dijo Yukiko.