Cuando desperté, me hallaba en el hospital. Me costó recordar qué hacía allí, pero en un minuto recordé todo. Resulta que hacía dos días me habían operado de apendicitis. Ayer estuve reposando y, que supiera, hoy me darían el alta.
Me incorporé. Ahora estaba sentado en la camilla. A mi lado había una pequeña mesita de noche. La habitación no era muy grande. Delante de mí había una ventana, a la que me asomé. Todo se veía muy tranquilo allá afuera. Y había un silencio sepulcral. Aquello me tranquilizó, aunque también me pareció raro. No se escuchaba ni un alma. Para estar en Sevilla, era raro no escuchar pitidos de coches, ni ver vehículos en circulación. Ni siquiera gente caminando o charlando. Era todo muy raro. Miré el calendario que había colgado en la pared, debajo de la televisión que estaba colocada enfrente de la cama. Hoy era día laborable. Todavía más extraño. Y no era festivo tampoco. Decidí preguntar a algún médico o enfermera. Sin duda, ellos sí estarían aquí trabajando. Así pues, fui al cuarto de baño de la habitación, donde tenía guardada una muda. Me miré al espejo. Mi cabello era gris, recogido en coleta, mientras que mis ojos eran castaños. Mi cara tenía forma de corazón y mi nariz era algo picuda. Era alto, medía 1,75.
Me puse una camisa azul, vaqueros y deportivas. Luego de eso, me dispuse a salir de la habitación.
Ahí fue cuando empecé a olerme que algo raro ocurría. Todo estaba, no solamente silencioso, sino también patas arriba. Vi dos camillas a lo lejos tiradas y un cuerpo inmóvil. También vi sangre seca delante de mí. Las luces se habían fundido y una luz parpadeaba al fondo. Parecía aquello sacado de una película de terror. Aunque a mí me gustaban mucho, no me hacía gracia vivir una personalmente. Decidí caminar con cautela. Algo me decía que estaba pasando algo malo, muy malo.
Me acerqué al cuerpo.
Este estaba totalmente tieso. Su ropa hecha jirones. Era calvo y había sido hombre.
¿Qué ha pasado aquí? Me pregunté, no sin cierto temor.
De la última noche solo recordaba haber visto la tele y luego, nada. Me dormí. Y ahora estaba allí. Era cierto que había dormido hasta tarde y tenía algo de hambre (sed no, porque había bebido del grifo).
Seguí caminando hasta llegar a recepción. Allí vi a una enfermera con la cabeza apoyada en el mostrador. No había sangre, aunque si tenía la ropa hecha jirones y luego me fijé que tenía algunos arañazos. Con cuidado, me acerqué a ella. El teléfono de recepción estaba descolgado. Hice ademán de tocarle el brazo cuando, de pronto, esta se incorporó y yo me eché para atrás.
La enfermera tenía los ojos completamente blancos, sin iris. Su cabello rubio enmarañado y tenía venas oscuras en el cuerpo. En las noticias había visto a gente así, pero eran casos aislados y se suponía, que controlados. Pero se habían descontrolado. Los dientes de la enfermera estaban sucios y llenos de sangre negra. Gemía como un zombi. De hecho, casi juraría que lo era. Sin embargo, aunque tenía alzado el brazo hacia mí (mostrando manos sucias y uñas rotas), no podía alcanzarme. El mostrador se interponía entre ella y yo. Asustado, eché a correr. Atravesé una puerta doble y llegué a un pasillo con luces parpadeantes y sin puertas. No sabía dónde estaba, pero al fondo vi otra puerta y, no queriendo regresar, seguí adelante.
Solo mis pasos resonaban en la sala. Aquello parecía sacado de una película de terror. No me hacía ninguna gracia. Pero seguí adelante. Tenía hambre, así que busqué una máquina expendedora de comida. Tenía algo de dinero en la cartera, así que podría comprar algo.
La puerta del fondo, al abrirla, me dio paso hacia una sala de espera. También vacía. Era raro pensé. Si el hospital había sido invadido por esas cosas ¿dónde se encontraban? Entonces caí. Seguramente, mucha gente habría huido infectada a la calle, y si esas cosas las perseguían, estarían afuera. Adentro habría infectados, pero quizás no tantos. Tal vez, aquel hospital era de los que menos infectados tenía. Era la única teoría que se me pasó por la cabeza.
Decidí avanzar. Entonces me detuve en seco. Escuchaba el sonido de algo rasgar y masticar. Tragué saliva. Sin duda, una de esas cosas. Para que se hagan una idea del escenario:
Había un total de diez sillas en el centro de la estancia. Enfrente una máquina de comida y refresco. Lo que buscaba (además de la salida, que era lo principal, claro). Y a la izquierda, algunas consultas. A mi derecha había una pared. Me pegué a la pared.
Al llegar a la esquina, me asomé con cautela. Allí la vi. Era una mujer. Tenía la camisa gris rasgada y los vaqueros negros manchados de sangre seca. Delante de ella había en el suelo un cuerpo inerte y le estaba sacando las tripas. Casi vomité. El hombre tendría unos veinte años y a juzgar por su rostro, tenía cáncer antes de morir. Estaba totalmente calvo y su rostro demacrado. Sus ojos, sin embargo, estaban cerrados, como si estuviera en un sueño placentero.
Tragué saliva. Tenía dos opciones. Tres, en realidad: podía seguir adelante, tratando de que la infectada no me viera (sabía que me acabaría viendo, estas cosas siempre pasaban así), podía regresar y buscar otra salida (seguramente siendo mordido por la enfermera) o podía enfrentar a la zombi, lo cual veía algo estúpido.
Así pues, opté por seguir adelante. No me servía de nada esquivar un infectado para enfrentar otro y, al menos, este parecía ocupado en su festín. Escondido tras las sillas, agazapado, seguí mi camino.
Por sorprendente que pueda parecer, no fui detectado. Aquella mujer estaba demasiado ocupada con su cadáver. Así pues, pasé de la máquina de comida (pues era estúpido tratar de sacar comida. Me acabaría detectando nada más sacar yo la cartera) y seguí adelante, donde empezaba a divisar la luz de un día nublado. Pronto podría salir de aquí.
Fue entonces cuando las cosas se torcieron. La puerta por la que había venido se abrió a mis espaldas, saliendo la enfermera. Rugió en cuanto me vio y corrió hacia mí. Aquello alertó a la mujer que estaba comiendo y también salió corriendo hacia mí.
Joder — dije.
Ya no tenía sentido no hablar. Lo siento por el insulto. Me incorporé y me puse a correr como loco. La salida estaba ya muy cerca. Si me atrapaban ahora, sería una mierda.
Por lo visto, la enfermera me había seguido. Pero debía ir lenta para haber tardado tanto en llegar a mí. Sin embargo, ahora corrían como condenadas. Así pues, seguí corriendo. Noté un breve pinchado en la barriga. Se notaba que necesitaba reposo. Pero entonces escuché más gritos desgarradores. De una puerta cercana salió un anciano vestido con pantalón azul y camisa verde. Sus ojos, al igual que las dos mujeres que me seguían, no tenían iris y además, lo rodeaban unas venas oscuras que marcaban su cuello y parte de su rostro izquierdo.
Lo esquivé echándome a un lado. Ya veía la salida del hospital. Continué corriendo.
Pero cuando salí del hospital no estuve más a salvo que adentro. Del lado izquierdo salieron una multitud de muertos. Sin embargo, me detuve. Respiraba con dificultad y me dolía la barriga. Y al mirar más detenidamente, noté que los infectados que me seguían, al salir afuera, dejaron de correr y empezaron a caminar hacia mí rápidamente. Sin comprender que era lo que pasaba, decidí aprovechar y volver a correr. Al haber venido en ambulancia, no tenía coche a disposición. Pero tuve una suerte increíble al encontrar en el suelo una bicicleta. Era rosa y, a juzgar por su aspecto, perteneció a una chica adolescente. Me monté en ella y, como no encontré el casco, pedaleé lo más deprisa que pude, hasta alejarme de la docena de infectados que me perseguía.
Mi apartamento no quedaba lejos.