jueves, 30 de mayo de 2019

URBAN FANTASY: NEKOMATA


Un joven de diecisiete años llamado Ryan iba caminando deprisa. Llevaba en la mano izquierda una bolsa con comida y agua y en la derecha un paraguas gris. Llovía a mares y el paraguas apenas impedía que las gotas de agua empaparan los vaqueros y zapatos de Ryan. Ryan sentía frío. Llevaba una camisa roja y encima una cazadora. No esperaba lluvia aquel día y mucho menos que hiciera frío. Cuando salió de la tienda y se percató de la lluvia, tuvo que comprar allí mismo un paraguas. El encargado de la tienda había sonreído satisfecho.
De repente un gato negro hizo acto de presencia frente a él. Se paró en seco frente a él y se mantuvo inmóvil.

— Te vas a mojar — le dijo Ryan seco. No le gustaban los gatos.

El gato empezó a maullar. Trotó con elegancia delante de Ryan. Este siguió recto cuando de pronto el gato se detuvo frente a un cruce. Ryan iba a seguir adelante cuando el gato le bloqueó el camino.

— Oye, tengo que volver a casa ¿sabes?

El gato volvió a maullar. Se apartó de su camino y se detuvo a la derecha de Ryan.

— Gracias — le dijo.

Iba a seguir, cuando el gato otra vez maulló. Ryan lo miró y vio que el animal lo miraba fijamente. Decidió ignorarlo y seguir, pero otra vez el gato maulló y le bloqueó el paso.

— ¿Pero qué te pasa? Maldito gato...

Ryan empezaba a cabrearse. Odiaba la lluvia y tan solo deseaba regresar a su hogar. El gato no dejaba de maullar, medio apartándose de su camino. Ryan entonces comprendió que estaba sucediendo:

— ¿Quieres que te siga? ¿Porqué?

El gato trotó nuevamente por el camino de antes. Si bien Ryan deseaba estar en casa, sentía curiosidad por saber porqué aquel felino deseaba que lo siguiera. Ningún gato pedía nunca a un humano que lo siguiera. Debía significar algo. Así que lo siguió. Se sentía abatido, pero su curiosidad le dio fuerzas. Lo siguió por varias calles, viendo su cuerpo ser empapado por el agua. La cola del gato estaba hacia arriba, lo que indicaba que estaba contento. Llegaron hasta una calle llena de fábricas viejas y abandonadas. Por el aspecto, debían llevar inutilizadas casi cincuenta años o más. Su aspecto indicaba que eran de 1950 en adelante. Uno de los almacenes estaba abierto. El gato maulló.

Esto me da mala espina pensó Ryan, pero igualmente entró. El almacén estaba muy oscuro incluso para ser un día nublado. La mala impresión de Rayan fue creciendo conforme se adentraba en el almacén, repleto de cajas. El pavimento estaba sucio, así como las paredes, pero no había signos de ratas o bichos. De pronto, el gato se detuvo. Ryan miró alrededor, pero no parecía haber nada del otro mundo.

— ¿Para qué me has traído aquí?

No tardó mucho en averiguarlo. Tan pronto como lo dijo, el gato empezó a cambiar. Sus ojos, antes amarillos, se volvieron rojos. Sus dientes se volvieron afilados como espadas, finos y puntiagudos como agujas. Su pelaje se erizó. Su tamaño aumentó al de un leopardo. Era el gato más temible que Ryan hubiese visto jamás. El ser lo observaba con ira. El monstruo se abalanzó sobre Ryan... y entonces algo pasó rozándolo y se abalanzó sobre el monstruo. Al fijarse, Ryan se percató de que era ¡un gato negro! Pero este no tenía nada de monstruoso. Era un gato corriente, pero tenía la altura de un leopardo. Ambos seres se enzarzaron en una lucha. El gato monstruo parecía tener las de ganar, pero luego el gato salvador se sobreponía. Ryan no quiso saber como terminaba la lucha. Aterrorizado, escapó del local, soltando el paraguas por el camino. Corrió hasta su casa sin detenerse un segundo. Cuando entró, cerró con llave y se escondió en su habitación. Aquella noche,tuvo pesadillas y a partir de aquel día, siempre que podía esquivaba el barrio. Al investigar por internet, se dio cuenta de que aquel monstruo era un Nekomata, un gato con poderes sobrenaturales que servía al mal. El otro gato parecía ser un Maneki Neko, la versión benévola. El Nekomata lo había guiado a su guarida para devorarlo y tal vez suplantarlo. Solo de pensarlo le daba escalofríos.
Sin embargo, un día su curiosidad fue demasiado grande y decidió volver al almacén. Allí no vio a ningún gato, bueno o malo, pero sí un inquietante charco de sangre y huesos. Frescos. Aquello le dio pavor nada más verlo. Temblando como una hoja, recorrió con la vista el interior del almacén. Todo estaba en silencio. Al fijar más la vista, vio que en el fondo, había un bulto peludo de gran tamaño. ¿Cual de los dos era? Quería saberlo, pero temía que el Nekomata hubiera vencido y aún rondase por allí. Su curiosidad, igual de grande que el miedo, lo empujó adelante. Llegó hasta el bulto. Era el Maneki Neko. Ryan se horrorizó. Aquello implicaba que el Nekomata estaba vivo.

He sido un imbécil, no tendría que haber venido se lamentó.

Escuchó un gruñido tras él. El Nekomata, visiblemente herido, estaba tras él. Llevaba el hocico en carne viva, le faltaba dos dientes y solo le quedaba un ojo. El otro no era más que una cuenca vacía, aterradora. Ryan no sabía si era cosa suya, pero le parecía que el Nekomata era más grande que antes, como si hubiera doblado su tamaño. Echó a correr y cerró la puerta del almacén. Eso no sirvió, pues el Nekomata rompió la puerta. Ryan siguió corriendo sin cesar, más veloz de lo que nunca se creyó capaz. El gato hacía temblar todo el suelo, provocando terremotos. Finalmente Ryan perdió el equilibrio y cayó. El ser se detuvo frente a él. Gruñó.

Es mi fin pensó. Y estaba en lo cierto. En instantes el Nekomata lo devoró, dejando medio cuerpo suyo fuera. Desesperado, Ryan se resistió unos instantes y luego sintió un dolor atroz en la espalda. Notó como sus piernas se separaban del resto de su cuerpo ¿o era su torso? Y luego todo se apagó. La curiosidad mató al humano.

miércoles, 29 de mayo de 2019

URBAN FANTASY: TEKE-TEKE


Kashima Reiko miraba despistada por la ventana de su clase. Algo impactó entonces en su cabello. Al mirar hacia abajo, curiosa, vio que se trataba de una bolita de papel. Al echar la vista atrás, descubrió que se la había tirado Thomas.

Thomas era uno de sus “acosadores”. Le gastaba bromas pesadas todo el tiempo. Y todo por su personalidad despistada. Se pasaba más tiempo en las musarañas que en la realidad. Y aquello sus “acosadores” lo sabían y se aprovechaban de ella. Aunque Reiko empezaba estar harta de la situación, no veía el valor de decírselo a ellos y menos de denunciarlos a la directora, por miedo a las represalias.

Miró a Thomas más fijamente: era corpulento, cabello castaño, ojos azules. Aunque era guapo, era también un estúpido, pensaba ella. Reiko no era especialmente bella, pero tampoco fea.  Cabello negro, ojos azules y cara redonda. Delgadita.

Ella pasó de las burlas de sus compañeros y esperó con impaciencia a que terminaran las clases para regresar a casa. Era temporada de cigarras, su favorita, en Japón.
Vivía en un pueblo cualquiera de Japón, pero su escuela estaba en otra ciudad y debía coger el tren para volver a casa. Así pues se dirigió a la estación de tren.

Mientras esperaba, se quedó perdida en las musarañas nuevamente. No había nadie en la estación, de modo que ella se encontraba completamente sola y en calma.

Se apoyaba de pie cerca de la línea roja pintada en el suelo (si la traspasabas, podías morir). Y aquella fue su perdición. De repente, notó como alguien la empujaba hacia las vías. Reiko nunca vio al culpable, pero sí escuchó las risas de los culpables.

Las risas de los acosadores, pensó ella.

Para su mala suerte, cayó justo al momento en el que un tren de alta velocidad (shinkansen) hacía su entrada. Y entonces sintió un dolor tan atroz que deseó estar muerta. Cayó de bruces a las vías y el tren la arrolló.

Pero no murió inmediatamente.

En su lugar, la partió por la mitad, dejando su torso y el resto de su cuerpo separados. Ella chilló de horror al tiempo que escupía sangre por la boca. Podía verse las entrañas deslizarse por los ferrocarriles e inclusive sus piernas en el otro extremo moverse solas. Aquello fue un trauma tan feroz, que Reiko perdió la conciencia tras soltar un último chillido agónico.

Era noche cerrada. Habían transcurrido tres años desde lo ocurrido con Reiko.

Anzu, una colegiala de diecisiete años, había escuchado la historia. No se sabía quien la empujó, ni quería saberlo. Ahora mismo se encontraba en la misma estación donde ella murió y solo deseaba marcharse de allí. Pero el Shinkansen aún tardaría cinco minutos en aparecer y a ella no le quedaba más remedio que esperar. Había salido tarde de la escuela por quedarse a hacer ensayos de teatro y nadie podía acompañarla. Así que estaba sola.

Anzu sacó el teléfono para entretenerse. En el reflejo de su pantalla vio su aspecto: cabello rojo, ojos verdes. Rostro asimétrico. Iba a encender el móvil cuando de repente, vio algo tras ella. Al dar la vuelta, se quedó muda de horror:

Una mujer de cabello negro, garras en lugar de dedos, ojos puramente negros (no tenía iris ni pupila) y dientes puntiagudos la miraba con odio. Pero lo que más la impactó fue ver lo baja que era. Al principio pensó que sufría de enanismo, pero no. En realidad, no tenía piernas.
Aquello la dejó anonadada. La sangre corría por su torso, goteando incansablemente. Toda ella era sangre y su pelo estaba sucio y revuelto.
Ella reconoció al ser.

— Re… ¿Reiko? — preguntó entre incrédula y tímida.

Reiko chilló. Un chillido que no era de este mundo. Un chillido sobrenatural, que heló la sangre de Anzu. Su instinto le dijo que huyera… y eso hizo.

Corrió escaleras arriba, con el ser pisándole los talones. Para solo disponer de dos brazos, corría muy rápido. Era asombrosamente veloz. Para cuando Anzu terminó de subir los escalones, Reiko casi se le había echado encima.

Siguió corriendo hasta que Reiko (si la podía seguir llamando así) la atrapó.

Anzu cayó y aquel ser la arañó con furia en la espalda. Anzu gritó.

No obstante logró librarse y huir. Aquel ser la había dañado tanto que ahora solo podía arrastrarse por el suelo. Llegó hasta un callejón oscuro donde se detuvo, asfixiada.

Ya está… me va a matar.

Pero Reiko no apareció. Anzu no comprendió porqué hasta que miró al suelo. Y entonces chilló. Chilló mucho.

Ya no tenía piernas. Su torso se había separado del resto de su cuerpo y de él, colgaban las entrañas.

Así que cuando ella me atacó…

De nada sirvió que llorara.

Tiempo después, la leyenda del Teke-Teke se extendió. El ser atacaba o mutilaba a sus enemigos. Los transformaba en lo mismo que ella o simplemente los mataba. Atacaba tanto inocentes como culpables. Si sus acosadores fueron castigados o no, nunca se supo. Un día simplemente dejaron de ir a la escuela y nadie los volvió a ver nunca más.

Pero la leyenda del Teke-Teke vivirá por siempre.

PUNTO DE VISTA DRACONIANO


En una cueva, en una tierra mágica cualquiera, un dragón dorado de enormes proporciones dormitaba en lo alto de su tesoro: una montaña entera de joyas, coronas y monedas de reluciente oro, suficientes para toda una vida de lujos y caprichos. Aunque pareciera que el dragón dormía, en realidad no era así. Sólo mantenía los párpados cerrados. Sus doradas escamas relucían como joyas. Probablemente era el animal más hermoso, fiero y orgulloso del mundo. El dragón que descansaba sobre su montón de oro se llamaba Magnitus. Controlaba el común aliento de fuego. Sus hermanos dragones manejaban otra clase de alientos, tipo veneno, hielo o tierra.

Magnitus consideraba las demás razas como inferiores y a menudo eso le hacía descuidado. Sin embargo, por muy descuidado que fuese, nunca dejaba de ser un terrible adversario. En muchas ocasiones sus hermanos lo habían tenido que salvar de la muerte por su descuido y luego le habían soltado una reprimenda. Lo peor de todo era que Magnitus nunca aprendía, su orgullo era demasiado elevado para aceptar que cometía errores. Y, aunque él no lo creía así, esa sería su perdición.

Hacía, según su manera de ver las cosas, meses desde que había abandonado a su familia e independizado. Había arrasado pueblos enteros y robado tesoros. También mató mucha gente. Eso, para los dragones del mundo, era una práctica habitual y que conllevaba reconocimiento y respeto. A estas alturas, Magnitus ya era conocido en todo el reino. Los elfos, los enanos, las hadas; los magos, los humanos y los duendes. Todos le conocían y temían. Sin embargo estuvieron a punto de acabar con él en tres ocasiones. La primera fue hace cinco años, cuando arrasando pueblos, le lanzaron flechas que él ignoraba. Pero le lanzaron demasiadas y sino hubiera sido porque entró en un estanque mágico, habría fallecido. La segunda fue cuando conversaba con sus hermanos dragones. Siete magos los sorprendieron y apresaron. Les empezaron a clavar lanzas y a hechizar para matarlos (pero como los dragones son muy resistentes a la magia, pudieron aguantar). Finalmente, al borde de la muerte, los dragones acabaron con ellos. La última sucedió hacía ya dos semanas, cuando dos docenas de elfos entraron a matarle en su cueva.

El dragón lo recordaba muy bien. Tan bien, de hecho, que su cuerpo se convulsionó involuntariamente.

Será algo de frío que ha entrado pensó, pues se negaba a reconocer que tuviera miedo. Él NUNCA tenía miedo. O eso decía.

Se relamió al pensar en humanos. Le deleitaba matarlos, hacerles sufrir, y devorarlos cuando aún vivían y torturarlos más allá de lo imaginable.

Oyó algo y abrió sus enormes ojos azules. No vio nada fuera de lo común, pero él sabía que un intruso se había colado en su cueva. Rebufó, furioso y expulsó de su boca un enorme chorro de llamas doradas. Un calor enorme inundó el lugar, que hubiese desintegrado a cualquier ser vivo que se encontrara allí en ese momento. Creyendo que ya se habría librado del intruso, el dragón dejó caer los párpados nuevamente, satisfecho.

De pronto, notó el frío contacto de una espada que, más que dolerle, le molestó. Debido a su enorme tamaño (equivalente a un castillo medieval), el dragón apenas notaba el dolor, como no fuera un corte enorme o un hechizo. Al abrir los ojos otra vez, se topó con tres peculiares personajes: Uno de ellos era un elfo, de cabello rubio, ojos azules y rostro anguloso. Vestía ropajes negros y del cinto le colgaba un cuchillo con el mango de hueso. En su mano derecha tenía firmemente agarrado un arco con una flecha. Por lo que pudo observar el imponente dragón, el elfo llevaba colgado a la espalda un carcaj, con al menos nueve flechas. Al lado derecho del elfo se hallaba una maga, que tapaba su rostro con un velo púrpura (reconocería a los magos en cualquier parte). Cuando miró hacia abajo, descubrió a su atacante: un enano de barba rojiza que vestía armadura. No le había atacado con una espada como supuso él, sino con un hacha de guerra, en la pata izquierda.

— Toma esa, bestia inmunda — dijo el enano con satisfacción y retiró el hacha con violencia.

El dragón rugió de dolor, pero antes de que pudiera hacer nada, algo lo paralizó.

La magia de esa bruja sin duda. Ella debió ocultarlos cuando él sintió su presencia.

No quedaría así, se dijo. Mataría a esa bruja primero, luego al enano y después al elfo, por haberle atacado, por haberle privado de su libertad, y por haber invadido sus dominios. Él era el único con derecho a intimidar, atacar, saquear, y arrasar todo cuanto le viniera en gana. Y nadie se lo impediría. Él era el mejor de su especie. Esos idiotas no tenían la más mínima posibilidad contra él. No sabían donde se acababan de meter. Habían sellado su destino.

El elfo apuntó con su arco al cráneo del dragón y disparó. La flecha hendió el aire con un silbido magistral y se incrustó en su frente, haciéndole sangrar y expulsar sudores. La sangre de dragón, como la de cualquier raza (salvo algunas excepciones) era roja. El dragón se debatió desesperado contra el hechizo de la bruja. Deseaba matarlos cuanto antes, uno a uno, y librarse de ellos. Para Magnitus, los tres guerreros no era más que una molestia, lo que para un humano sería una mosca. El elfo volvió a sacar una flecha y la volvió a lanzar. De nuevo el dolor. Notó entonces que alguien trepaba por su cola. Intentó sacudirse, pero estaba completamente paralizado. Aquella bruja era poderosa.

El elfo, cansado de lanzar flechas, sacó su cuchillo y avanzó rápidamente hacia el dragón, donde clavó la punta en el pecho de la criatura, que internamente chilló de dolor, ya que la magia de la bruja le impedía siquiera rugir. Algo metálico se le metió por la frente. Era el hacha del enano. Así que fue él quien había trepado, se dijo Magnitus. Notó como el cuchillo se incrustaba más y más hasta alcanzar su corazón. Notó como lo rasgaba y su corazón dejaba de latir. Su vista empezó a nublarse y pudo moverse libremente de nuevo. Pero por mucho que quisiera, ya no tenía fuerzas para moverse.

— Ya está — fue lo último que oyó, de boca del elfo, antes de cerrar los ojos y descansar... para siempre.