A Carol siempre le habían fascinado
las leyendas. Siempre que podía, investigaba sobre ellas. La leyenda del hombre
del saco, la leyenda de Bloody Mary. Sobre todo, le encantaba esa última. La
última que estaba investigando hasta la fecha era una sobre los espejos. Hacía
poco que había comprobado para su decepción, que la leyenda de Bloody Mary era
totalmente falsa. Así que investigó aquella nueva. Sabía que sería falsa
también. Todas lo eran. Pero al menos así se entretenía un rato.
Carol tenía tan solo catorce años.
Cuando fue al espejo del baño a comprobar la leyenda (la cual hablaba de que,
si te observabas unos diez minutos, empezabas a ver cosas raras), vio su
reflejo. Su cabello era negro como la noche y le caía en cascada por los suaves
hombros desnudos. Iba en pijama de verano: una camiseta blanca de tirantes y
pantalones azul cielo. Sus ojos eran verdes.
Inspiró hondo y se miró fijamente al
espejo. Había cerrado la puerta del baño con pestillo para evitar que su madre
entrara a fisgonear.
Vivía solamente con su madre desde
que podía recordar. Según le contó ella, su padre las abandonó por algún motivo
que Carol aún no podía comprender. Nadie lo había encontrado hasta ahora.
Transcurrieron diez minutos. Tal y
como sospechaba. Nada. Decidió mirarse fijamente unos minutos más. Estar allí
de pie empezaba a agarrotarle los hombros y las piernas. Pero decidió aguantar
cinco minutos más.
Carol extendió la mano hacia el peine
que tenía cerca de ella, de color negro.
Solo que ella no había hecho eso.
Parpadeó. Se seguía viendo en el
reflejo del espejo. Pero parecía haber algo diferente. Carol sonrió. Una
sonrisa que le heló los huesos. Porque la auténtica Carol tenía el rostro
desencajado y los músculos del cuerpo, tensos. Su reflejó la saludó y Carol
chilló. Los ojos de la otra Carol se volvieron completamente oscuros, sin iris.
Amanda, la madre de Carol, se
despertó de la siesta de golpe. Había oído a su hija gritar. Corrió hacia el
baño, de donde su voz provenía. Escuchó correr el pestillo y abrirse la puerta
apresuradamente.
—
¡Cielo!
¿Estás bien?
Su hija empezó a tranquilizarse
cuando ella la abrazó.
—
¿Qué
ha pasado?
—
Creí
ver algo en el espejo.
La voz alarmada y asustada de Carol
convenció a su madre de entrar en el baño. Pero a excepción de su reflejo
(cabello negro recogido en coleta y ojos verdes. Vestía vaqueros y camisa), no
vio nada raro.
—
Tienes
demasiada imaginación mi vida — le dijo su madre, visiblemente aliviada y le
depositó un suave beso en la frente.
Le acarició la mejilla y se quedó con
ella hasta que estuvo totalmente segura de que estaba bien.
Esa noche, como todas las noches,
Amanda le leyó un cuento a su hija antes de dormir (a Carol le gustaba que su
madre le leyera, a pesar de que, en teoría, ya estaba grande para esas cosas),
le depositó otro beso en la frente y se marchó de la habitación.
Carol sonrió. Expresó la misma
sonrisa que su reflejo. Sus ojos dejaron de ser verdes para volverse totalmente
oscuros, sin iris.
Por fin, libre.
Había sido sencillo, se dijo. Solo
había tenido que dejar atrapada allí a su contraparte.
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