sábado, 21 de octubre de 2023

ISLA MISTERIOSA

 

Saludos, querido lector. Este relato consta de un hecho real que creo que el mundo debe conocer. Si bien os parecerá imposible, creedme, sucedió realmente.

Preferiría dejar mi nombre en anonimato. Bien, dicho esto, pasaré a relataros qué sucedió.

Iba de camino a unas vacaciones, montado en un avión. Yo trabajaba de abogado. Pero hubo un accidente y acabé varado en una isla desierta.

Me "hospedé" por decirlo de alguna forma, en una pequeña cabaña de madera.

Todo estaba seco: no había agua ni comida, ni siquiera insectos. Nada. El sitio estaba sucio, pero libre de bichos... aquello me pareció muy raro. También había una mesa y una cama sucia. Cuando me adentré en la selva, vi algún jabalí y ciervo, pájaros... pero poco más. Pillé un par de manzanas y un puñado de plátanos, lo que pude llevar. Lo dejé en la cabaña y me puse a buscar agua. Encontré un pequeño arroyo. Bebí hasta saciarme y entonces pensé que me vendría genial algo donde guardar el agua. Una botella o algo. Pensé que no hallaría nada, pero una lata vacía de coca cola apareció. Eso me produjo la siguiente interrogante: ¿había o hubo alguien en la isla? Busqué, pero no hallé a nadie y como estaba oscureciendo, decidí volver. Además, estaba muerto de hambre. Volví a beber hasta saciarme y luego rellené la lata tras lavarla bien. De vuelta a la cabaña, decidí colocar una mesa a modo de pestillo, por si acaso.

Como empecé a notar frío, encendí un fuego con un par de piedras y cené una manzana y plátano. No creáis que no comí nada durante el día, pues durante mi búsqueda de comida y agua, una naranja y una manzana acabaron en mi cuerpo. Otra cosa no, pero estaba comiendo más sano que en toda mi vida. Entonces escuché algo.

Por supervivencia, apagué el fuego y la estancia quedó a oscuras. Me escondí bajo una ventana y allí escuché otro ruido. Eran pisadas, pero no veía de quien. ¿Del tipo de la coca colas? Quizá quedó otro superviviente del avión.

Y le vi.

O más bien, vi "algo". Era un hombre, de pelo y barba desaliñados. Saltaba a la vista que hacía semanas que no se bañaba. Pero lo que me hizo encogerme de terror, no fue únicamente su andar tipo zombi, sino sus ojos.

No tenían iris.

La noche la pasé fatal. Al menos la mayor parte de esta no dormí y me levanté cerca de las once de la mañana. Supongo que os preguntaréis que sucedió con el ser que vi. Bueno, finalmente fue todo bien y él no me vio. Apenas un minuto después él se marchó, no sin antes mirar por una de las ventanas de la cabaña. Tuve suerte de estar bajo una. Así no me vio.

Pero ahora estaba aterrado. No sabía si ese ser reaparecería de nuevo o no, si habría más o no. Temía salir y encontrármelo. Pero necesitaba salir. Necesitaba escapar de ahí. No estaba seguro de poder sobrevivir más tiempo en aquella isla.

Desayuné y luego salí. Necesitaba un arma, pero no tenía nada con qué cortar. Lo único que pude coger fue un trozo de rama y un cristal procedente del avión. Eso era todo. Al menos, era algo. Continúe mi camino, más en silencio que nunca, temiendo encontrar al ser nuevamente. Lo que más temía era pasar una nueva noche. Decidí que, si tenía que hacerlo, lo haría durmiendo bajo la puerta. Esperaba no roncar... Comí una manzana y bebí agua del arroyo. Busqué algún recipiente más donde llenar agua, pero no vi nada. Decepcionado, seguí mi camino adelante. Quería conocer la isla, saber que contenía. Tras varias horas, llegué por fin a lo que era mi destino: un poblado.

Me quedé sorprendido al verlo. Estaba derruido y se notaba que hacía varios años que nadie vivía ahí. Sin embargo, era algo. Podía haber comida, documentos de qué había sucedido y quizá alguna barca para regresar a casa.

Me adentré en el poblado. No era muy grande, y estaba bastante destrozado por el paso del tiempo. Vi varias cabañas y entré en todas ellas. Encontré comida, pero salvo algunas latas en conserva, todo estaba caducado. Sustituí mi cristal y mi rama por un par de cuchillos oxidados y luego me entretuve leyendo un diario de una niña que no decía nada que ocasionara lo de aquel ser. Leía escondido, por si acaso aquel tipo reaparecía. Según el reloj, eran ya las cinco de la tarde. El cielo andaba con nubes grises, amenazando con llover. Comí una lata en conserva y guardé el resto en una mochila asquerosa que encontré. Al menos pude llevar también una jarra vacía y un par de vasos de cerámica. Tras andar lo suficiente, me quedé nuevamente de piedra. Pues frente a mí había un edificio moderno. Tuve la impresión de que era un laboratorio y no me equivocaba, pues al entrar, vi que el lugar estaba completamente destrozado y sucio. La entrada era una sala enorme, llena de escritorios. El suelo, antaño azul, estaba ahora lleno de polvo y suciedad, al igual que las mesas. Al revisar los cajones vi unos papeles que sin duda explicarían que sucedió. Empecé a leer los informes.



INFORME I

Los experimentos van bien, al menos por el momento. No hay casos secundarios. Los pacientes se toman el medicamento y vuelven a sus vidas normales.

Rectificación: Han transcurrido dos semanas y es ahora cuando los efectos secundarios toman fuerza. Tendremos que tomar serias medidas. Relataré todo en el siguiente informe.

Pero el siguiente informe no estaba. El resto de papeles hablaban sobre experimentos realizados a insectos y ratas, que murieron en el acto o al cabo del tiempo. Pero al parecer, aquel ser formaba parte de un proyecto que aquel laboratorio sin nombre (probablemente ilegal) estaba ejerciendo. Esta isla... ¿de qué parte del mundo sería? Entonces escuché pasos. Pasos y gemidos.

Los mismos que escuché anoche.

No tardé en esconderme. Me oculté bajo una mesa a toda velocidad, a la vez que escuchaba los pasos. Eran indudablemente pasos de zapatilla. Escuchaba los gemidos cada vez más y más cerca. Temblando como una hoja, esperé.

Tras lo que me pareció una eternidad, lo vi. Era un tipo similar, aunque no el mismo que la otra noche. Era de cabello muy rapado, casi calvo. Vestía de presidiario y su rostro era azulado y blanco como la leche a su vez. Tragué saliva. Le faltaban varios dientes. Caminaba lenta pero inexorablemente. Al principio pensé que solo pasaba por allí, pero pronto comprendí que no era casualidad que ese tipo estuviera ahí.

Entró en la estancia y se puso a buscar con la mirada a la vez que caminaba lentamente. Tragué saliva. Debí de haber hecho mucho ruido, porque no cesaba de buscar. Al cabo de un rato, se marchó. Menos mal que no le dio por mirar bajo las mesas.

Una vez hubo atravesado la puerta principal, suspiré de alivio. Debía tener más cuidado me dije. Necesitaba buscar más información, escapar de ahí y denunciar esto a la policía. A lo mejor había un sistema de comunicaciones por aquí... Sí, eso tenía sentido. Así podría contactar para que vinieran a rescatarme.

Animado por esa idea, salí a rastras de mi escondite. Busqué en los demás documentos informes interesantes, pero aparte de pruebas a sujetos, no describía qué demonios pasaba en esa isla. Sé que esos experimentos extinguieron los insectos e infectaron a la aldea, convirtiéndolos en quienes son ahora, pero no sabía qué clase de experimentos eran, ni como lograron eso. Supongo que eso sería información clasificada y no la iba a encontrar en recepción. Seguramente estaría en alguna sala de alta seguridad. De todas formas, tenía pruebas suficientes de que aquí pasaba algo turbio y oscuro.

Despacio, me encaminé hacia la siguiente sala. Era un pasillo estrecho con luces azules. Aún había electricidad por lo visto. Temía encontrarme con más criaturas y sin duda las encontraría, pero no podía echarme atrás. Debía continuar. Si no, moriría aquí. Hay veces en la vida en la que un hombre ha de jugársela. Y hoy era una de esas veces. Continué caminando hasta abrir la siguiente puerta. En realidad, estaba encajada. Esos tipos parecían tener un mínimo de inteligencia aún, pues sabían abrir puertas. Sería mejor andarse con cuidado.

Nada más acceder a la siguiente sala, vi que esta se encontraba a oscuras. No escuché gemido alguno, así que parecía estar bien. De todas formas fui prudente y no me fie. Caminé lentamente. No se veía nada. Cero. Y no tenía ninguna oportuna linterna ni mechero. Nada. No era como en las películas que el protagonista mágicamente saca justo lo necesario o lo encuentra a medio camino. Mucha suerte había tenido ya con los cuchillos, la comida y el agua. Cuchillo en mano, caminé lentamente por el oscuro lugar. Tanteaba a ciegas, tocando mesas, papeles y objetos que no supe identificar bien (¿una lámpara quizá? ¿o un vaso?). Fuera lo que fuere seguí caminando siempre en línea recta. Me topé con una puerta, pero estaba atascada y no se podía abrir. Escuché pasos.

Pero ningún sonido. Miré a todas partes, nervioso. No escuchaba gemidos pero si pasos arrastrando los pies, como esos tipos. Pero ¿por qué no gemía? Intentando averiguar de dónde provenía el sonido a la vez que tragaba saliva, comprobé que venía justo del otro extremo, unos metros más a la derecha de donde yo había estado antes. No parecía que me hubiera detectado, porque no lo escuchaba dirigirse hacia aquí, pero sabía que, en cuanto me moviera, en cuanto tratara de abrir esa puerta, el ser me localizaría. Y sería mi fin. Aquella puerta estaba atascada y no tenía forma de saber si habría otra. Solo podía hacer una cosa. Respiré hondo y procedí a realizar mi plan, del cual, estaba casi convencido de que fallaría. Si eso pasaba, tendría que salir de aquí, volver a la cabaña y crearme una balsa o algo. Y no es que yo fuera realmente hábil construyendo cosas. Esa era mi última opción. Esta era más arriesgada sí, pero más efectiva. La balsa podía hundirse y quedarme yo varado en el mar.

Me quité los zapatos. Era parte de mi plan para que no me oyera. Con los zapatos en mano, Caminaría despacio, sin hacer ruido hasta la pared del fondo de mi derecha y comprobaría si había otra puerta. Todo salió como esperaba, pero no había puerta alguna. Suspiré, apesadumbrado.

Ese fue mi error.

Escuché los pasos dirigirse hacia mí con decisión, mientras un grito agónico casi me rompe los tímpanos.

La criatura se abalanzó hacia mí como si su vida dependiera de ello. Yo sí que dependía de huir. El chillido aterrador me inmovilizó durante unos instantes, pero por fortuna pronto la necesidad de huir y salvarme me movió y corrí más de lo que creía capaz. Desde luego, cuando tu vida dependía de cuanto corrieras, uno corría lo que hacía falta.

Llegué hasta el único lugar que conocía: la puerta atascada. Solté los zapatos, La abrí de un empujón y la cerré. Al empujarla, esta cedió, que era todo cuanto necesitaba. Dos segundos más tarde escuché pasos fuertes y a la criatura que se estampaba contra la puerta, tratando de abrirla. En uno de sus esfuerzos, vi como agrietaba parte de la pared. Maldiciendo, coloqué una silla cercana en la puerta, pero comprendí que, si no me marchaba enseguida, en nada esa criatura estaría dentro. Y no estaba seguro de querer verla. La zona donde me encontraba era un pequeño pasillo estrecho iluminado. Lleno de cajas y tonterías. Al parecer, había zonas con luz. Abrí la siguiente puerta despacio, a pesar de desear con todas mis fuerzas hacerlo rápidamente, pues la criatura casi había conseguido entrar y se la escuchaba muy fuerte. Llamaría la atención. Sin mirar atrás, entré. La sala estaba aparentemente vacía. Había varias mesas y en ellas se encontraban tijeras, gomas, lápices y folios. Pero también sangre seca. Inmediatamente me agaché y caminé lentamente. Aquí también había luz, pero muy débil. El problema lo encontré al final.

Había un ascensor. Pero este ascensor se encontraba apagado y necesitaba de tarjeta para que funcionara. Resoplando, miré por las mesas pero no encontré nada. Los folios estaban en blanco. Los miré por si decían algo importante pero nada. Los cajones tenían tarjetas, pero ninguna era la adecuada y de todos modos solo encontré cuatro. Manda narices, pensé en ese momento. Tantas tarjetas y ninguna era. Entonces lo entendí. Estaba convencido de que la tarjeta me la dejé atrás. Entonces me percaté en que la criatura no había llegado hasta aquí. ¿Quizá no me vio más y se fue? Fui, con todo el miedo del mundo, a comprobarlo. Al mirar de reojo por la puerta, vi que la criatura ya no estaba. La puerta a la sala oscura se encontraba abierta. No podía arriesgarme a investigar si estaba la tarjeta. Miré si encontraba otra salida pero no. Suspirando de pesar, me arriesgué. Con ambos cuchillos, pasé a la sala oscura. No tardé en escuchar la respiración de aquella criatura. Tragando saliva me alejé y esperé. Un rato más tarde, ya no la escuché más. Busqué entonces la tarjeta y encontré dos. Fui a la otra habitación y ¡Sí! una funcionaba. No sabía si las otras tarjetas las necesitaría así que me las llevé todas. Un total de seis tarjetas. Entonces me subí al ascensor y le di a la planta última. Sin duda la más peligrosa, seguro. El ascensor era de cristal y podía ver todo lo de afuera.

Cuando el ascensor ya avanzaba, pude oír la puerta volar, la puerta que daba a la habitación que yo dejaba. Escuché el agónico sonido justo antes de pasar de planta. Casi muero de un infarto allí mismo. Miré por la ventana del ascensor. Vi el mar. Era hermoso. En cuanto saliera de la isla (si es que lo lograba) no saldría de casa por días. Finalmente llegué a mi planta. Al abrirse, me encontraba frente a una sala con cámaras de seguridad y en ella se encontraban un guardia de seguridad muerto y dos seres pálidos que me vieron. Gimieron y se dirigieron hacia mí. Yo los observé, muerto de miedo. Era mi fin.

Sin pensar, inmediatamente traté de volver abajo, pero recordé a la misteriosa y terrorífica criatura. No sabía qué hacer, pero tampoco tuve tiempo de pensar. Una de esas criaturas se abalanzó sobre mí, gimiendo. Chillando de pavor, hundí mi cuchillo en su corazón. Al hundirlo, el peso de la criatura cayó sobre mí y ambos acabamos en el suelo del ascensor, que se mantenía estático. Olí el aliento apestoso de la criatura. No era a muerte era... como algo podrido o en mal estado. Pero aquella criatura había estado viva hacía unos instantes. Ahora ya no. Solo era un peso muerto que debía quitarme de encima antes de que el otro ser me alcanzara. Arranqué el cuchillo y lancé el otro al ser, que lo esquivó apartándose vagamente a un lado. El repiqueteo metálico resonó en toda la estancia. Me quité al ser inerte y entonces se me abalanzó el otro, aunque yo ya estaba preparado y hundí mi otro cuchillo al tipo, hundiéndolo también en su corazón. Pronto dejó de moverse. Respiré hondo, aliviado. Me sentía un poco mejor. Había sido capaz de acabar con dos de aquellos monstruos, algo impensable para mí. Pero estaba hecho.

Me incorporé y caminé hasta la sala de control. Aparté al guarda muerto y lo dejé allí, aunque lejos de mí. Me daba mal rollo. Inmediatamente traté de tomar contacto. No pude. Por más que traté de comunicarme por un walkie que encontré o por una radio, nadie contestó. No quedaba nadie vivo en aquella maldita isla y ahora comprendía por qué. Suspiré, desesperado. Aquella había sido mi última esperanza. Solo me quedaba recoger un bote (si es que lo había) y salir pitando de ahí, pero el problema era el mismo: moriría mucho antes de llegar a mi destino.

Antes de que pudiera acabar mis cavilaciones, recibí un mensaje por radio. Enseguida me identifiqué y ellos prometieron que mandarían un helicóptero a la isla en una hora. Estaba salvado. No les dije lo de las criaturas. Solo que andaba perdido. Sabía que me tomarían por loco sino presentaba suficientes pruebas.

Aunque pronto tuve nuevos problemas. Eran dos, de hecho.

Primero: tenía que llegar hasta la orilla, ósea, mi refugio. Y ese lugar estaba plagado de bichos. Además, estaba aquella criatura infernal. No. No podía pasar otra vez por ahí. Era tentar demasiado a la muerte. No creía siquiera que mis cuchillos pudieran protegerme tanto. Si tuviera un arma de fue...

Claro. El guarda. Fui hasta él. No me creía la maldita suerte que tenía. Esto enlaza con el segundo problema. Creo que os lo imagináis.

Segundo: al acercarme al guarda, vi su arma enfundada. Seguro que tenía balas dentro y algún cartucho. Era un revolver pequeño. Siempre fui aficionado a las armas, aunque solo he disparado armas de juguete cuando niño. Fui a coger el arma cuando escuché dos gemidos a mi espalda. Sin poder creerlo, vi como ambos seres volvían a levantarse después de haberse llevado al menos veinte minutos muertos. Y lo peor era que entonces una mano me agarró de la pernera izquierda, tirándome al suelo violentamente, donde me golpeé. Aunque estaba mareado, pude ver al guarda levantarse con ojos inyectados en sangre, dirigiéndose hacia mí.

El guarda se abalanzó por mí y logró darme un duro mordisco en la pierna izquierda. Chillé de dolor y aquello me hizo despejarme y darle una patada al guarda con la otra pierna. No miré la herida, antes me abalancé por el guarda y le di dos patadas más a su cráneo, hasta que dejó de moverse. Por supuesto, sabía que no estaba muerto, pero al menos me dejaría tranquilo un momento. La pierna herida me falló, y enseguida tuve a los otros dos tipos de antes, que se abalanzaron sobre mí antes de que pudiera hacer nada. Uno me mordió el cuello, pero lo quité antes de que me lo desgarrara. El otro mordió un hombro. Me lo quité de encima y le di varias patadas. El otro se abalanzó sobre mí, pero logré esquivarlo y se estampó él solo contra la pared. Varias patadas más. Los otros dos comenzaban a levantarse. Tenía que huir. Pero necesitaba esa pistola. Cogí una taza de café que había allí y la lancé contra el guarda, el cual cayó de espaldas contra la mesa y tuve suerte de que se golpeara contra el pico. Esquivé el ataque del otro y le estampé la cara contra la mesa. Ya no tenía tanto miedo, pues había logrado enfrentarme a aquellas criaturas, pero me habían mordido y no sabía que pasaría ahora.

Cogí la pistola del guarda y le di un tiro a él y los otros dos. No volvieron a despertarse. Mis cuchillos estaban por el suelo. Los recogí. Me disponía a marcharme cuando me encontré cara a cara con una nueva criatura. Tenía el aspecto de un hombre joven y calvo, como si tuviera cáncer. Ojos blancos en su totalidad, uñas largas. Sus dientes eran sierras. Chilló y reconocí a la criatura como la que encontré antes de subir. Lo apunté con el arma y disparé dos veces antes de que la criatura me empujase contra la pared y se abriese un boquete de la fuerza. Antes de que lograra comerme, sin embargo, cayó al suelo, retorciéndose de dolor. Resulta que uno de esos disparos logró acertarlo en su abdomen. Inmediatamente apunté a su cabeza, pero la criatura me esquivó a gran velocidad, desapareciendo de la estancia.

¿Adónde había ido? No lo sabía y tampoco quería saberlo.

Salí del lugar hasta la planta de antes, sangrando. Esperaba no enfermar. Seguí adelante. No vi a la criatura por ninguna parte. Volví a recepción y me detuve a inspeccionar el lugar. Seguía vacío. Recogí varios informes que me ayudarían a explicar las heridas y también a demostrar que yo tenía razón. Entonces caí en la pistola y miré las balas que tenía. Con el cargador extra el policía, aún me quedaban diez balas. Esperaba no tener que usarlas.

Salí al poblado y me encaminé hacia mi cabaña. Comí algo durante el camino y bebí. Era raro, pensé. El lugar ultra moderno que encontré estaba plagado de esas criaturas, aunque abandonado y el resto de la Isla parecía desierta. Entonces lo comprendí. Esas criaturas solo salían en la oscuridad. Y el edificio estaba rodeado de oscuridad.

Llegué sano y salvo a la cabaña. Allí me esperaba un helicóptero. Les enseñé los informes, ellos lo leyeron y volví a casa. No encontraron a los causantes, pero sí supieron quiénes eran: una organización terrorista nueva, fundada hacía menos de cuatro años. Cogieron a una aldea pobre y desconocida por el mundo y les prometieron cosas y los usaron como ratas de laboratorio. Los convirtieron en monstruos, en busca del programa "Guerrero perfecto" para usarlo en una guerra y dominar todos los países posibles, a ser posible, el mundo entero y ser dictadores. Si bien no pescaron a la organización, dos o tres fueron encontrados por ahí, que no lograron ocultar del todo sus huellas, pero ninguno más fue a prisión. Por mi parte, recibí una trágica noticia: esas heridas eran infecciosas. Me convertiría en una de esas cosas al cabo de unos meses. Por tanto, tras mucho meditarlo, he decidido poner fin a mi vida. Estas son mis últimas palabras hacia ti lector. Con mi inevitable muerte (a menos que logren hallar una cura, cosa que dudo, pues me queda menos de un mes y ya noto algún síntoma, como ganas de comer gente, aunque lo controlo) pretendo evitar que esos seres inunden la Tierra.

Hasta siempre.



Notas Después de la muerte del autor:

No lo logró. Aunque murió, mediante eutanasia, se transformó e inmediatamente mordió al doctor. Nadie lo esperaba. Para cuando logramos matarle, ya había infectado a más de diez personas, que deben decidir qué hacer. Pero vivir no es una opción para ellos. DEBEN morir, para preservar la paz.

Yo me encargo de eso.

domingo, 1 de octubre de 2023

WENDIGO

 

Era finales de noviembre cuando un grupo de cuatro amigos viajó hacia un modesto hotel en Sierra nevada para pasar un fin de semana divertido. Lo que no sabían es que sería el fin de semana más aterrador de sus vidas. Se llamaban Rodrigo, Carla, Rubén y Miranda. Todos tenían la misma edad: dieciocho y estudiaban en diferentes universidades.

Iban en el coche de Rodrigo, un chico alto, de cabello castaño y ojos verdes. Miranda, la copiloto, tenía el cabello negro como la noche recogido en una coleta sencilla y ojos azules mientras que Carla tenía el cabello castaño corto y ojos marrones. Rubén tenía el pelo negro corto y ojos del mismo color que Miranda.

Los cuatro llegaron al parking del hotel, aparcaron y entraron al hotel. Hicieron el checking y subieron a su habitación.

El hotel era impresionante: había una sala de juegos, así como una pequeña sala común con sofá y televisor. Ellos habían alquilado dos habitaciones. Ambas idénticas. Una cama de matrimonio en medio del cuarto y un baño. Eso era todo. Dado que hacía frío, todos llevaban ropa de abrigo y botas. Dejaron sus cosas en la habitación y salieron a disfrutar el día.

Esa noche, los problemas comenzaron.

Ya habían cenado. Eran las once de la noche y Rubén y Carla se encontraban en la sala común. Dado que todos los del hotel se habían acostado ya, ellos eran los únicos que se encontraban en la sala común. Miranda y Rodrigo se hallaban en la habitación de las chicas.

La noche imperaba afuera. Salvo por el sonido del televisor, el cual tenía puesta una película, el silencio reinaba en el hotel y en las afueras. En un momento dado, Rubén pegó un bote y Carla lo miró interrogante.

Creo que he visto algo en la ventana — dijo él.

Es tu reflejo — contestó Carla —. Entiendo que te asustes.

Él la miró con cara de pocos amigos mientras ella contenía la risa. Siguieron viendo la película y, cuando terminó, dado que ya era la una de la mañana, decidieron acostarse. Habían decidido ir a esquiar al día siguiente. Salieron de la sala común y apagaron la luz. El hotel quedó en absoluta penumbra. Al avanzar por el pasillo, vieron que las luces no encendían.

Qué raro — dijo Carla.

Se habrán fundido. Es tarde, mañana informaremos a recepción.

Ella asintió y continuaron andando, camino a su habitación. Entonces, Carla se detuvo y dijo:

Espera Rubén, voy a ir a por agua.

El agua estaba en el bar del hotel, abierto veinticuatro horas.

Rubén accedió a acompañarla y juntos bajaron por las escaleras. La recepción estaba vacía, naturalmente, pero vieron que el bar si tenía luz. Mejor dicho, las bombillas parpadeaban, cual película de terror, como si estuvieran luchando por mantenerse encendidas, perdiendo la batalla. Allí, ambos jóvenes ahogaron un grito.

El chico de la recepción, un hombre que tendría alrededor de treinta años con el cabello rubio, se hallaba muerto. Su cuerpo estaba sentado, con la cabeza apoyada en la barra y los ojos muy abiertos, sin iris. Además, alguien o algo le había desgarrado la garganta.

¿Qué animal puede hacer algo así? — la voz de Carla temblaba.

Rubén no dijo nada, porque sencillamente no le salían las palabras. Estaba mudo de horror. Al avanzar por el bar, descubrieron que aún quedaban personas que, hace un rato, habían estado vivas tomando una copa pero que ahora se hallaban tirados en el suelo en medio de un charco de sangre. Sangre fresca. Con la garganta desgarrada. A algunos les habían arrancado una extremidad.

Lo vieran como lo vieran, era un espectáculo grotesco.

Fue entonces cuando notaron un movimiento en la sala.


Rodrigo y Miranda se hallaban en la habitación del hotel. Cualquiera pensaría que se estaban besando o teniendo sexo, pero lo cierto es que simplemente estaban hablando. Ella sentada en la cama, él en el suelo. Ambos bebían un refresco. Fue entonces cuando ambos escucharon lo que parecía ser un gemido.

¿Has oído eso? — preguntó Rodrigo.

Ella asintió. Los dos salieron de la habitación al pasillo. Estaba a oscuras. De repente, la luz de su habitación se apagó. Rodrigo intentó encenderla, sin éxito. Se había fundido. Afuera en el pasillo, todo estaba en calma. Una calma muy inquietante, pensó Miranda, intranquila. Decidieron bajar a recepción para informar del problema, pero cuando se disponían a bajar, oyeron un grito. Provenía de la tercera habitación situada a la izquierda de ellos. Rápidamente, se posaron delante de la habitación y Rodrigo trató de abrir la puerta, sin éxito. Se detuvo entonces porque ambos amigos escucharon lo que parecía ser un gruñido. Ambos quedaron inmóviles. ¿Qué había tras esa puerta? Acto seguido lo que quiera que estuviera tras el otro lado embistió contra la puerta, agrietándola y permitiendo a ambos amigos ver un trozo de la habitación. Vieron algo de sangre seguido de un ojo felino que los miró con furia, inyectado en sangre.

Miranda y Rodrigo pusieron pies en polvorosa al tiempo que la criatura daba otra embestida y terminaba de romper la puerta. Oyeron un rugido y al darse la vuelta, Miranda vio lo que los perseguía.

Parecía humano, pero no lo era. Sus brazos y piernas eran largos y delgados, casi en los huesos, igual que su torso. Sus dedos eran garras, no tenía un ápice de pelo e iba desnudo. No sabía si era hembra o macho. Sus dientes parecían cuchillos y sus orejas eran picudas. Su piel era blanca como la leche. Y corría a cuatro patas a una velocidad vertiginosa.

Los dos amigos bajaron las escaleras y el ser dio un gran salto y se posó delante de ellos. Rugió. Ambos quedaron inmóviles. Miranda podía oír los latidos de su corazón, desbocado, sentir la boca seca y las gotas de sudor, tanto de agotamiento como de terror, surcar su frente y resbalar por la mejilla y el mentón. Notó seco los labios y rígidos los brazos y las piernas. Era la pura definición del horror. El ser los escrutó con una mirada de puro odio. Habían interrumpido su banquete y ahora iban a pagar por ello.

¿De dónde ha salido esta cosa? Se preguntó Miranda.

Y justo cuando la criatura iba a atacarlos, una gran lengua de fuego lo atravesó, haciéndolo chillar de dolor. El calor golpeó a ambos amigos en la cara. Segundos más tarde, acabó inerte en el suelo, calcinado de pies a cabeza.


Rubén y Carla solo vieron una sombra pasar.

¿Qué ha sido eso? — preguntó una atemorizada Carla.

Rubén respondió que no lo sabía y decidieron regresar a la habitación. El miedo los atenazó. No se oía un murmullo. Solo silencio. Un silencio que les puso los pelos de punta a ambos.

Llamarían a la policía e informarían del genocidio. Si, eso harían. Luego avisarían a sus amigos y se marcharían esa misma noche. Pillarían un taxi o lo que pudieran, no importaba el precio. Solo querían salir de allí cuanto antes.

Pero cuando llegaron a la planta de arriba, ambos se quedaron petrificados. Los dos amigos escucharon “algo” en la sala común. Al ir a investigar, descubrieron que una de las ventanas estaba rota y había cristales rotos por la sala. Y delante de ellos, había una criatura alta, de aspecto un tanto extraño, sin un ápice de pelo y con dedos que eran garras. Estaba de espaldas a ellos, parecía desnutrido y no tenía ropa. Carla y Rubén tragaron saliva y se miraron, con el terror escrito en la mirada. Sin mediar palabra, los dos decidieron regresar a la habitación. Sin apartar la vista de la criatura, ambos caminaron de espaldas muy despacio, intentando evitar el mínimo ruido que pudiera alertar a la criatura.

Dieron algunos pasos hacia atrás y todo parecía ir bien, hasta que Rubén expulsó aire, tras haberlo contenido tras tanto tiempo.

Eso fue suficiente.

Inmediatamente, la criatura se volvió, mostrando unos inmensos ojos negros inyectados en sangre y dientes que parecían cuchillos. El ser rugió y se abalanzó sobre la pareja, quien echó a correr y entró rápidamente en la habitación. Se apartaron de la puerta y segundos más tarde, la criatura embistió contra la esta, agrietándola.


Un hombre que tendría unos cuarenta años, con el pelo largo negro y ojos azules, vestido con vaqueros y abrigo marrón, sostenía un lanzallamas con ambas manos. Él había salvado a Miranda y Rodrigo.

Gracias — dijo tímidamente Miranda.

¿Qué era esa cosa? — preguntó asustado Rodrigo —. ¿Y quién es usted?

El hombre contestó:

Me llamo Alberto. Y esa cosa era un wendigo.

¿Un qué? — preguntaron ambos amigos al unisono.

Ahora no hay tiempo para explicaciones, debemos rescatar a vuestros amigos y salir de aquí. Los wendigos han salido demasiado pronto.

¿Demasiado…?

Pero Miranda no pudo acabar la frase, porque Alberto subía ya las escaleras. Sin querer quedarse a solas en un hotel infectado de wendigos e indefensos, ambos amigos siguieron a su salvador, regresando al pasillo.


El wendigo atrapó su cabeza en la puerta y gritó de furia. Un impulso más y entraría. Desesperada, Carla miró alrededor y vio los palos de esquí que iban a utilizar al día siguiente. Movida por la desesperación, agarró ambos y los clavó en la cabeza de la criatura, quien se separó de la puerta gimiendo de dolor al tiempo que soltaba un charco de sangre negra. Segundos después, volvió a reinar el silencio.

Ambos amigos salieron al pasillo, donde comprobaron el cuerpo sin vida de la criatura.

Escucharon pasos y ambos amigos se pusieron tensos otra vez. Pero enseguida vieron que eran sus amigos. Y alguien a quien no conocían. Tras comprobar que estaban bien, el hombre se presentó como Alberto y los llevó a la sala común, donde los chicos se sentaron en el sofá. Alberto cerró las puertas y ventanas y atrancó la puerta con una mesa de billar que hizo mucho ruido al ser arrastrado por él y por Carla y Rubén. Luego, Alberto procedió a hablar:

Esos seres pálidos que habéis visto ahí afuera se llaman Wendigos. Y han matado a todo el hotel.

Joder — dijo Miranda.

Alberto prosiguió:

Según las leyendas, los wendigos son personas que consumieron carne humana en un estado de desesperación y como tal, fueron poseídos por el espíritu del wendigo, que transforma su aspecto en un híbrido entre humano y el verdadero aspecto del demonio. Son tan fuertes como veinte hombres y más rápidos que los leopardos. Un solo golpe suele ser mortal.

Paró un momento para que sus palabras calaran. Y vaya si lo hicieron. Los cuatro amigos estaban aterrorizados, mudos. Alberto continuó:

En algún momento, hace un año, algún excursionista se perdió en la nieve y se rindió al canibalismo. Creo que llevaba casi un mes sin comer. Ya no pensaba con lógica o raciocinio. En algún momento, el demonio lo poseyó. Creo que, a diferencia de la cultura popular, estos hibernaron o buscaron otro lugar. Pero esta noche han regresado. Ya creí que no lo harían.

Normalmente, esta sería una historia para no dormir, y los cuatro amigos no le creerían al hombre. Pero lo que habían visto era prueba más que suficiente. Alberto dijo:

Los wendigos solo cazan de noche, pero de día también son peligrosos. Tratemos de pasar la noche aquí. Por la mañana marchaos. Y no volváis nunca. Yo cazaré a los restantes.

¿Cómo va a cazar esas cosas usted solo? — protestó Miranda, preocupada.

¿Qué le dirá a la policía? — preguntó Rodrigo.

Alberto les dirigió una mirada muy seria antes de responder:

La policía ya sabe sobre los wendigos. Ellos me ayudarán a cazarlos. Pero con la oscuridad no vendrán. Es demasiado incluso para ellos. Los wendigos pueden llegar a ser más rápidos que una bala. Si bien su vista es deficiente, tienen un oído excepcional y pueden utilizar la ecolocalización. Mucho ojo.

Terminadas esas palabras volvió a reinar el silencio nuevamente. El reloj de la pared apenas sí marcaba las dos de la mañana. Faltaban cuatro horas para que despuntara el alba. Un tiempo demasiado extenso a merced de lo que parecían ser los cazadores definitivos. Había máquinas expendedoras con comida y agua, pero no había baño en la sala común. Lejos de molestarse, los chicos agradecieron eso. Eran menos recovecos que vigilar. Tuvieron que hacer sus necesidades en cubos de basura, pero se aguantaron. Solo sería por esa noche y no por muchas horas. O sí, dadas las circunstancias.

Durante la hora siguiente, Alberto no despegó ojo de puertas y ventanas, mirándolas constantemente y apoyado por los cuatro amigos. Carla agarró un palo de billar e igual hicieron sus amigos. Eran todas las armas con las que contaban. El hombre llevaba su lanzallamas, además de un cuchillo y un pequeño revolver, pero nada más. Alberto le cedió el cuchillo a Miranda, que era la única que no llevaba ninguna clase de arma.

Así pasó una hora. Todo en el más absoluto silencio. No se oía nada. Los móviles tenían cobertura, pero no llamaron. Alberto les dijo que no serviría. La policía aparecería al amanecer para ayudarlos y si venía alguien más, lo sentenciarían a muerte. A la segunda hora, escucharon un grito y luego silencio. Y cuando el reloj dio las cinco de la mañana, vieron pasar a un wendigo por el pasillo. Todos se ocultaron en el sofá y trataron de contener la respiración. El wendigo se movía relativamente despacio y a cuatro patas, olisqueando el aire. Se dio la vuelta y miró en dirección al salón. Se acercó. Los chicos tragaron saliva, aterrados y todos pensaron lo mismo: ¿los habría detectado la criatura?

Pero finalmente, el ser se fue por donde había venido y todos respiraron, aliviados.

Y de repente sucedió.

De una de las ventanas, un wendigo la atravesó, asustando a todos, que dieron un respingo. Miles de cristales rotos volaron y acabaron en el suelo. Con unos reflejos impresionantes, Alberto apuntó al wendigo con el lanzallamas y disparó. La criatura chilló, pero pronto fue pasto de las llamas. Entonces otro wendigo (Miranda sosopechaba que el mismo de antes) trató de atravesar la puerta, pero al haber colocado la mesa de billar a modo de barricada, esta solo tembló un poco.

Oyeron más rugidos.

¿Qué ha sido eso? — el miedo apareció en la voz de Rodrigo y nadie pudo culparlo.

Wendigos — dijo Alberto —. Maldita sea, pronto habrá una docena o más de ellos aquí.

Tenemos que huir — dijo Miranda, presa del pánico.

Carla y Rubén miraron por los alrededores, buscando una salida. No encontraron ninguna. Las ventanas estaban en un segundo piso, si saltaban, podían matarse o, como poco, doblarse algún pie, lo que significaría una muerte segura dadas las circustancias. Lo pensaran, como lo pensaran, estaban atrapados entre la espada y la pared.

No había escapatoria. Pronto, aparecieron más wendigos. No fueron una docena, pero Carla los contó: eran, junto con el primero, ocho wendigos. Todos ellos aterradores. Juntos, golpearon nuevamente la puerta y esta cedió. Uno o dos empujones más, y entrarían.

Y entonces, Miranda dio con la clave. Vio una escalera de mano al lado de la puerta. Demasiado cerca. Demasiado peligroso. Pero tal vez, su única oportunidad. Así se lo hizo saber a los demás:

Si usamos esa escalera, podemos bajar por la ventana sin matarnos, es lo bastante grande.

Llegaba casi hasta el techo. No era muy seguro, pero era la única oportunidad. Aunque no estaba convencidos, un empujón más de esas criaturas los terminó de convencer y Alberto dijo:

Cógela, yo los contendré como pueda.

Miranda y Rubén agarraron la escalera, cada uno por un lado justo cuando notaron que la mesa de billar cedía hacia atrás hasta caerse al suelo, formando un gran estruendo. La puerta se entreabrió y oyeron rugidos de jubilo.

¡Rápido! — exclamó Rodrigo.

Con la tensión por las nubes, ambos amigos arrastraron la escalera hasta la ventana rota. Pisaron los cristales, que crujieron y eso llamó la atención de los wendigos. Uno de ellos atravesó la puerta y fue recibido por la calurosa bienvenida del lanzallamas de Alberto. Miranda y Rubén colocaron con cuidado la escalera, que pisó la nieve y entonces apremiaron a los demás para que bajaran. Primero fue Carla, seguida de Rodrigo y Rubén. Soltaron los palos. Y cuando solo quedaba Miranda, estaba tembló de terror. Porque dos wendigos al unísono lograron rebasar la puerta (los que quedaban). Uno fue abolido por el lanzallamas, pero el otro logró agarrar a Alberto, quien gritó de dolor cuando la criatura, de un mordisco, le arrancó la yugular y luego, de un tirón, arrancó violentamente su cabeza, que salió rodando por la sala. El lanzallamas salió despedido a los pies de Miranda. Sin pensarlo, lo asió con firmeza. Era pesado. El wendigo que había asesinado a Alberto se giró hacia ella. La había oído. Su barbilla y su boca goteaban sangre fresca. Una escena espeluznante. El wendigo rugió y se abalanzó sobre Miranda, quien habría muerto de no ser porque activó en el último segundo el lanzallamas, quien dio de lleno a la criatura y acabó en el suelo retorciéndose de dolor. Miranda intentó disparar de nuevo, presa del pánico, pero la munición se había terminado. Tiró el lanzallamas (ya inservible) y bajó por las escaleras.

Cuando llegó con sus amigos, retiraron la escalera, la dejaron caer al suelo y huyeron. El amanecer empezaba a despuntar. Delante de ellos se extendía la carretera. Si seguían a buen ritmo, en menos de una hora llegarían al pueblo de abajo. Quizás ahí pudieran pedir ayuda.

Los demás wendigos los siguieron. Saltaron por la ventana y aterrizaron en el suelo como si nada. Los persiguieron. Los chicos, presa del pánico, apuraron todo lo que pudieron. Nunca habían corrido tan rápido en su vida. Ni siquiera el cansancio los detuvo. La adrenalina y el instinto de supervivencia fue suficiente para mantenerlos corriendo. Sin embargo, las criaturas los rozaban. Uno dio un zarpazo que rasguñó levemente a Carla, quien gritó y corrió todavía más deprisa.

Bajaron por la carretera, que hacía pendiente hacia abajo y además, nacía una curva bastante empinada y peligrosa. El cielo era cada vez más claro, pero hasta que el sol no hubiera salido por completo, los wendigos no se detendrían. Aún les faltaba mucho para estar verdaderamente a salvo.

Miranda no podía quitarse de la cabeza la muerte de Alberto. Había sido sangrienta, rápida, inesperada y cruel. Tragó saliva mientras las lágrimas amenazaban con brotar de sus ojos. Se las aguantó. No era el mejor momento para llorar. Ya lo haría luego. Primero tenían que ponerse a salvo y asegurarse de que nadie más moría.

Así, tras lo que les pareció una eternidad, llegaron al pueblo. Los wendigos aún los seguían. Allí vieron los coches patrulla. Ellos, al ver a los wendigos, sacaron las armas. Las balas inundaron el aire, las cuales sonaron como petardos. Hicieron falta varias balas para matar a un solo wendigo. Los eliminaron a todos, aunque hubo bajas.

Rápidamente, le contaron todo a la policía y, una hora más tarde, cuando ya el cielo quedó alumbrado por la brillante luz del sol, los policías se adentraron en el hotel. Hicieron falta traer a los SWAT para poder eliminar a los wendigos que quedaban, que eran tres. El resto se había marchado. También se aseguraron de que no quedaran más por el pueblo. Tomaron declaración a los cuatro amigos y los dejaron ir.

Pero ninguno de ellos olvidó los horrores vividos ese día. Nunca volvieron a pisar ese lugar. Miranda fue la única que decidió investigar sobre los wendigos. Al mirar noticias pasadas, descubrió que un grupo de excursionistas se perdió en las montañas de Sierra Nevada y jamás regresaron, hacía ya dos años.

Esa era su explicación. Seguramente, no fueron los primeros wendigos, pero si los primeros en atacar aquel hotel. Y ellos habían tenido la mala suerte de estar ahí ese día.

Ya habían transcurrido dos semanas desde el incidente y la masacre del hotel estaba en boca de todos y de la televisión. Una agotada Miranda se acostó en la cama, dispuesta a dormir, pues ya era de noche.

No vio al wendigo asomado a su ventana.