Eran las dos de la mañana cuando un fuerte ruido me despertó. Me incorporé rápidamente, destapé las sábanas y bajé abajo.
Antes de continuar, os haré una breve presentación sobre mí: me llamo Mike y tengo catorce años. Llevo el cabello castaño corto, ojos negros y uso gafas, ya que tengo un poco de astigmatismo. Vivo con mis padres y hermanita pequeña, de ocho años. Me sorprendió que nadie más se percatara de aquel ruido, aunque la verdad es que yo era el único de la familia que tenía el sueño ligero. Ya podía tocar una orquesta, que no iban a levantarse.
Llegué abajo del todo, al salón, y allí había una extraña figura envuelta en una túnica oscura. De repente, hacía mucho frío. El salón estaba adornado con calcetines en la chimenea, un árbol de navidad y algunos regalos. Pero todo tenía un aspecto siniestro. Las ventanas estaban cerradas, pero era como si el frío de la calle se hubiera colado al salón.
Miré a la figura. De esta sobresalían dos cuernos, pero no podía verle el resto de la cara. Me aterré. De pronto fui consciente de que había un desconocido en la casa. Y me miraba. De algún sexto sentido saqué que aquel era el causante de aquel frío. Dí un paso hacia atrás, involuntario. La figura avanzó hacia mí y de repente un segundo ruido sustituyó al primero y una figura algo regordeta vestida de rojo se abalanzó sobre la oscura figura. El ser desapareció.
Me acerqué a la figura de rojo tímidamente. Al principio no la reconocí, pero no pasó más de un momento hasta que supe quien era. Barba blanca, gorro rojo...
— ¿Papá Pitufo?
El hombre se me quedó mirando un instante. Luego contestó:
— ¿Me ves cara azulada chico?
Perplejo, dije:
— Espera... ¿Santa Claus? ¿Eres tú? Venga ya... no puede ser...
— ¿Era más creíble que existiera Papá Pitufo?
Santa estaba entre divertido y cabreado. No hubiera sabido decir cómo exactamente se sentía. Quería creer que lo confundí con un Pitufo porque estaba medio dormido todavía. Y orinándome. Dios, como no se apartase aquel gordo iba a terminar empapándolo. Lo aparté de un empujón y fui al baño. Cuando salí, lo vi sentado en el sofá comiendo leche y galletas.
— Asquerosas, muy blandas ¿donde las habéis comprado? ¿En Ikea? He comido renos más ricos que estas galletas. Y la leche está pasada.
— Para ser Santa, eres muy desagradecido — le espeté.
— Y tu feo y virgen y no te digo nada.
Aquello me enfadó.
— Bueno ¿va a explicarme que era aquella figura?
Santa escupió un sorbo de leche al suelo.
— Si pregunta tu madre, es culpa tuya. Bien, esa figura — dijo mirándome — era Krampus.
— He oído hablar de él. Es algo así como tu parte opuesta. Va secuestrando niños que no creen en las navidades.
— Como tú. Por eso solo tú te has despertado. Iba por ti.
Tras un momento de silencio, Santa dijo:
— Ya me lo agradecerás luego. Ahora me marcho. He de evitar que más niños que no creen en mí sean asesinados mientras envío regalos y no recibo un maldito centavo porque estafo a hacienda.
— ¿Cómo la estafas?
— A ti te lo voy a decir.
Vi como Santa volvía hacia la chimenea.
— Bueno niño, un placer hablar contigo. No abras los regalos solito ¿eh?
— Santa... ¿sabes que existen las puertas, ¿no? Podría abrirte y tal...
— ¿Y romper una tradición? De eso nada, yo soy muy tradicional.
— ¿En todo? — pregunté con doble intención.
— No quieras saber más de la cuenta niño.
Entonces se me ocurrió algo brillante:
— ¡Espera! Te acompaño.
Santa me miró con desconfianza. Me acerqué a él con carita de niño ilusionado y al tenerlo más cerca pude oler el alcohol emanando de su boca.
Un Santa Claus que parece un Pitufo, borracho, que insulta a los niños y se come sus propios renos. Simplemente genial.
Estaba realmente emocionado.
— No.
Me dijo secamente. Iba a irse, escalando por la chimenea cuando le dije:
— Te doy cien pavos.
Santa resbaló hasta el suelo nuevamente, me miró y me tendió la mano.
— Vale.
Si que está necesitado el gordo este.
Mientras Santa hacía ejercicio escalando (y no adelgazaba) yo salí tranquilamente por la puerta. Santa me recogió en su trineo que tenía aparcado... en el patio de mi casa.
Todo el lugar estaba repleto de nieve y hacía mucho frío. Iniciamos el viaje repartiendo regalos y esquivando a Krampus (el cual trataba de atacar a los niños que no creían en navidad) hasta que llegó el amanecer y entregamos los últimos regalos en una casa de campo donde tan solo vivían un padre y sus hijas pequeñas.
Allí nos encontramos a Krampus nuevamente.
— ¡Ya vale Krampus! No puedes llevártelo solo porque no creyera en la navidad. Sabes que ahora sí cree.
Pero Krampus no parecía compartir el mismo pensamiento y nos atacó. No voy a aburriros con detalles de la pelea, más que nada porque solo fue un montón de empujones, golpes y una mordida en el trasero por parte de Santa. Finalmente lo ahuyenté con un mechero y un desodorante que encontré. Un lanzallamas casero y efectivo. Dejamos los regalos y dije:
— Bueno, no ha estado mal ¿eh? hemos salvado la navidad. ¿Santa?
Miré alrededor al ver que no me contestaba. No lo vi por ningún lado. Investigué por la casa, pero se había marchado. Me dejó tirado el maldito gordo. En medio de Rusia.
Para regresar a casa tuve que mendigar y robar lo que pude. Así me pagué un billete de avión de vuelta a casa. El cómo les expliqué a mis padres la ausencia fue diciéndoles que me habían secuestrado y soltado en Rusia. En mi cuarto encontré una nota en mi hucha, que decía que aprovecharía bien los cien "pavos".
Maldito gordo.
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