miércoles, 14 de agosto de 2024

LOS DÍAS MUERTOS 9: Noche de terror

 

Seguimos con la historia de Rebeca.

Habían pasado dos horas desde lo ocurrido. Por puro nervio y, por temor a ser devorada, Rebeca se vio obligada a orinar en un rincón. Lo limpió con unos pañuelos que encontró. Debería haber tenido hambre, pero no le cabía nada en el estómago. Tampoco había comida ahí, aunque sí una botella de agua usada. Por sed, Rebeca bebió, aunque esperaba no enfermar. Tenía la oreja puesta en la puerta, temiendo que la silla se cayese, o que algún infectado entrara.

Aún trataba de asimilar lo que acababa de pasar. Los infectados corrían. Cuando por el día caminaban. Mirando los monitores, vio que volvían a estar en un estado de “tranquilidad”. Caminaban erráticamente, a la espera de algún estímulo.

Rebeca decidió que pasaría la noche en aquella sala. Si intentaba salir, sin duda la matarían. Ahora esas cosas eran mucho más letales que antes. Vio que uno olfateaba el aire. Parecían más espabilados que por el día. Por el interior del aeropuerto, vio como los infectados seguían caminando erráticamente. Todo en la calma de la noche. Rebeca no podía dormir. Sabía que no dormiría aquella noche. Afuera había demasiado peligro como para dormir. Necesitaba permanecer alerta.

En el escritorio no encontró nada. Ningún teléfono, ni comida, ni nada. Si encontró, sin embargo, las llaves de lo que debería ser un coche. Pero a saber cuál. Las cogió de todas formas y permaneció allí, en un rincón, oculta. Mirando fijamente a la puerta.

En un primer momento, se quedó dormida y creyó que un infectado entraba a su escondite y la devoraba. Despertó, agitada, pero solo fue una pesadilla. En los monitores, vio que eran las cuatro de la mañana. Llevaba cinco horas dormida. Bueno, algo había dormido.

Todo seguía estático afuera. Mientras ella no se moviera, no hiciera ruido. Sin embargo, luego de orinar por segunda vez y limpiarlo, las cosas se torcieron. Vio, por el monitor, que la puerta abollada, aquella que daba al pasillo contiguo de la sala donde se encontraba, se abría suavemente. Y la culpable era una mujer infectada, vestida con un vestido negro. Su cabello negro estaba enmarañado y su boca, roja de sangre. Rebeca tragó saliva. De alguna manera, había logrado abrir la puerta y, no solo eso, olfateaba el aire. Rebeca tuvo el presentimiento de que podía oler el miedo. Su miedo.

La mujer siguió caminando lentamente, olfateando el aire. Sus pasos resonaban en el suelo y en la sala de seguridad. Rebeca contuvo la respiración. Entonces, bruscamente, la mujer giró la cabeza hacia la puerta y soltó un gruñido leve. De alguna manera, la había detectado. El cuerpo de Rebeca tembló completamente al tiempo que buscaba desesperadamente un arma. Pero no había nada. No era una película. Estaba indefensa.

Notó como la mano de ella acariciaba el pomo de la puerta. Si giraba el pomo y abría la puerta, estaría muerta.

Sin embargo, Rebeca se dio cuenta de que la infectada no podía abrir la puerta. Gracias a su silla. La silla tembló ligeramente, amenazando con ceder y caerse al suelo. Tras unos intentos más, la mujer desistió y se marchó. Por la cámara, ella vio que hizo eso y se relajó un poco.

Pero su pesadilla no había terminado. Media hora más tarde, cuando ya faltaba poco para el amanecer, la mujer regresó y otro infectado pasó por el pasillo. Un hombre calvo vestido con camiseta y vaqueros. Nuevamente, la olieron y forcejearon la puerta. Y esa vez la silla cedió, cayendo al suelo con un fuerte estruendo.

Por puro instinto, Rebeca echó a correr, empujando a ambos infectados.

Fue entonces cuando echó a correr, presa del pánico, hacia el interior del aeropuerto. Era absurdo, pensó. Ya estaba muerta, hiciera lo que hiciera. Pero el instinto de supervivencia era más poderoso, así que continuó corriendo, tratando de salvarse. Fue entonces cuando la mujer infectada se incorporó y salió corriendo tras ella. Era increíblemente rápida y gruñía. O rugía, mejor dicho. Rebeca abrió la puerta que daba acceso al aeropuerto y la cerró. La mujer se dio de bruces y luego no escuchó nada más. A ningún infectado. Tal vez, habían quedado inconsciente. Fue entonces cuando escuchó gruñidos. Cientos de gruñidos. Rápidamente y, por puro nerviosismo, entró a una tienda de libros cercana. Tras el mostrador, había una pequeña puerta. Al abrirla, se topó con un pequeño despacho, vacío. Cerró la puerta.

Su corazón bombeaba con violencia. Escuchaba rugidos de acá para allá. Gente correr. No sabía si la detectarían. Esa vez, ningún infectado la había visto y estaba algo más apartada que antes. Aun así, colocó otra silla, la única de aquella sala, en el picaporte. En el despacho no había monitores, pero sí un ordenador y, al lado, un destornillador, que agarró para usarlo como arma. Tragó saliva mientras afuera, seguía el caos.

No saldré viva de aquí se lamentó.

No quería morir. Quería regresar con Arturo, su novio. Volver a ver a sus padres. Tenía tantas cosas que hacer antes de morir.

Vio, a su espalda, que el despacho tenía una pequeña ventana por la que podría salir. Y afuera ya apuntaba el alba. Poco a poco, los rugidos cedieron y Rebeca dejó de escuchar gente correr. Lentamente, su estímulo violento desapareció y volvió a colocarlos en calma, transformándolos en infectados que no podían correr.

¿Qué tendrá que ver la noche? Se preguntó.

La ventana estaba demasiado alta para alcanzarla. Quizás con la silla. De todos modos, Rebeca no se atrevió. Por lo poco que veía desde donde estaba, la ventana daba a la pista. Es decir, donde estaban todos los demás infectados. Tenía que buscar otra salida. Y para ello tendría que adentrarse más en el aeropuerto.

Tras varias horas, el estómago de Rebeca rugió de hambre y decidió que era momento de tratar de intentarlo nuevamente. O moría por esas cosas, o de inanición.

Salió con cautela. Abrió lentamente la puerta, que no chirrió, sino que se abrió silenciosamente. La tienda estaba vacía. A lo lejos, veía a un infectado caminar erráticamente, pero eso era todo. Lentamente, empezó a caminar, agarrando con firmeza el destornillador. Según las indicaciones, si seguía caminando, llegaría a la salida. Se detuvo en seco.

Porque delante de ella, lo suficientemente lejos como para que no la detectaran, vio al menos a veinte infectados, niños entre ellos. Todos juntos. Le era imposible pasar sin que la viera.

Fue entonces cuando Rebeca comprendió que aquello era una trampa mortal. Y que tendría que buscar otra manera de salir.

La pista.

Por donde había venido. Era la única manera. Tendría que bordearla. De modo que, silenciosamente, regresó a la librería y, de vuelta al despacho, usó la silla a modo de escalera para atravesar la ventana. Debajo de ella no había mucha altura. Aterrizó en cuclillas. Todo despejado. Ahora solo debía bordear la pista y…

Fue entonces cuando su móvil vibró. Aquello la sobresaltó, ya que no sonaba desde hacía tiempo. ¿Se había restablecido la conexión a internet? Eso parecía, aunque la señal era muy baja. Al mirar, vio, asombrada, los mensajes de Arturo. Fue entonces cuando le contestó, revelando su ubicación.



























viernes, 9 de agosto de 2024

BUS DE MADRUGADA

 

Era la 1 de la madrugada, en algún lugar de España. Rubén, de solamente doce años, subió al autobús que lo llevaría de regreso al orfanato de donde se había escapado. Quizá otro chofer se hubiera preocupado de que un niño estuviera solo a esas horas, tan lejos de casa, pero aquel chofer, un hombre calvo de ojos cansados, ni siquiera giró la vista cuando el niño, de cabello negro y ojos verdes le entregó un euro con quince. Estaba algo lejos del orfanato, pero aquel autobús, a aquella hora lo debería llevar a las puertas de la ciudad, donde luego solo tendría que caminar durante media hora antes de llegar a su destino.

Mientras Rubén se sentaba al fondo del autobús, pegado a la ventana y se fundía con la oscuridad del lugar, reflexionó en las razones que lo llevaron a huir del orfanato donde llevaba viviendo toda su vida.

Lo triste de la situación, no es que sus padres hubieran muerto (eso sería triste, pero no tan triste como la verdadera razón), sino que él había sido abandonado a los dos años allí y no había rastro de ningún familiar suyo vivo. Nadie sabía su auténtico nombre, ni sus apellidos. El orfanato decidió llamarlo Rubén, por llamarlo de alguna manera y le habían puesto de apellido “Nieve”.

No es que lo trataran mal en el orfanato, pero sus ansias de respuesta lo habían llevado a huir del centro. Su impaciencia lo carcomía. Podría haber esperado a los dieciocho, pero él sabía que luego tendría que buscar una universidad, o trabajar de algo. No tendría tiempo para buscar sus origenes.

No obstante, su búsqueda acabó en nada.

Algunas pistas encontradas a lo largo de los años (la manta donde vino envuelto, la marca del chupete que llevaba), lo llevaron a una ciudad cercana y a algunas tiendas. Pero la tienda donde su madre o padre comprase el chupete no sirvió de nada, ya que la dependiente que en su día trabajó allí, se marchó y la tienda que hacía esa manta expiró. No tenía muchas más pistas y Rubén comprendió que, fuese el motivo que fuese el que llevó a ser abandonado, nunca lo averiguaría y tendría que aprender a convivir con eso. Tal vez, pensó mientras observaba el cielo negro y sin estrellas, ya no le importara con el tiempo. O quizá algún día podría descubrir algo más. Trató de consolarse con eso.

Fue entonces cuando, en mitad de la nada, el autobús se detuvo de repente.

Maldita rueda — dijo el chofer, maldiciendo.

Parecía haberse olvidado de él. Abrió las puertas y salió afuera. Rubén notó que, a esas horas, él era el único pasajero en el autobús.

El aire frío y húmedo del mes de noviembre se coló en el interior del vehículo y, a pesar de que Rubén llevaba puesto un pantalón de pana y el abrigo más grueso que tenía, sintió frío. Por suerte para él, se hallaba en la esquina más alejada del autobús y tapado con un gorro, guantes y bufada, por lo que el frío resultaba soportable.

Debido al cansancio acumulado del día, Rubén acabó dormido en el autobús. Se despertó de sopetón al cabo de una hora, cosa que supo porque comprobó su reloj digital, que le regalaron en su cumpleaños. Inquieto, Rubén descubrió que todavía seguían allí atrapados y no había señales del conductor. Se acercó al volante, pero no le vio allí y las puertas en algún momento se habían cerrado. El autobús estaba completamente a oscuras y eso, unido a la oscuridad de la noche, a la desaparición del chofer y de que se encontraba completamente solo, hizo que Rubén sintiera miedo. Le sudaban las manos y le temblaban las piernas ligeramente. Notaba también un nudo en la garganta y le costaba respirar. Inspiró y expiró para calmarse y justo entonces, vio al chofer. Al principio, Rubén se alegró, pero luego, su rostro se tornó en preocupación, cuando vio que el chofer venía corriendo de regreso al autobús.

Le faltaba media oreja y le sangraba, recorriendo una linea roja que iba desde donde antes tuviera el lóbulo hasta el final del cuello. Además, le habían herido en el abdomen, pues se lo sujetaba con una mano. El hombre iba a gritar algo cuando de repente, despareció.

O más bien, “algo” se lo llevó.

No pudo ver más que una sombra, tan oscura como la noche, pero si escuchó el grito de horror y desesperación del chofer. Fue entonces cuando Rubén sintió el verdadero terror.

Ahora temblaba violentamente. Una cosa era segura: tenía que huir cuánto antes.

Sin embargo, ¿qué podía hacer? No tenía idea de conducir, mucho menos un vehículo de tantas dimensiones. Revisó el lugar, por si había alguna manera de contactar por radio, pero no vio nada. Antes de poder seguir investigando, notó como “algo” se subía a lo alto del autobús. Rubén tragó saliva. Sabía perfectamente que “eso” era lo que había matado al conductor. Se asomó a la ventana del conductor. Allí donde había estado el chofer había un charco de sangre fresca. Fuera lo que fuera lo que lo había matado, Rubén tenía clara una cosa: no era humano. Ni animal.

Las pisadas del ser se notaban en el techo, lo hundían. Y de pronto, el techo del autobús se hundió y aquella criatura apareció delante de él, apenas una sombra. La sombra se abalanzó hacia él.

Rubén gritó.

A la mañana siguiente, una mañana nublada y fría, había varios coches patrulla rodeando el autobús. El sheriff observaba con pesar el lugar. El techo del autobús roto y había restos de sangre fuera del autobús. Pero no dentro de él. Cuando Rubén desapareció, el orfanato informó de su desaparición a la policía y sus pesquisas lo habían llevado hasta allí. Sabían que Rubén había comprado un boleto para ese autobús. Pero él ya no se encontraba allí. A juzgar por la sangre seca de la carretera, tenía pinta que algún tipo de animal había matado al chofer y probablemente, a Rubén también.

Se decía que aquel bosque estaba maldito por la noche. No tanto por el día. El sheriff empezaba a creerlo. A fin de cuentas, no era la primera vez que alguien desaparecía allí. Los perros no encontraron nada y ellos tampoco. Como no encontraron nada, decidieron marcharse. Con el tiempo, la gente dejó de internarse en aquel bosque o de pasar siquiera por allí. Pero los incautos seguían yendo y las desapariciones siguieron a la orden del día.

Nunca encontraron a Rubén, ni supieron que era esa sombra. Quizá, lo que más asustaba a la gente fuera, precisamente, eso. Que nadie sabía qué o quien era aquella sombra.

miércoles, 7 de agosto de 2024

GASOLINERA A MEDIANOCHE

 

Claudia, una chica de veinticinco años, suspiró y se miró en el espejo del baño de la gasolinera. Llevaba el pelo recogido en una trenza. Sus ojos eran azules como el mar. Ya llevaba un año trabajando en aquella gasolinera en el turno de noche. La paga era buen para ser dependienta de gasolinera, pero a veces tenía que lidiar con clientes díficiles.

Lo que ella no sabía es que aquella noche sería la más horrible de todas.

Como de costumbre, su turno empezaba a las diez de la noche. Llegaba, se ponía el uniforme, y se preparaba para empezar a trabajar. Salió del baño.

La gasolinera era grande. Solo la tienda tenía cerca de cien metros cuadrados con algunas estanterías llenas de comida y bebida. Se dirigió al mostrador, desde donde podía observar las ventanas y la puerta de cristal, abierta de par en par. Un coche blanco había terminado de repostar y se marchaba. Entraba una ligera brisa por la ventana. Claudia lo agradeció. A fin de cuentas, era pleno verano.

Durante la siguiente hora, Claudia se dedicó a cobrar a dos clientes que pasaron a repostar, repuso las estanterías y limpió un poco la tienda. A las once, decidió sacar la basura. Afuera todo estaba muy oscuro. El contenedor de basura se encontraba en la parte trasera de la tienda, donde Claudia había aparcado su vehículo, un turismo de color verde. Tiró la basura en el contenedor y regresó a la tienda. Fue entonces cuando un vehículo negro aparcó delante de la tienda y de él salió un hombre calvo, vestido completamente de negro. Se dirigió a la tienda, entró y llegó al mostrador.

Una noche muy oscura, ¿verdad? — comentó el hombre con voz amable mientras sacaba del bolsillo derecho una cartera envuelta en piel.

Claudia asintió, tímida. El hombre sacó su tarjeta y procedió al pago de cuarenta euros. Realizado el pago, dijo:

Los trabajadores nocturnos no deberían trabajar solos.

Ella, extrañada, preguntó:

¿A qué se refiere?

Él se encogió de hombros, despreocupado, mientras hacía amago de irse:

Simplemente a que estás aquí sola, expuesta, en una gasolinera, a altas horas de la noche. Yo podría, ya sabe…

Le dedicó una sonrisa tan siniestra que le heló la sangre a Claudia. A ese tipo de cosas se refería con clientes dificiles. ¿Porqué tenía que soltar comentarios así? No ayudaba en nada. Además, había cámaras de seguridad en la tienda y un teléfono de emergencia. Y aunque estaba en mitad de la nada, el pueblo no quedaba demasiado lejos. A diez minutos en coche.

Pero en el fondo sabía que, de ocurrir algo grave, nada de eso la salvaría. No era más que mero farol, una falsa seguridad. ¿De verdad esperaba que si pasaba algo, no vieran las grabaciones hasta la mañana siguiente? ¿O qué, si lograba llamar a emergencias, estos llegarían a tiempo? No quería comprobarlo, tampoco.

No es que yo sea de esos, ¿sabe? — terminó de decir y se marchó.

El corazón de Claudia latía con fuerza. El reloj dio la medianoche.

Optó por entrar en el almacén, y ordenar un poco. Llevaba ya una hora (saliendo de vez en cuando a dar un paseo por alrededor de la gasolinera y verificar si entraba o no un cliente), cuando las luces se apagaron.

Lo que me faltaba.

Ella suspiró, aterrada. Si había algo que la hacía cagarse de miedo era que se fuera la luz, trabajando en un sitio sola, de noche.

Deberían pagarme un plus de peligrosidad. Y ni eso sería suficiente.

Agarró una linterna de un estante cercano y la encendió. Salió a la tienda. Vio que la puerta principal estaba cerrada.

Ella no la había cerrado.

Se acercó a la puerta y comprobó que podía volver a abrirla. Nadie la había dejado encerrada. Vio entonces una mancha en el suelo. Dejó la puerta cerrada y con la linterna, apuntó al suelo, donde vio un charco de sangre fresca. Claudia tragó saliva, cada vez más asustada. ¿Alguien había entrado, estando herido? Podía ser cualquier cosa. ¿Porqué acudiría a una gasolinera en vez de un hospital? Escuchó entonces gemidos en el baño. Tragó saliva y decidió dirigirse hacia allí. Lentamente, sus pasos se encaminaron hacia el baño. Vio que el baño de hombres estaba entre abierto y escuchó una tos. Sin pensarlo, abrió la puerta de par en par. Lo que encontró fue de todo menos aterrador.

Un hombre de mediana edad tosía sangre. Tenía una herida abierta en el abdomen y a juzgar por lo que vio Claudia, tenía pinta de haber sido mordido por alguna clase de animal. El hombre la miró y gimió:

La luz…

Ella, algo aturdida, apartó la luz y se quedó mirando al hombre.

Señor, ¿qué le ha pasado? Llamaré a emergencias.

Salió de la nada…

el hombre hablaba de forma inconexa. A Claudia le costó entender lo que decía:

Iba de camino… casa. Me atacó.

Con cada frase, más tosía el hombre.

Sea lo que sea, ya está a salvo señor. Solo deje que le trate la herida hasta que llegue la ambulancia. Iré a buscar…

Entonces, el hombre la miró muy serio y dijo:

Me perseguía.

Claudia quedó inmóvil. “Me perseguía” había dicho. Por eso acabó en la gasolinera. Fuera lo que fuera lo que le atacó, solo encontró refugio aquí. Y eso significaba…

No tuvo tiempo de seguir pensando, pues el hombre gimió y cayó al suelo.

¿Señor?

Claudia iba a agacharse cuando de repente, el hombre la agarró por la pierna derecha soltando un rugido. Ella se asustó tanto que le propinó una patada en la cara, logrando que la soltara de inmediato. Le rompió la nariz, que sangró abundante, manchando el suelo. Ella salió corriendo dirección al mostrador. Llamaría a emergencias. No obstante, comprobó que, como se había ido la luz, la línea no iba.

Maldito inconveniente trillado.

Se escondió debajo del mostrador justo cuando el hombre salía del baño. No obstante, su comportamiento ya no parecía humano. En su lugar, ahora le habían salido venas oscuras en el cuello y la herida no parecía un inconveniente para moverse que, dicho sea de paso, sus movimientos eran erráticos.

Parece un zombi. Pero es imposible.

A Claudia le encantaban las películas de zombis y de terror y tenía que admitir que alguna noche libre había mirado más de una aunque luego no pudiera dormir del miedo. Y había visto suficientes pelis como para saber que ese tipo se estaba comportando como uno.

No puede ser un zombi. Seguro solo se comporta parecido, nada más. Tendrá la rabia o algo.

El hombre “zombi” caminaba gruñendo por la gasolinera. Debido a la oscuridad, ella no podía verlo. Decidió apagar la linterna para no llamar su atención. El hombre gruñía, buscándola. Tenía que salir de allí. La puerta no estaba cerrada y también podía escapar por la trasera, lo cual, reflexionó Claudia, sería lo más efectivo, pues allí estaba su coche. Solo había un asunto a tratar: si quería huir en su coche, debía abrir la taquilla del almacén, donde había guardado todas sus cosas. El hombre aún estaba en el lado más alejado de la tienda así que Claudia respiró hondo y salió de su escondite. El almacén estaba justo al lado del mostrador. Lo abrió lentamente.

Pero eso fue todo lo que necesitó el hombre, que rugió y corrió hacia ella. Presa del pánico, Claudia entró al almacén y cerró de golpe la puerta, bloqueándola con una silla cercana. Escuchó como el hombre, presa de la furia, golpeaba la puerta y la hacía temblar.

Si sigue así, la romperá pensó ella, temerosa.

Rápidamente abrió la taquilla, de donde sacó una bolsa. No iba a perder el tiempo en cambiarse. Sacó su móvil y las llaves del coche. Dejó todo tal cual y mientras marcaba a emergencias, salió al callejón, donde tenía aparcado su vehículo. Al primer toque, se lo cogieron.

Emergencias, dígame.

Un hombre loco me está queriendo matar — dijo deprisa Claudia.

Señorita por favor, cálmese. ¿Dónde está? ¿Quien la quiere matar?

Claudia ya estaba montada en el coche. Arrancó el motor y justo entonces escuchó un fuerte estruendo. El hombre ya había logrado acceder al almacén.

En la gasolinera de la autopista 14. Un hombre quiere matarme. Yo ya estoy en el vehículo. Me voy a la policía.

Fue entonces cuando la llamada se cortó.

Que extraño pensó ella.

Pero igualmente logró salir de allí con vida, dejando muy atrás al hombre, que salió al callejón momentos después. Sin embargo, cuando llegó a la ciudad, quedó de piedra.

Las calles estaban ardiendo, la gente era devorada viva por otras personas. Algunas personas la vieron y rugieron. Ella tragó saliva y pisó el acelerador. Mirara por donde mirara, era todo un caos. Ahora comprendía que aquel hombre, el que la había perseguido, había sido atacado por uno de ellos. Un zombi. Los zombis eran reales. No sabía si eran muertos vivientes o simplemente gente infectada. Lo que estaba claro es que ahora ningún lugar era seguro.

El apocalipsis zombi había empezado.