Seguimos con la historia de Rebeca.
Habían pasado dos horas desde lo ocurrido. Por puro nervio y, por temor a ser devorada, Rebeca se vio obligada a orinar en un rincón. Lo limpió con unos pañuelos que encontró. Debería haber tenido hambre, pero no le cabía nada en el estómago. Tampoco había comida ahí, aunque sí una botella de agua usada. Por sed, Rebeca bebió, aunque esperaba no enfermar. Tenía la oreja puesta en la puerta, temiendo que la silla se cayese, o que algún infectado entrara.
Aún trataba de asimilar lo que acababa de pasar. Los infectados corrían. Cuando por el día caminaban. Mirando los monitores, vio que volvían a estar en un estado de “tranquilidad”. Caminaban erráticamente, a la espera de algún estímulo.
Rebeca decidió que pasaría la noche en aquella sala. Si intentaba salir, sin duda la matarían. Ahora esas cosas eran mucho más letales que antes. Vio que uno olfateaba el aire. Parecían más espabilados que por el día. Por el interior del aeropuerto, vio como los infectados seguían caminando erráticamente. Todo en la calma de la noche. Rebeca no podía dormir. Sabía que no dormiría aquella noche. Afuera había demasiado peligro como para dormir. Necesitaba permanecer alerta.
En el escritorio no encontró nada. Ningún teléfono, ni comida, ni nada. Si encontró, sin embargo, las llaves de lo que debería ser un coche. Pero a saber cuál. Las cogió de todas formas y permaneció allí, en un rincón, oculta. Mirando fijamente a la puerta.
En un primer momento, se quedó dormida y creyó que un infectado entraba a su escondite y la devoraba. Despertó, agitada, pero solo fue una pesadilla. En los monitores, vio que eran las cuatro de la mañana. Llevaba cinco horas dormida. Bueno, algo había dormido.
Todo seguía estático afuera. Mientras ella no se moviera, no hiciera ruido. Sin embargo, luego de orinar por segunda vez y limpiarlo, las cosas se torcieron. Vio, por el monitor, que la puerta abollada, aquella que daba al pasillo contiguo de la sala donde se encontraba, se abría suavemente. Y la culpable era una mujer infectada, vestida con un vestido negro. Su cabello negro estaba enmarañado y su boca, roja de sangre. Rebeca tragó saliva. De alguna manera, había logrado abrir la puerta y, no solo eso, olfateaba el aire. Rebeca tuvo el presentimiento de que podía oler el miedo. Su miedo.
La mujer siguió caminando lentamente, olfateando el aire. Sus pasos resonaban en el suelo y en la sala de seguridad. Rebeca contuvo la respiración. Entonces, bruscamente, la mujer giró la cabeza hacia la puerta y soltó un gruñido leve. De alguna manera, la había detectado. El cuerpo de Rebeca tembló completamente al tiempo que buscaba desesperadamente un arma. Pero no había nada. No era una película. Estaba indefensa.
Notó como la mano de ella acariciaba el pomo de la puerta. Si giraba el pomo y abría la puerta, estaría muerta.
Sin embargo, Rebeca se dio cuenta de que la infectada no podía abrir la puerta. Gracias a su silla. La silla tembló ligeramente, amenazando con ceder y caerse al suelo. Tras unos intentos más, la mujer desistió y se marchó. Por la cámara, ella vio que hizo eso y se relajó un poco.
Pero su pesadilla no había terminado. Media hora más tarde, cuando ya faltaba poco para el amanecer, la mujer regresó y otro infectado pasó por el pasillo. Un hombre calvo vestido con camiseta y vaqueros. Nuevamente, la olieron y forcejearon la puerta. Y esa vez la silla cedió, cayendo al suelo con un fuerte estruendo.
Por puro instinto, Rebeca echó a correr, empujando a ambos infectados.
Fue entonces cuando echó a correr, presa del pánico, hacia el interior del aeropuerto. Era absurdo, pensó. Ya estaba muerta, hiciera lo que hiciera. Pero el instinto de supervivencia era más poderoso, así que continuó corriendo, tratando de salvarse. Fue entonces cuando la mujer infectada se incorporó y salió corriendo tras ella. Era increíblemente rápida y gruñía. O rugía, mejor dicho. Rebeca abrió la puerta que daba acceso al aeropuerto y la cerró. La mujer se dio de bruces y luego no escuchó nada más. A ningún infectado. Tal vez, habían quedado inconsciente. Fue entonces cuando escuchó gruñidos. Cientos de gruñidos. Rápidamente y, por puro nerviosismo, entró a una tienda de libros cercana. Tras el mostrador, había una pequeña puerta. Al abrirla, se topó con un pequeño despacho, vacío. Cerró la puerta.
Su corazón bombeaba con violencia. Escuchaba rugidos de acá para allá. Gente correr. No sabía si la detectarían. Esa vez, ningún infectado la había visto y estaba algo más apartada que antes. Aun así, colocó otra silla, la única de aquella sala, en el picaporte. En el despacho no había monitores, pero sí un ordenador y, al lado, un destornillador, que agarró para usarlo como arma. Tragó saliva mientras afuera, seguía el caos.
No saldré viva de aquí se lamentó.
No quería morir. Quería regresar con Arturo, su novio. Volver a ver a sus padres. Tenía tantas cosas que hacer antes de morir.
Vio, a su espalda, que el despacho tenía una pequeña ventana por la que podría salir. Y afuera ya apuntaba el alba. Poco a poco, los rugidos cedieron y Rebeca dejó de escuchar gente correr. Lentamente, su estímulo violento desapareció y volvió a colocarlos en calma, transformándolos en infectados que no podían correr.
¿Qué tendrá que ver la noche? Se preguntó.
La ventana estaba demasiado alta para alcanzarla. Quizás con la silla. De todos modos, Rebeca no se atrevió. Por lo poco que veía desde donde estaba, la ventana daba a la pista. Es decir, donde estaban todos los demás infectados. Tenía que buscar otra salida. Y para ello tendría que adentrarse más en el aeropuerto.
Tras varias horas, el estómago de Rebeca rugió de hambre y decidió que era momento de tratar de intentarlo nuevamente. O moría por esas cosas, o de inanición.
Salió con cautela. Abrió lentamente la puerta, que no chirrió, sino que se abrió silenciosamente. La tienda estaba vacía. A lo lejos, veía a un infectado caminar erráticamente, pero eso era todo. Lentamente, empezó a caminar, agarrando con firmeza el destornillador. Según las indicaciones, si seguía caminando, llegaría a la salida. Se detuvo en seco.
Porque delante de ella, lo suficientemente lejos como para que no la detectaran, vio al menos a veinte infectados, niños entre ellos. Todos juntos. Le era imposible pasar sin que la viera.
Fue entonces cuando Rebeca comprendió que aquello era una trampa mortal. Y que tendría que buscar otra manera de salir.
La pista.
Por donde había venido. Era la única manera. Tendría que bordearla. De modo que, silenciosamente, regresó a la librería y, de vuelta al despacho, usó la silla a modo de escalera para atravesar la ventana. Debajo de ella no había mucha altura. Aterrizó en cuclillas. Todo despejado. Ahora solo debía bordear la pista y…
Fue entonces cuando su móvil vibró. Aquello la sobresaltó, ya que no sonaba desde hacía tiempo. ¿Se había restablecido la conexión a internet? Eso parecía, aunque la señal era muy baja. Al mirar, vio, asombrada, los mensajes de Arturo. Fue entonces cuando le contestó, revelando su ubicación.