Era la 1 de la madrugada, en algún lugar de España. Rubén, de solamente doce años, subió al autobús que lo llevaría de regreso al orfanato de donde se había escapado. Quizá otro chofer se hubiera preocupado de que un niño estuviera solo a esas horas, tan lejos de casa, pero aquel chofer, un hombre calvo de ojos cansados, ni siquiera giró la vista cuando el niño, de cabello negro y ojos verdes le entregó un euro con quince. Estaba algo lejos del orfanato, pero aquel autobús, a aquella hora lo debería llevar a las puertas de la ciudad, donde luego solo tendría que caminar durante media hora antes de llegar a su destino.
Mientras Rubén se sentaba al fondo del autobús, pegado a la ventana y se fundía con la oscuridad del lugar, reflexionó en las razones que lo llevaron a huir del orfanato donde llevaba viviendo toda su vida.
Lo triste de la situación, no es que sus padres hubieran muerto (eso sería triste, pero no tan triste como la verdadera razón), sino que él había sido abandonado a los dos años allí y no había rastro de ningún familiar suyo vivo. Nadie sabía su auténtico nombre, ni sus apellidos. El orfanato decidió llamarlo Rubén, por llamarlo de alguna manera y le habían puesto de apellido “Nieve”.
No es que lo trataran mal en el orfanato, pero sus ansias de respuesta lo habían llevado a huir del centro. Su impaciencia lo carcomía. Podría haber esperado a los dieciocho, pero él sabía que luego tendría que buscar una universidad, o trabajar de algo. No tendría tiempo para buscar sus origenes.
No obstante, su búsqueda acabó en nada.
Algunas pistas encontradas a lo largo de los años (la manta donde vino envuelto, la marca del chupete que llevaba), lo llevaron a una ciudad cercana y a algunas tiendas. Pero la tienda donde su madre o padre comprase el chupete no sirvió de nada, ya que la dependiente que en su día trabajó allí, se marchó y la tienda que hacía esa manta expiró. No tenía muchas más pistas y Rubén comprendió que, fuese el motivo que fuese el que llevó a ser abandonado, nunca lo averiguaría y tendría que aprender a convivir con eso. Tal vez, pensó mientras observaba el cielo negro y sin estrellas, ya no le importara con el tiempo. O quizá algún día podría descubrir algo más. Trató de consolarse con eso.
Fue entonces cuando, en mitad de la nada, el autobús se detuvo de repente.
— Maldita rueda — dijo el chofer, maldiciendo.
Parecía haberse olvidado de él. Abrió las puertas y salió afuera. Rubén notó que, a esas horas, él era el único pasajero en el autobús.
El aire frío y húmedo del mes de noviembre se coló en el interior del vehículo y, a pesar de que Rubén llevaba puesto un pantalón de pana y el abrigo más grueso que tenía, sintió frío. Por suerte para él, se hallaba en la esquina más alejada del autobús y tapado con un gorro, guantes y bufada, por lo que el frío resultaba soportable.
Debido al cansancio acumulado del día, Rubén acabó dormido en el autobús. Se despertó de sopetón al cabo de una hora, cosa que supo porque comprobó su reloj digital, que le regalaron en su cumpleaños. Inquieto, Rubén descubrió que todavía seguían allí atrapados y no había señales del conductor. Se acercó al volante, pero no le vio allí y las puertas en algún momento se habían cerrado. El autobús estaba completamente a oscuras y eso, unido a la oscuridad de la noche, a la desaparición del chofer y de que se encontraba completamente solo, hizo que Rubén sintiera miedo. Le sudaban las manos y le temblaban las piernas ligeramente. Notaba también un nudo en la garganta y le costaba respirar. Inspiró y expiró para calmarse y justo entonces, vio al chofer. Al principio, Rubén se alegró, pero luego, su rostro se tornó en preocupación, cuando vio que el chofer venía corriendo de regreso al autobús.
Le faltaba media oreja y le sangraba, recorriendo una linea roja que iba desde donde antes tuviera el lóbulo hasta el final del cuello. Además, le habían herido en el abdomen, pues se lo sujetaba con una mano. El hombre iba a gritar algo cuando de repente, despareció.
O más bien, “algo” se lo llevó.
No pudo ver más que una sombra, tan oscura como la noche, pero si escuchó el grito de horror y desesperación del chofer. Fue entonces cuando Rubén sintió el verdadero terror.
Ahora temblaba violentamente. Una cosa era segura: tenía que huir cuánto antes.
Sin embargo, ¿qué podía hacer? No tenía idea de conducir, mucho menos un vehículo de tantas dimensiones. Revisó el lugar, por si había alguna manera de contactar por radio, pero no vio nada. Antes de poder seguir investigando, notó como “algo” se subía a lo alto del autobús. Rubén tragó saliva. Sabía perfectamente que “eso” era lo que había matado al conductor. Se asomó a la ventana del conductor. Allí donde había estado el chofer había un charco de sangre fresca. Fuera lo que fuera lo que lo había matado, Rubén tenía clara una cosa: no era humano. Ni animal.
Las pisadas del ser se notaban en el techo, lo hundían. Y de pronto, el techo del autobús se hundió y aquella criatura apareció delante de él, apenas una sombra. La sombra se abalanzó hacia él.
Rubén gritó.
A la mañana siguiente, una mañana nublada y fría, había varios coches patrulla rodeando el autobús. El sheriff observaba con pesar el lugar. El techo del autobús roto y había restos de sangre fuera del autobús. Pero no dentro de él. Cuando Rubén desapareció, el orfanato informó de su desaparición a la policía y sus pesquisas lo habían llevado hasta allí. Sabían que Rubén había comprado un boleto para ese autobús. Pero él ya no se encontraba allí. A juzgar por la sangre seca de la carretera, tenía pinta que algún tipo de animal había matado al chofer y probablemente, a Rubén también.
Se decía que aquel bosque estaba maldito por la noche. No tanto por el día. El sheriff empezaba a creerlo. A fin de cuentas, no era la primera vez que alguien desaparecía allí. Los perros no encontraron nada y ellos tampoco. Como no encontraron nada, decidieron marcharse. Con el tiempo, la gente dejó de internarse en aquel bosque o de pasar siquiera por allí. Pero los incautos seguían yendo y las desapariciones siguieron a la orden del día.
Nunca encontraron a Rubén, ni supieron que era esa sombra. Quizá, lo que más asustaba a la gente fuera, precisamente, eso. Que nadie sabía qué o quien era aquella sombra.
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