Rebeca se miró en el espejo del baño. Llevaba el cabello rubio a la altura de los hombros y eso que se lo había cortado recientemente. Sus ojos castaños observaron su nariz ligeramente picuda y sus pocas pecas, las cuales odiaba, pero que su novio Arturo encontraba agradable. Solo eso la hacía sentirse algo mejor consigo misma.
No era una chica bajita precisamente. Medía 1,65 centímetros. Llevaba por toda vestimenta unos vaqueros, deportivas de color gris y una camiseta roja de manga corta. Era pleno julio y hacía bastante calor. Suspiró. No se hallaba en casa. Estaba en el cuarto de baño de un aeropuerto. Su vuelo salía en media hora y ya estaban avisando por megafonía. Había viajado desde Sevilla para Madrid para ver a sus abuelos y ahora cogía el vuelo de regreso. Aunque a Arturo le encantaban, a ella no le hacía mucha gracia los aviones. Ni nada que tuviera que tener con las alturas. Más que terror, era respeto. Por eso podía montarse en un avión a pesar de no hacerle mucha gracia.
Salió del cuarto de baño y se encaminó hacia la cola de embarque. Allí, sacó los billetes y el DNI, los mostró y entró al avión. Una vez recorrido el correspondiente pasillo, se encontró con un avión repleto de gente. Metían maletas por arriba, otros se sentaban y en definitiva había un poco de desorden. Por suerte, las azafatas estaban allí ayudando en lo que podían. Rebeca se sentó en su asiento, situado al lado del pasillo y respiró honda. No llevaba más que una pequeña mochila con un libro. Nada más. El resto de equipaje estaba facturado.
Todo fue tranquilo durante el vuelo. Al menos, durante la primera hora. Luego empezaron los problemas.
Escuchó un grito. Ese fue el detonante. Al darse la vuelta, sobresaltada (su libro, uno de género fantástico, cayó al suelo del susto), vio como un hombre de pelo corto negro vestido con vaqueros y camisa manchada de sangre reseca mordía el cuello de una anciana.
¡Suéltala cabrón! — dijo el que debía ser su hijo, un hombre calvo de unos cuarenta años, delgado.
Pero el hombre rugió y procedió a morderle la cara al tipo. Aquello horrorizó a Rebeca, quien se incorporó de su asiento junto con otras personas. Al igual que ella, otros tantos se echaron para atrás, asustados y horrorizados por lo que estaba viendo. Pero eso no era todo. El tipo no solo estaba agrediendo a dos personas. Además, había soltado un rugido que Rebeca catalogaría como de bestia.
Todo el cuerpo de Rebeca temblaba violentamente. Sus manos, sus brazos. Sus piernas parecían gelatina. Vio a las azafatas pasar al lado suyo. La empujaron un poco para poder pasar. En otras circunstancias, eso habría molestado a Rebeca. Pero en ese momento le daba igual. Estaba en shock. Estaba presenciando dos agresiones y estaba viendo sangre brotar de las víctimas. La anciana fue rápidamente socorrida por dos pasajeros, que la llevaron a un lado mientras ella gritaba preocupada:
¡Mi hijo!
Su hijo le dio una patada al agresor, enviándolo lejos, donde los demás pasajeros empezaron a propinarle patadas y puñetazos. Fue entonces cuando escuchó la voz del comandante decir:
¡BASTA YA! ¡No quiero más violencia en mi avión!
¿Qué hacemos con este cabronazo?
Estaba diciendo uno cuando el agresor mordió su pierna. Rebeca se fijó en que el agresor parecía fuera de sí. Sus ojos no tenían iris y su rostro y boca estaban cubiertos de sangre.
El hombre lo insultó y le propinó una patada en la boca, haciéndole saltar los dientes. Un azafato y una azafata agarraron al agresor por los brazos y lo arrastraron hasta el cuarto de baño más cercano, donde lo encerraron y bloquearon la puerta.
Los siguientes veinte minutos fueron insufribles para Rebeca. El ambiente estaba muy tenso. Las azafatas e incluso el comandante, ordenaron duramente que se sentaran y se prohibió expresamente levantarse salvo para ir al servicio. Pero esto último incluso se negó un par de veces, porque las azafatas no se fiaban del comportamiento de los pasajeros. El miedo era palpable. Además, los constantes golpes y gemidos del agresor no ayudaban. Fue entonces cuando, veinte minutos después, las azafatas descubrieron que el pasajero agresivo no tenía número de asiento asignado. Había saltado directamente de la bodega y había empezado a morder a la gente.
Era un polizón.
Avisaremos a las autoridades cuando aterricemos — prometió una azafata.
Eso pareció tranquilizar un poco los humos. El resto del viaje transcurrió tensa, pero sin percances. Por más golpes que diera el agresor, no podía salir. Aunque eso no tranquilizaba a Rebeca que miraba nerviosamente hacia el cuarto de baño. Movía las piernas incontrolablemente y parpadeaba. Incluso le temblaba el ojo izquierdo. Pidió agua a la azafata y ella le la concedió amablemente. También dijo (por orden del comandante), que estaban invitados a las bebidas no alcohólicas (Rebeca suponía que para no crear más problemas y calmar el ambiente). Aquello mejoró la situación y la tensión disminuyó. Pronto todos bebían diversos refrescos, aunque Rebeca solo bebió su agua. Luego fue al servicio y, más tranquila, esperó a que el avión aterrizara.
Fue entonces cuando todo se descontroló. El avión, cuando aterrizó, tuvo varias turbulencias. Al mirar por la ventana, Rebeca comprobó horrorizada que estaba chocando con muchas personas. Al ir rápido, no distinguió turistas de trabajadores, pero una cosa estaba clara: decenas de personas estaban muriendo y el cristal de la ventana pronto se dibujó de rojo, impidiendo a Rebeca seguir mirando. Ella chilló, presa del pánico y no fue la única. Vio a una mujer que no chillaba. Estaba muda de la impresión. La mujer herida y su hijo (que ya habían recibido atención médica) se habían desmayado.
Mantengan la calma, no se levanten…
Estaba diciendo el comandante, pero la voz se cortó de repente y solo se escuchó estática. Como era de esperar, muchos no le obedecieron y se incorporaron, presa del pánico. Algunos golpearon las ventanas, otros empezaron a empujarse, otros golpearon a las azafatas. Fue entonces cuando el avión chocó contra algo (seguramente, el propio aeropuerto). Todos los que estaban de pie cayeron al suelo. Una maleta cayó. Ella hizo ademán de recogerla cuando esta impactó sobre su cabeza. Perdió el sentido, pero antes de hacerlo, pudo ver como de su cabeza goteaba bastante sangre, que ensució sus piernas y acabó en el suelo.
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