Era viernes y Arturo se levantó como todas las mañanas. Eran las once. Arturo sonrió. Era agradable poder acostarse a la hora que quisiera y levantarse cuando lo requería su cuerpo. Aunque sabía que eso solo duraría un par de meses más, hasta que comenzaran las clases de nuevo.
Arturo se incorporó. Llevaba por pijama una camiseta blanca y pantalón azul. Fue al baño a orinar y luego se miró fijamente al espejo. Su cabello era pelirrojo y puntiagudo. Sus ojos, verdes. Era alto, alrededor de 1,75 y su rostro era ligeramente ovalado. Sus labios, finos y sus orejas redondas. Tras desayunar unas galletas y zumo, decidió mirar el teléfono. Se encontró con que el wifi no iba, aunque sí tenía datos. Les habría preguntado a sus padres, pero se encontraban fuera por trabajo. Aunque Arturo tenía diecisiete años, sabía manejarse bien él solo.
Fue entonces cuando en Twitter, vio que había dos trending toppic inusuales: “Apocalipsis Zombi” y “Sin tecnología”.
Al entrar al primero, vio a mucha gente estúpida diciendo que había llegado el apocalipsis zombi y todos iban a morir.
Que exagerada es la gente se mofó Arturo. Era cierto, sin embargo, que hacía meses que varias personas se comportaban como tales. Por lo visto, algún extraño virus los hacía comportarse como tal. Arturo había leído las noticias. Hacía solo dos días, un par de ancianos habían asesinado a su hijo a mordiscos y arañazos. Y hacía un mes, una mujer estaba devorando a un adolescente en medio de la calzada. Y así con varias noticias más. Casos aislados y perfectamente controlados.
Pero ¿y si se les había ido de las manos? Inquieto, Arturo decidió llamar a sus padres. No le cogieron el teléfono. Fue entonces cuando decidió llamar a Rebeca. Pero tampoco se lo cogió. Empezó a asustarse. ¿Habría pasado algo de verdad?
Arturo vivía en un bloque de pisos, de modo que podría preguntar afuera qué sucedía. Decidió que así lo haría. Pero antes, miró el otro hastag, el de “sin tecnología”. Por lo visto, si bien no de golpe, se estaban empezando a perder las conexiones wifi lentamente y algunos lugares se estaban quedando sin luz. En otros había cortes de luz temporales. Una locura.
Puede que si sea el apocalipsis al final.
Pero la única forma de averiguarlo era saliendo afuera.
Así pues, decidió ponerse una camiseta roja, vaqueros y deportivas. Además, agarró un bate de béisbol. A Arturo le encantaba el béisbol. Eso, y la música. Muchas veces, tocaba la flauta y el piano. Era su hobby favorito. Sin embargo, el año siguiente entraría a estudiar un módulo de Informática, ya que no se sentía lo bastante confiado para ganarse la vida con eso, a pesar de que sus padres y amigos lo animaban a intentarlo.
Eres muy joven — le había dicho su padre — no dejes de perseguir tus sueños o lo lamentarás.
Está bien que tengas un plan B — había añadido su madre —. Pero no dejes de lado tus sueños.
Si todo iba bien, después del verano Arturo trataría de entrar en algún conservatorio y esperaba poder alternarlo con sus estudios.
En cuanto Arturo abrió la puerta, se encontró con un pasillo totalmente silencioso. Aquello no era novedad. Así estaba normalmente. Vacío, silencioso y varias puertas que daban a las otras viviendas. Sin embargo, una estaba entreabierta y le hacían señas para que entrara. Al fijarse mejor, Arturo se percató de que aquella vecina era una conocida de su madre. Una mujer mayor, anciana, llamada Marga.
Arturo se acercó con calma.
Marga ¿qué tal? — preguntó con amabilidad.
Ella le hizo señas para que se callara y le invitó a pasar a su apartamento.
No hagas ruido — le susurró.
Intrigado, Arturo hizo lo que le pedía. Su tono era de temor. Algo no iba bien. Arturo entró en el apartamento y cerró suavemente la puerta.
La anciana lo llevó a la sala de estar, una habitación con una mesa de madera rectangular en medio y rodeada de estanterías llenas de libros y enciclopedias. Un pequeño televisor estaba situado en una esquina. Marga le sirvió un zumo y le invitó a sentarse. Una vez hecho, ella dijo:
¿Te has enterado no?
¿Del apocalipsis? Si. Pero no creo que sea para tanto ¿verdad?
La mirada seria de Marga lo convenció de que la situación era peor de lo que se pensaba.
No puede haberse descontrolado todo de repente. Eso solo pasa en películas.
No lo ha hecho de repente — respondió tranquilamente Marga —. Pero no se ha prestado la suficiente atención y ha terminado por descontrolarse. Ahora pagamos las consecuencias. Ven, asomémonos por la ventana.
Arturo hizo lo que le decía y se levantó de la silla. Se acercó a la ventana.
No descorras la cortina — le aconsejó Marga —. Solo retírala un par de dedos. Lo justo para ver.
Lo hizo. Y lo que vio lo dejó helado.
Abajo, en la calle, había al menos cinco personas que caminaban de forma errática. Arturo no era muy fan del genero zombi, pero había visto alguna que otra película y fotos. Y tenía que admitir que el aspecto de esas personas era muy similar. Se movían torpemente. Arturo incluso se sorprendió de que no resbalaran en ningún momento. Sus ojos no podía verlos bien, pero tenían venas oscuras y dientes podridos y la boca llena de sangre reseca. La ropa también estaba manchada de sangre y uno de ellos tenía la camisa hecha jirones. Arturo tragó saliva y se alejó de la cortina, temblando.
Algunos dicen que son rápidos — dijo Marga, triste —. Otros, que son lentos. Yo de ti tendría cuidado y no saldría de casa hasta que las autoridades resuelvan el asunto.
Arturo asintió. Se despidió de Marga, le pidió que tuviera cuidado y regresó a su apartamento. Necesitaba pensar. Soltó el bate en la cama de su cuarto.
Pasó al menos una hora encerrado en su cuarto, reflexivo. Revisó el frigorífico. Tenía comida para unos tres días. Tendría que salir pronto. Recordó entonces a Rebeca. Su chica. Ella cogía ese día un vuelo. Según su reloj, debería haber llegado de Madrid hacía un cuarto de hora. ¿Estaría bien? decidió llamarla nuevamente. Pero nada. Fue entonces cuando se decidió. No podía quedarse de brazos cruzados. ¿Y si esas cosas la tenían acorralada? La rescataría. Sabía que aquello era el mundo real, no una película. Pero quedarse sentado era peor. Así que, agarrando otra vez el bate, decidió salir. No obstante, esa vez agarró una mochila roja y en ella metió dos botellas pequeñas de agua, un par de bocadillos y pañuelos. Si necesitaba más comida, la recogería de algún supermercado. Pero ahora necesitaba ir cuanto más ligero, mejor. Hecho eso, salió de casa, cerró con llave y pasó por delante de la casa de Marga. No escuchó nada. Se encogió de hombros y siguió adelante.
Atravesó el pasillo. Todo estaba en calma. Una extraña calma.
Llegó hasta el ascensor. Fue a pulsarlo, pero una imagen se le vino a la mente: ¿y si uno de esos tipos estaba adentro? El espacio del ascensor era pequeño y si lo atacaban, no podría defenderse. De modo que optó por las escaleras. Vivía en una cuarta planta, de un total de diez, así que tardaría unos minutos en bajar. Pero lo hizo igualmente. Bajó despacio, mirando hacia atrás y hacia adelante y escuchando atentamente todo a su alrededor.
Bajó al tercer piso. Todo el pasillo estaba tranquilo. Como el suyo. Pero había algo más. Algo inquietante. ¿Habría algún vecino con vida dentro? Seguramente sí, pero todos estaban asustados dentro de sus casas. Otros estarían fuera y otros, muertos o convertidos. En cualquier caso, Arturo no tenía intención llamar a ninguna puerta y optó por bajar a la segunda planta. Se notaba que estaba al inicio del brote. La infección debía ser más alta en otras zonas, porque allí los pasillos estaban tranquilos. Pero todo cambió cuando bajó al primer pasillo. uno más, y llegaría a la planta baja, donde estaba la salida.
Allí, de espaldas a él, caminaba de forma errática una persona. No podría asegurar si estaba infectado, pero diría que sí. Se movía como esas cosas. Tenía el cabello blanco y sangre fresca goteaba de su barbilla. Hacía poco que se había alimentado. Era un milagro que no lo hubiera escuchado. Arturo tragó saliva. Miró un momento arriba. Apenas un vistazo. Como nadie lo seguía, decidió bajar los escalones que le faltaban. Como un resorte, el agresor se dio la vuelta. Al verlo, Arturo confirmó que era un Agresor. Sus dientes estaban podridos y sus ojos inyectados en sangre. Rugió y caminó hacia Arturo. Este, presa del pánico, comenzó a correr.
Llegó al vestíbulo, un pasillo pequeño. Corrió hacia la puerta, la abrió y cerró. Ya estaba en la calle. Los infectados de antes ya se habían marchado, siguiendo su camino al no haber ningún estímulo y Arturo se detuvo a respirar un momento. El corazón le latía a mil. Así que había infectados en su edificio. Y Marga estaba adentro. Con el teléfono, probó a llamarla. No cogió el teléfono. Tragó saliva. No se atrevía a volver para advertirla y de todos modos, vio que el Agresor se acercaba lentamente a la puerta, aun gimiendo. Se dio cuenta entonces, de que los Agresores se movían con lentitud. Eso, reflexionó, era algo bueno. Le permitiría escapar más fácilmente.
Prosiguió su camino.
Las calles estaban demasiado tranquilas. De una forma que Arturo solo podía calificar como inquietante. No se veía a nadie. Vio a una persona caminar inquieta a lo lejos. Sus pasos eran normales, así que no era un infectado. Se metió en una casa. Arturo pasó por delante y siguió su camino, hasta que cruzó una calle.
Y se topó con al menos una veintena de Agresores. Estos lo vieron enseguida, rugieron y caminaron hacia él. A pesar de caminar, sus pasos eran rápidos.
¡Ostias!
No pudo evitar decirlo. Se puso a correr. Pronto dejó a los Agresores atrás, pero sabía que no podría huir eternamente. Cruzó otra calle y nuevamente tuvo que volver sobre sus pasos y meterse en otra calle. Había al menos diez Agresores en aquella. Parecían estar concentrados en un lugar o eso le pareció a Arturo. Fue entonces cuando vio un instituto. No sabía si dentro habría Agresores o no, pero tanto por delante como por detrás, los infectados se acercaban peligrosamente. No tenía más opción. Caminaban bastante deprisa y, sino entraba en el instituto ya, lo alcanzarían.
Así que eso fue lo que hizo.
Atravesó el patio, el cual era de cemento y se adentró en el edificio, cerrando las puertas de cristal. Acto seguido, se encaró ante el pasillo que tenía ante sí.
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