miércoles, 19 de junio de 2024

LOS DÍAS MUERTOS 7: Rescate

 

Arturo y Javier lograron adquirir un coche abandonado en una calle cercana. Vieron que tenía el deposito a la mitad, hicieron un puente y condujeron, con Javier al volante, hacia el aeropuerto.

Pero llegar no sería sencillo. Necesitaban un plan, y eso discutieron durante todo el trayecto.

  • La cosa es infiltrarse — decía Arturo.

  • Primero habrá que observar el lugar — replicó Javier —. Ver cuántas de esas cosas hay.

  • Es un aeropuerto. Estará plagado.

Aquello dejó pensativo a Javier. Arturo esperaba que no cambiara de opinión y diera la vuelta. Estaban cerca. Cada segundo que pasaba, podía significar que Rebeca estaba muerta. Como si le hubiera leído el pensamiento, Javier preguntó:

  • ¿Qué harás si llegas y ella está…?

  • Espero que no lo esté — le interrumpió Arturo.

No quería pensar en ello. Le resultaba demasiado doloroso.

El viaje en carretera transcurrió tranquilo. Sin embargo, tuvieron que dar un rodeo más de una vez, porque muchas carreteras estaban cortadas por tráfico de coches. Habría al menos veinte o más entre los que se incluían camiones. En una de esas carreteras cortadas se encontraron con un grupo numeroso de infectados. Gracias al coche, pudieron huir deprisa. Sin embargo, Javier miró la gasolina y dijo:

  • Hay que parar un momento a repostar.

  • ¿No podemos hacerlo luego? — para Arturo, cualquier contratiempo no le hacía ni pizca de gracia.

Javier lo miró a los ojos. Arturo sabía que cuando él se ponía así, es que iba en serio.

  • Si ocurre un contratiempo y no tenemos gasolina, el rescate no servirá para nada.

  • De acuerdo — cedió Arturo de mala gana.

Pararon en una gasolinera de autoservicio. Si hubo un trabajador allí, hacía tiempo que se había marchado y tampoco había infectados. Ah, pero el aeropuerto si los tendría. Eso estaba claro.

Repostaron sin complicaciones, pero entonces, Arturo escuchó golpes en la puerta del servicio y gruñidos.

Infectado pensó Arturo.

Rápidamente, cogió dos botellas de agua grande y algunos bocadillos y ensaladas, que guardó en una bolsa y salió pitando de ahí. Le contó todo a Javier.

  • Tranquilo, acabo de repostar. Vámonos.

Retomaron el viaje. Cuando ya veían el aeropuerto a lo lejos, se detuvieron. El edifico desde allí parecía lejos. Estaban detenidos en medio de la carretera. No tenía prismáticos ni nada, así que miraron simplemente. Desde ahí, no parecía haber infectados. Pero los había.

Se acercaron un poco más y se detuvieron a la entrada del parking. Allí vieron mejor.

La entrada estaba colapsada por coches. Muchos habían tenido accidentes y se encontraban con las lunas rotas. Otros coches tenían las ventanas rotas o las puertas abolladas y los airbags activados. Había sangre tanto seca como fresca y por allí pululaban muchos infectados. Hombres, niños, mujeres… de todo. Caminaban erráticamente y con calma. Al menos, hasta que un estímulo los hiciera agresivos. Por eso el nombre de Agresores.

  • Estamos lo bastante lejos como para ser detectados — dijo Javier. Se le notaba el miedo en la voz. Siguió diciendo: — Si nos acercamos más, nos detectarán.

  • Tiene que haber alguna puerta pequeña. Algún sitio donde entrar discretamente.

  • Pues si no lo conoces tú…

Arturo quedó pensativo. No conocía ninguna, pero tenía que verse. Pidió a Javier que saliera y diera una vuelta por fuera al aeropuerto. Aquello pareció relajar un poco a su amigo. Tras dar la vuelta, Arturo trató de fijarse bien, pero sin prismáticos, era difícil. No obstante, usó el teléfono para hacer zoom, y creyó vislumbrar, en la parte trasera del aeropuerto, una pequeña puerta. Pidió a Javier que se acercaran. Para más precaución, dejaron el coche a las afueras. El ruido del motor podría atraer a los infectados. A pie, el aeropuerto propiamente dicho quedaba a unos diez minutos. Dejaron el vehículo estacionado a un lado de la calzada. Esperaban que nadie se llevara el coche. A unas muy malas, tendrían que coger uno del aeropuerto.

Al acercarse más, vieron que había algunos Agresores dando vueltas por ahí. Eran muchos menos que en la entrada principal, pues era donde todos habían intentado huir. Sin embargo, Arturo contó al menos a diez, aunque estaban dispersos. Por toda arma tenían un bate de béisbol, un cuchillo de cocina y nada más, ya que Yukiko no les había dado su arma. De todas formas, a Arturo no le importó. Un arma de fuego era complicada de manejar y, además, haría un ruido tremendo. Quizás como un petardo.

  • Nos verán — le avisó Arturo a su amigo.

  • No me hace ni pizca de gracia, pero sé también que nada te detendrá. Además, creo que es nuestra mejor opción.

Agradecido con su amigo por su inestimable apoyo, urdieron un torpe plan: ir corriendo y golpear al que se metiera en su camino. Sin gritos ni nada, en silencio. Y así lo hicieron.

Primero caminaron y luego, cuando ya se veía claramente la puerta y el cartel que rezaba “Solo personal autorizado”, echaron a correr.

Pronto los vieron los infectados y estos gritaron. Uno que estaba demasiado cerca de Javier se llevó una patada de este que lo tumbó al suelo. Rápidamente, Javier le atravesó el cerebro con el cuchillo. Este se hundió en su cráneo, salpicando su mano de sangre y ensuciando la hoja. La retiró rápidamente y siguió corriendo. Arturo dio un batazo a otro infectado. Una mujer de cabello negro que aparentaba tener unos cuarenta años cuando tenía vida. Sin embargo, Arturo no se detuvo a rematarla y siguió corriendo. Ambos llegaron a la puerta y la abrieron.

Todo él estaba tenso. Dentro podría haber perfectamente una jauría. Si así resultaba ser, tendrían que irse o morir. Pero dieron con un pasillo totalmente vacío. Javier y él entraron y cerraron la puerta.

  • La traspasaran.

El pomo era redondo, color negro, de modo que no se podía atrancar. Así que Arturo dijo:

  • Vamos rápido pues. Alejémonos cuanto podamos. Quizás luego podamos volver por aquí, si está despejado para entonces.

Javier tenía dudas sobre eso, pero siguieron adelante.

Ya no corrían, sino que caminaban deprisa. Detrás de ellos, se escuchaba los gemidos de los infectados y sus golpes aporreando la puerta. Al caminar y no correr, eran más fáciles de esquivar, por fortuna.

El pasillo era totalmente lineal, sin puertas de ningún tipo, pero corto. Pronto llegaron a la siguiente puerta y Arturo abrió con cuidado mientras Javier vigilaba la puerta por la que habían venido. La abrió un poco y miró. Daba al propio aeropuerto. Desde la perspectiva de Arturo, podía ver algunas tiendas enfrente y ventanales. Y esos ventanales mostraban la pista. Había un avión allí que se había estrellado.

Y un hervidero de infectados. De hecho, casi no se veía la pista. Solo se veían Agresores. Y dentro del propio aeropuerto había también algunos. Dispersos también. Probablemente, habría muchos más.

  • Arturo ¿podemos pasar? — la voz de Javier era puro nerviosismo.

Arturo empezó a pensar si su plan no fracasaría. Había muchos, demasiados. Más de los que él mismo habría creído posible. Y ellos eran solo dos. Haría falta un ejército para entrar allí.

Un ejército.

Fue entonces cuando Arturo cayó en la cuenta. Uno de los hastags que había leído en Twitter el día anterior, fue sobre el ejército. Todavía no habían caído los países. Simplemente, estaban en guerra. Y el ejército se encontraba luchando contra ellos, igual que la policía. Pero al ser tan repentino, el factor sorpresa causó que las primeras horas los infectados ganaran la batalla. Pero la guerra seguía. Por eso había zonas muy tranquilas.

  • Hay algunos infectados, pero creo que podemos pasar.

  • ¿Sabes siquiera dónde buscar?

  • Si yo fuera Rebeca me escondería en algún baño o sala donde no pudiera ir nadie que no estuviera autorizado.

  • Puede que ni siquiera esté ya aquí.

  • Recorreré todo el aeropuerto si hace falta.

  • Tú… Joder.

  • Venga, vamos.

No había tiempo para discutir. No era el momento. La puerta por la que habían entrado siguió sonando, golpeada por los infectados.

Una vez entraron al aeropuerto propiamente dicho, una mujer vestida con falda negra y camisa los vio y gimió.

  • Vamos — susurro Arturo.

Cerca de ellos había un baño. Arturo decidió entrar ahí. En el pasillo antes de entrar se encontraron a un Agresor. Arturo le dio un golpe y luego Javier lo remató, atravesando el cerebro con su cuchillo. Luego, procedieron a entrar al baño de mujeres.

El baño de mujeres tenía cuatro cubículos a la derecha y un espejo a la izquierda con sus correspondientes grifos para lavarse las manos. Enfrente había una pequeña ventana por la cual cabía una persona. Arturo miró por debajo de los cubículos, procurando hacer poco ruido mientras su amigo, sujetando el cuchillo con tensión, vigilaba la puerta, a la cual no quitaba ojo de encima. Ni pestañeaba siquiera.

Arturo no vio ningún pie en él, así que se arriesgó a abrir cada una de las puertas. Pero Rebeca no estaba ahí.

  • ¿Y si ha huido? — dijo Javier.

Si lo había hecho, pensó Arturo, sería genial, aunque eso también significaría que su incursión habría sido en vano. Habían tenido mucha suerte de entrar. Según se mirase claro. Y, por la ventana, vio que estaba despejado. Todavía podían irse. Arturo lo consideró seriamente. Aquello era enorme, gigantesco. Plagado de Agresores. Rebeca podría haber huido y no recibía respuesta de ella.

Fue entonces cuando su teléfono vibró. Al mirar, vio que tenía un mensaje de Rebeca.

















lunes, 17 de junio de 2024

EL PREMIO

 

Mi teléfono sonó con una melodía envolvente y la vibración me hizo temblar el pantalón. Con la mano derecha saqué mi móvil, lo coloqué en mi oreja derecha y pregunté:

¿Dígame?

Una voz, sin duda masculina y algo rasposa, respondió:

Buenas tardes, ¿hablo con el señor Alexander?

Respondí afirmativamente. En efecto, mi nombre es Alexander, apodado Alex. Tengo veintiocho años y trabajo como profesor de una universidad.

Enhorabuena, señor Alexander. Ha sido seleccionado ganador del premio “Travesía Literaria”. El próximo viernes 18, a las cinco de la tarde, podrá pasar a por él, en el edificio Carver nº184, de la calle Platero y yo.

Le di las gracias, tratando que no se notara demasiado mi entusiasmo, pero en cuanto colgué, una sensación de júbilo me llenó por completo. Resulta que me encantaba escribir por las tardes, después de salir de trabajar. Había enviado innumerables historias a editoriales y concursos, sin éxito. Pero por fin, ¡había llegado mi momento!

Llegué a casa, tan nervioso que casi no probé bocado. Aún faltaban unos días para el viernes, considerando que aún estábamos a lunes.

Pero finalmente el día llegó. Me puse vaqueros, una camisa y zapatos. Me peiné mi cabello negro corto y me aseguré de no tener suciedad en mis ojos del color del cielo. Una vez listo, salí de casa, me monté en el coche y me dirigí a la dirección que el hombre me había dado por teléfono.

El edifico por fuera estaba muy descuidado, aunque había más de un vehículo aparcado alrededor.

Parece abandonado pensé. Deberían cuidarlo más.

Confiaba en que el premio estuviera en mejor estado que el edificio. La puerta que daba acceso al edificio era negra y en buen estado. Llamé varias veces, pero nadie respondió. La puerta se abrió lentamente. Un poco de miedo se apoderó de mí y, por un momento, sopesé sino sería mejor irme a casa. Aquello me empezaba a dar mala espina y entonces caí que ni siquiera sabía el nombre del tipo que me había comunicado mi premio. Al entrar en el edificio, noté que tanto el suelo como las paredes estaban desvencijadas. El mostrador, situado a mi izquierda, solo contenía papeles rotos, polvo y suciedad. Pero el lugar no estaba abandonado. Un hombre delante de mí, que aparentaba tener unos cincuenta o sesenta años, me miraba fijamente. Estaba erguido, vestido con traje y chaqueta, pelo canoso, cuerpo esbelto. Sus ojos marrones me escrutaron con interés. En la mano derecha sostenía una estatuilla dorada, similar a la de los oscars, pero más pequeña y, desde luego, menos brillante y ostentosa.

Enhorabuena Alexander — reconocí su voz. Era el mismo que me llamó por teléfono —. Te lo has ganado.

En otras circunstancias, quizá otro hubiera huido o preguntado que pasaba, pero actuaba por puro instinto. Me acerqué, ansioso, a por el premio, que aquel hombre me entregó sin resistencia. Lo así. Noté su tacto suave antes de que el sonido de la alarma me despertara rápidamente.

Con torpeza, apagué la alarma del móvil, todavía movido por el sueño. Parpadeé. Me hallaba en mi cuarto. Una ola de tristeza me invadió. ¿Todo había sido un sueño entonces? ¿Cómo los serrano? Era deprimente y, si esto fuera una historia, sería uno de los peores finales posible. Al moverme con idea de incorporarme y empezar el día (y de paso, olvidar lo sucedido en el sueño), noté algo pesado en mi mano izquierda. Intrigado, bajé la vista hacia allí.

Mis ojos se abrieron como platos.

Allí, en la mano izquierda, se encontraba el premio que aquel hombre me había entregado.

Yo nunca había recibido un premio. Ni de verdad, ni de broma. Miré el calendario del teléfono.

Sábado 19.

miércoles, 5 de junio de 2024

LOS DÍAS MUERTOS 6: Sola en casa

 

Estar sola en casa no es como Yukiko lo había imaginado. Todo estaba increíblemente silencioso. No se oía ni un alma. Ya no estaba en el salón. En su lugar, había echado la llave de la puerta principal (no la verja, que daba al patio, sino la que daba al interior de la casa), dejado las llaves puestas y colocado en la puerta un pequeño mueble blanco. Fácil de quitar, pero que tardarían en echar abajo y la alertaría a ella. Dejó la puerta de su cuarto abierta. Desde su posición, sentada en su escritorio (una mesa de madera con una silla azul), podía ver el patio de su casa. Así tenía controlada la verja. Pero seguía sin pasar un infectado, por fortuna.

No sabía cuánto tardarían Arturo y Javier en regresar, ni si lo harían. Esperaba que sí, pero tenía la impresión de que jamás volverían. Tenía las piernas temblando, aunque no hacía frío y tenía al lado suyo un cuchillo de cocina como toda arma. Además, había agarrado la tapa de un cubo de basura para usarlo como escudo. Pero ahí llegaba todo.

Trató de distraerse, pero le resultaba imposible. Temía distraerse tanto, que los infectados entraran a su casa. La recorrió, pero todas las habitaciones estaban vacías y cuando llamó otra vez a su padre, este siguió sin responder. Yukiko rompió a llorar. Sabía por qué no contestaba. Las lágrimas brotaban sin control de sus mejillas y los recuerdos que tenía con su padre solo añadieron más leña al fuego. Tardó media hora en serenarse y, con la boca seca por las lágrimas, bajó a beber agua. Fue entonces al salón, pero el patio y la calle seguían tranquilos. Ni rastro de Arturo ni Javier. Se habían ido en bicicleta, pero dijeron que tratarían de subirse a un coche para llegar antes al aeropuerto.

Dudo que vuelvan.

La calma con la que pensó aquello le erizó el cabello. Tragó saliva y volvió a subir a su habitación. Horas más tarde, cuando ya la noche caía en el firmamento y el reloj marcaba las diez, su teléfono vibró. Dado que las comunicaciones todavía no habían caído del todo, pudo recibir un mensaje de Javier, quien tenía su teléfono. Solo decía un mensaje:

Abre.

lunes, 3 de junio de 2024

LOS DIAS MUERTOS 5: ¿Y AHORA QUÉ?

 

La casa estaba situada en una calle tranquila, sin salida. Según Yukiko, vivía sola con su padre, ya que su madre murió hacía años. Sin embargo, su padre se encontraba fuera por trabajo, ya que era accionista de una empresa de ordenadores y demás elementos tecnológicos.

  • Aquí estaremos a salvo — dijo ella.

Arturo miró la casa con asombro. El jardín tenía un pequeño camino serpenteante de piedra. A ambos lados, rodeando el camino, había un césped muy verde y bien cuidado. Enfrente, podía verse la casa, totalmente gris y de aspecto moderno. Subieron los escalones y entraron.

La entrada de la casa era modesta. Apenas un rellano y una pequeña escalera enfrente. A la derecha del rellano se abría un pasillo con tres puertas: una a la derecha, otra enfrente y otra a la izquierda. La de la izquierda daba a la cocina. La de enfrente a la despensa y la de la derecha al salón. Yukiko los llevó al salón. A Arturo le agradó el lugar. Un sofá de tres plazas color verde a la izquierda, un televisor a la derecha, así como un mueble con varios estantes repletos de libros. Enfrente había una ventana. las paredes eran blancas y el suelo de madera.

Arturo se asomó a la ventana. Esta tenía rejas negras. Sin abrir la ventana, miró a través de ella. Afuera podía ver el jardín. Gracias a la valla que tenía enfrente, podía ver la calle. A simple vista, juraría que no había ningún apocalipsis y que todo proseguía normal, como siempre. Pero Arturo sabía que no era así.

  • Mi padre sigue sin coger el teléfono — la voz de Yukiko era de preocupación.

Aunque Arturo no podía saberlo, ella tenía formado un nudo en la garganta.

Durante la siguiente hora, todo transcurrió tranquilo. Aprovecharon para ir al servicio, lavarse las manos y hacer sus necesidades. También se tomaron una ducha. Comieron algunos filetes de cerdo que Yukiko se ofreció a hacer. Normalmente, habría abierto las ventanas, pero temía que el olor a comida atrajera a los infectados, de modo que no lo hizo. Comieron en el salón, con Arturo vigilando constantemente la ventana. Pero ningún infectado apareció.

No dejaba de pensar en Rebeca. En si estaría bien. La llamó cinco veces en el transcurso de la hora, pero no contestaba. Comunicaba. Entonces se decidió. Tenía que ir al aeropuerto. Ver si ella estaba bien. Así lo comunicó a su nueva amiga y a Javier. Sin embargo, Yukiko empezó a mover la pierna, nerviosa y Javier, algo nervioso, le dijo:

  • ¿Estás seguro Arturo? Estará plagado de infectados.

  • Necesito saber que está bien. A mis padres no puedo llegar, pero a ella sí.

La voz cargada de pena y de decisión convencieron a Javier, que dijo:

  • Está bien, te acompañaré.

Los dos amigos miraron a Yukiko. Arturo dijo con amabilidad:

  • No tienes que venir, sino quieres.

Ella no contestó enseguida. En su lugar, se tomó un momento y luego dijo:

  • Lo siento Arturo. Pero os acabo de conocer. Y no conozco a tu chica. Pero — añadió —, si lográis no morir y rescatarla, volved.

  • Gracias Yukiko.

Arturo no culpó a Yukiko. Era perfectamente razonable. No eran héroes. Esto no era una historia (je), era el mundo real. Y podían morir. Javier solo lo acompañaba porque era su amigo, pero Yukiko apenas sí los conocía. Y ahora estaba en casa, a salvo.

Así pues, y sin perder más tiempo, Javier y Arturo partieron en pos de Rebeca. Era ya por la tarde y pronto anochecería. Tenían que darse prisa.