La casa estaba situada en una calle tranquila, sin salida. Según Yukiko, vivía sola con su padre, ya que su madre murió hacía años. Sin embargo, su padre se encontraba fuera por trabajo, ya que era accionista de una empresa de ordenadores y demás elementos tecnológicos.
Aquí estaremos a salvo — dijo ella.
Arturo miró la casa con asombro. El jardín tenía un pequeño camino serpenteante de piedra. A ambos lados, rodeando el camino, había un césped muy verde y bien cuidado. Enfrente, podía verse la casa, totalmente gris y de aspecto moderno. Subieron los escalones y entraron.
La entrada de la casa era modesta. Apenas un rellano y una pequeña escalera enfrente. A la derecha del rellano se abría un pasillo con tres puertas: una a la derecha, otra enfrente y otra a la izquierda. La de la izquierda daba a la cocina. La de enfrente a la despensa y la de la derecha al salón. Yukiko los llevó al salón. A Arturo le agradó el lugar. Un sofá de tres plazas color verde a la izquierda, un televisor a la derecha, así como un mueble con varios estantes repletos de libros. Enfrente había una ventana. las paredes eran blancas y el suelo de madera.
Arturo se asomó a la ventana. Esta tenía rejas negras. Sin abrir la ventana, miró a través de ella. Afuera podía ver el jardín. Gracias a la valla que tenía enfrente, podía ver la calle. A simple vista, juraría que no había ningún apocalipsis y que todo proseguía normal, como siempre. Pero Arturo sabía que no era así.
Mi padre sigue sin coger el teléfono — la voz de Yukiko era de preocupación.
Aunque Arturo no podía saberlo, ella tenía formado un nudo en la garganta.
Durante la siguiente hora, todo transcurrió tranquilo. Aprovecharon para ir al servicio, lavarse las manos y hacer sus necesidades. También se tomaron una ducha. Comieron algunos filetes de cerdo que Yukiko se ofreció a hacer. Normalmente, habría abierto las ventanas, pero temía que el olor a comida atrajera a los infectados, de modo que no lo hizo. Comieron en el salón, con Arturo vigilando constantemente la ventana. Pero ningún infectado apareció.
No dejaba de pensar en Rebeca. En si estaría bien. La llamó cinco veces en el transcurso de la hora, pero no contestaba. Comunicaba. Entonces se decidió. Tenía que ir al aeropuerto. Ver si ella estaba bien. Así lo comunicó a su nueva amiga y a Javier. Sin embargo, Yukiko empezó a mover la pierna, nerviosa y Javier, algo nervioso, le dijo:
¿Estás seguro Arturo? Estará plagado de infectados.
Necesito saber que está bien. A mis padres no puedo llegar, pero a ella sí.
La voz cargada de pena y de decisión convencieron a Javier, que dijo:
Está bien, te acompañaré.
Los dos amigos miraron a Yukiko. Arturo dijo con amabilidad:
No tienes que venir, sino quieres.
Ella no contestó enseguida. En su lugar, se tomó un momento y luego dijo:
Lo siento Arturo. Pero os acabo de conocer. Y no conozco a tu chica. Pero — añadió —, si lográis no morir y rescatarla, volved.
Gracias Yukiko.
Arturo no culpó a Yukiko. Era perfectamente razonable. No eran héroes. Esto no era una historia (je), era el mundo real. Y podían morir. Javier solo lo acompañaba porque era su amigo, pero Yukiko apenas sí los conocía. Y ahora estaba en casa, a salvo.
Así pues, y sin perder más tiempo, Javier y Arturo partieron en pos de Rebeca. Era ya por la tarde y pronto anochecería. Tenían que darse prisa.
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