Mi teléfono sonó con una melodía envolvente y la vibración me hizo temblar el pantalón. Con la mano derecha saqué mi móvil, lo coloqué en mi oreja derecha y pregunté:
— ¿Dígame?
Una voz, sin duda masculina y algo rasposa, respondió:
— Buenas tardes, ¿hablo con el señor Alexander?
Respondí afirmativamente. En efecto, mi nombre es Alexander, apodado Alex. Tengo veintiocho años y trabajo como profesor de una universidad.
— Enhorabuena, señor Alexander. Ha sido seleccionado ganador del premio “Travesía Literaria”. El próximo viernes 18, a las cinco de la tarde, podrá pasar a por él, en el edificio Carver nº184, de la calle Platero y yo.
Le di las gracias, tratando que no se notara demasiado mi entusiasmo, pero en cuanto colgué, una sensación de júbilo me llenó por completo. Resulta que me encantaba escribir por las tardes, después de salir de trabajar. Había enviado innumerables historias a editoriales y concursos, sin éxito. Pero por fin, ¡había llegado mi momento!
Llegué a casa, tan nervioso que casi no probé bocado. Aún faltaban unos días para el viernes, considerando que aún estábamos a lunes.
Pero finalmente el día llegó. Me puse vaqueros, una camisa y zapatos. Me peiné mi cabello negro corto y me aseguré de no tener suciedad en mis ojos del color del cielo. Una vez listo, salí de casa, me monté en el coche y me dirigí a la dirección que el hombre me había dado por teléfono.
El edifico por fuera estaba muy descuidado, aunque había más de un vehículo aparcado alrededor.
Parece abandonado pensé. Deberían cuidarlo más.
Confiaba en que el premio estuviera en mejor estado que el edificio. La puerta que daba acceso al edificio era negra y en buen estado. Llamé varias veces, pero nadie respondió. La puerta se abrió lentamente. Un poco de miedo se apoderó de mí y, por un momento, sopesé sino sería mejor irme a casa. Aquello me empezaba a dar mala espina y entonces caí que ni siquiera sabía el nombre del tipo que me había comunicado mi premio. Al entrar en el edificio, noté que tanto el suelo como las paredes estaban desvencijadas. El mostrador, situado a mi izquierda, solo contenía papeles rotos, polvo y suciedad. Pero el lugar no estaba abandonado. Un hombre delante de mí, que aparentaba tener unos cincuenta o sesenta años, me miraba fijamente. Estaba erguido, vestido con traje y chaqueta, pelo canoso, cuerpo esbelto. Sus ojos marrones me escrutaron con interés. En la mano derecha sostenía una estatuilla dorada, similar a la de los oscars, pero más pequeña y, desde luego, menos brillante y ostentosa.
— Enhorabuena Alexander — reconocí su voz. Era el mismo que me llamó por teléfono —. Te lo has ganado.
En otras circunstancias, quizá otro hubiera huido o preguntado que pasaba, pero actuaba por puro instinto. Me acerqué, ansioso, a por el premio, que aquel hombre me entregó sin resistencia. Lo así. Noté su tacto suave antes de que el sonido de la alarma me despertara rápidamente.
Con torpeza, apagué la alarma del móvil, todavía movido por el sueño. Parpadeé. Me hallaba en mi cuarto. Una ola de tristeza me invadió. ¿Todo había sido un sueño entonces? ¿Cómo los serrano? Era deprimente y, si esto fuera una historia, sería uno de los peores finales posible. Al moverme con idea de incorporarme y empezar el día (y de paso, olvidar lo sucedido en el sueño), noté algo pesado en mi mano izquierda. Intrigado, bajé la vista hacia allí.
Mis ojos se abrieron como platos.
Allí, en la mano izquierda, se encontraba el premio que aquel hombre me había entregado.
Yo nunca había recibido un premio. Ni de verdad, ni de broma. Miré el calendario del teléfono.
Sábado 19.
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