Todo
comenzó en la hermosa tierra de Dragonland. Como su nombre indica,
era un país gobernado por dragones, aunque también existían
hechiceros, unicornios y hadas, aunque en menor medida. Los dragones
vivían de distintas maneras: en manada (normalmente compuesta por
varias familias y/o amigos), en solitario o en familia (con poco más
de uno o dos hijos como máximo).
Todo comenzó con Pyrus. Pyrus era
un dragón rojo que medía treinta y cinco metros de alto. Su cuerpo
no tenía espinas a excepción de la cola, y un par de poderosos y
robustos cuernos que adornaban su cabeza. Hasta sus ojos tenían el
color de su piel. Pyrus era conocido por su bondad, pero también por
su fiereza y sed de venganza.
Pyrus sobrevolaba el aire cuando
avistó la enorme cueva en lo alto de las montañas donde vivía
junto a su pareja Greenow, una dragona verde de veintinueve metros de
alto.
Aterrizó suavemente, aunque aquello
no impidió que sus enormes alas levantaran un suave viento. Un
humano habría tenido que entrecerrar los ojos, pero la dragona ni se
inmutó. Pyrus se acercó a ella y pudo ver con sus propios ojos lo
que Greenow escondía bajo la cola: un hermoso huevo metalizado. Los
ojos de Pyrus casi se salieron de sus órbitas al ver aquello. Solo
podía significar una cosa: que iba a ser un dragón especial.
Hacía eones que no salía un huevo
así y la última vez fue un dragón blanco fantasmagórico que era
muy sabio. Murió a los mil años.
Esos huevos metalizados eran
llamados “Huevos de la fortuna”, ya que era extremadamente raro
que naciera uno así. De venderse uno de esos huevos, la suma total
podría resolver la vida de millones de descendientes de una sola
familia inclusive si estos era extremadamente derrochadores. Jamás
les faltaría dinero. Los huevos
metalizados no seguían la estela de nacimiento habituales de los
dragones (nacían cuatro meses después de ser incubados) y podían
nacer en cualquier momento.
— ¡Por las barbas de...! — Pyrus
estaba asombrado.
Su boca quedó entreabierta,
dejando ver todos sus afilados dientes. Su pareja sonrió.
— Será un gran dragón.
— Solo espero que no salga malvado.
— No digas eso amor. Las malas
lenguas suelen cumplirse.
— Cierto. Perdona.
Greenow notó a su pareja sombría.
Sin duda tenia sus temores. Solía ponerse en el peor de los casos
mientras que ella en el mejor.
Tres días más tarde, Pyrus
regresaba a casa después de haber cazado un par de conejos y un
ciervo (los conejos los llevaba en la boca agarrados de sus orejas
mientras que el ciervo iba en su lomo. Todos muertos). Al llegar,
soltó sus presas y anunció que ya había llegado. No obstante nadie
respondió. Aquello dio mala espina al dragón rojo, que avanzó
rápidamente hacia donde estaba su dragona.
Se encontró su cadáver inmóvil;
sin rastro de sangre. Pero tenía los ojos abiertos y estos no tenían
vida.
— No... Greenow...
Susurró. La pena inundó su voz y
sus pensamientos. Y en cuanto se percató de la ausencia del huevo,
la ira se unió a la tristeza.
— Pagará por esto. Ya sean uno o
varios los culpables.
Y salió volando de inmediato,
abandonando el cadáver de su amada y la caza. Los cadáveres de los
dragones, debido a su voluminosidad y a la magia de su interior,
tardaban mucho más tiempo que los humanos en empezar a
descomponerse.
Pyrus voló sin descanso durante
horas, hasta aterrizar en un enorme jardín. En él se encontraban
cientos de dragones que lo saludaron, pero este los ignoró. Iba por
uno en concreto. Dicho dragón estaba apartado del resto, echando una
pequeña siesta. Se llamaba Greyold y era uno de los dragones más
sabios del mundo. Debido a su avanzada edad (casi mil años) el color
de su piel, antaño rojo vivo (más vivo que el de Pyrus) se había
vuelto gris y su tamaño alcanzaba los cincuenta metros de altitud.
Dos bigotes enormes sobresalían de sus fosas nasales y tenia perilla
bajo el labio inferior. Ambos de color blanco debido a su vejez, que
marcaba que su fin estaba próximo, pues cada vez se encontraba más
cansado que al día anterior. Sus ojos se estaban apagando también,
aunque conservaban el iris almendrado de su época joven.
— Pyrus — saludó el viejo dragón.
— Maestro — respondió Pyrus con
voz sombría.
Maestro era el título de mayor
respeto entre dragones. Significaba un dragón muy querido y sabio.
Pyrus no perdió tiempo y le explicó la situación.
— ¿Y qué me pides que haga? Sabes
que ya no puedo pelear. Estoy muy viejo.
— Solo necesito que use su sentido
mágico. Usted lo tiene más desarrollado que nadie aquí. Quiero
saber si es cosa de magia.
Greyold lo sopesó por un largo rato
que se le hizo eterno a Pyrus. Pero no se quejó. La sabiduría
requería de paciencia y aunque Pyrus estaba falto de esta,
comprendía que ahora la necesitaba más que nunca. Si el dragón no
lo ayudaba, tendría que buscar una ayuda menos útil o ir en busca
de pistas. Y para entonces el culpable podría haberse escondido lo
suficiente. ¿Qué harían con su pequeño? La angustia lo consumió.
Trató de concentrarse en cómo iba a castigar al culpable cuando lo
encontrara. De otra manera se volvería loco de dolor.
— Lo haré — aceptó finalmente
Greyold —. Llévame al lugar.
El rostro de Pyrus se volvió puro
alivio.
Horas más tardes estaban de vuelta
en la cueva. Todo seguía exactamente igual, excepto que las moscas y
algunos cuervos ya estaban devorando la carne de las presas. Huyeron
en cuanto avistaron a ambos dragones. El corazón de Pyrus se hinchó
de dolor nuevamente al ver a su amada sin vida.
Te vengaré, lo prometo.
Greyold se acercó al cuerpo sin
vida de Greenow. Pyrus no supo exactamente qué hizo, pero regresó a
los pocos minutos y dijo:
— Sin duda es obra de un hechicero.
El rastro conduce hacia el bosque y se pierde en las montañas. Sin
duda, ahí se encuentra el culpable y tu hijo.
Después de agradecer al sabio
dragón, Pyrus partió deprisa hacia donde el dragón le indicó. Vio
unicornios corriendo y a las hadas plantando nuevos árboles. Dos
días después llegó a las montañas. Investigó todas y cada una
hasta que comprobó algo: todas las montañas tenían huecos para
entrar. Pensó que tal vez pudiera tener algo extraño y trató de
acceder a ellas. Estuvo horas investigando en cada cueva y tres días
más tarde, dio por fin con la adecuada, pues al tratar de entrar,
una barrera invisible se lo impidió.
Magia pensó
disgustado.
— ¿Necesitas ayuda? — dijo una
voz.
Pyrus se volvió y vio a una dragona
azul muy hermosa.
— Aspira.
Ella sonrió. Aspira era su hermana.
— Déjame a mí hermanito.
Pyrus lo hizo. Aspira era apenas
unos meses mayor que ella y era muy sabia para su edad. Aspira inhaló
y exhaló un chorro de fuego azul. La barrera no se rompió pero si
tembló levemente.
— Como imaginaba — confirmó ella
—. Como somos pura magia, nuestro fuego puede contra la barrera.
El mago parece bastante poderoso. Greyold me contó todo y fui a
buscarte. Creo que te vendría bien mi ayuda.
Pyrus estaba contento en parte, ya
que aunque podría recibir ayuda, no quería poner a nadie en
peligro. Pero si el sabio la había avisado para ayudarlo, suponía
que la necesitaría. Además conocía la terquedad de su hermana y
sabía que nada la haría cambiar de opinión. Juntos atacaron la
barrera y una vez rota, se adentraron.
Nada más entrar se encontraron ante
una sala circular. Las paredes eran blancas y el pavimento negro. En
el centro de la sala se encontraba un hombre calvo de ojos amarillos
vestido con una túnica roja que indicaba que era un mago muy
poderoso. Tras el mago se encontraba el huevo de dragón.
La ira inundó a Pyrus.
— Tú...
El mago sonrió.
— Así es. Yo. Sabía que acabarías
viniendo y hasta esperaba que tuvieras compañía. Me alegra saber
que sois menos dragones de lo que esperaba. Esperaba todo un
ejército. Os sobrestimé demasiado, supongo.
Aquello fue demasiado para Pyrus,
quien se abalanzó sobre el poderoso mago lanzando una poderosa
llamarada y haciendo caso omiso de la advertencia de su hermana:
— ¡No, pyrus! ¡Es una trampa!
El mago bloqueó el fuego con un
escudo mágico y luego movió suavemente un par de dedos, lanzando a
Pyrus hacia el otro lado del lugar. Chocó contra una columna que se
desmoronó y cayó encima del dragón. De ser humano, Pyrus ya
estaría muerto. El mago rió y la dragona lo miró con odio pero no
atacó de forma imprudente. Sopesó sus posibilidades. Sin alguna
duda atacar de inmediato provocaría al mago que la derrotara igual
que a Pyrus. Antes de poder pensar en nada, Pyrus atacó nuevamente
al mago, tomándola por sorpresa. No obstante, aquella fue una
oportunidad de oro que no desaprovechó. Nada más Pyrus fue lanzado
nuevamente hacia atrás, ella avanzó adelante y lanzó un poderoso
chorro de fuego azul. El mago volvió a protegerse con el escudo y
con otro hechizo la lanzó a ella hacia Pyrus.
— Pyrus — susurró Aspira antes de
que este se abalanzara hecho una furia otra vez —. Así no
ganaremos. Hay que intentar otra cosa.
— ¿Y qué pretendes?
— Tengo una idea — dijo mirando
fijamente al hechicero.
Le explicó brevemente el plan. Pero
Pyrus rugió:
— ¡De ninguna manera!
Y se abalanzó nuevamente a por el
hechicero, quien río satisfecho:
— Bueno me he cansado de jugar ¡Es
hora de que muráis!
Y dicho esto lanzó un poderoso
hechizo de hielo con la intención de congelar al dragón, pero se
sorprendió al ver que la dragona se dirigía hacia él a una
velocidad de vértigo y lanzaba una poderosa llamarada conjunta a
Pyrus. Fuego rojo y azul. La llamarada fue lo bastante potente para
atravesar el hechizo de hielo, que fue devuelto a su dueño junto al
fuego. En cuanto recibió el impacto, el mago gritó y su sonido
llenó de satisfacción a ambos dragones. Sin lugar a dudas, el plan
funcionó. Consistía en que Pyrus fingiera estar en desacuerdo con
algo, atacar fingiendo ira y que el mago se confiara. Era la mejor
baza que tenían en aquel momento. Un plan hecho de prisas.
No obstante, para su horror, el mago
se resistió con un último hechizo de escudo. Ambos dragones estaban
complemente petrificados. ¡El mago les había hecho parálisis! Si
el mago atacaba, sin duda morirían. Entonces sucedió algo
impensable: una tercera llamarada, de color dorado brillante, asomó
por la espalda del malvado mago, sorprendiéndolo; provocando que su
defensa se debilitara y permitiendo que los dos dragones se movieran
de nuevo. Tras un segundo de sorpresa, Aspira atacó también y un
segundo después la siguió Pyrus, lleno de asombro aún. Destruyeron
al mago por completo.
Al mirar más atentamente, tanto
Pyrus como Aspira no pudieron contener su asombro y alegría cuando
descubrieron que el huevo estaba roto y su misterioso salvador se
trataba ni más ni menos que del hijo de Pyrus: un hermoso bebé
dragón dorado. Tenía el tamaño de un gato adulto. La boca mostraba
una lengua rasposa roja. Pyrus corrió hacia su hijo y este, movido
por el instinto, trató de avanzar hacia él, pero como no sabía
como moverse, al tratar de avanzar cayó al suelo.
Tras aquella experiencia, Aspira
ayudó a vigilar al dragoncito, y Pyrus encontró nueva pareja tres
años después con la que tuvo tres dragoncitas. Al parecer, el
dragón dorado, al que llamaron Jack, notó que su padre estaba en
peligro y salió prematuramente de su cascarón para protegerlo.
Con el tiempo, Jack se convirtió en
un sabio dragón que ayudo a derrocar muchos males, pero esa ya es
otra historia.
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