Era noche cerrada
cuando cinco jóvenes regresaban a casa después de una divertida
salida entre amigos. Habían acudido a un Pub conocido de la zona, el
cual estaba bastante concurrido en ocasiones. Esa había sido una de
ellas. Eran tres chicas y dos chicos. Una era Laura, la cual tenía
cabello castaño corto. Otra se llamaba Amanda. Llevaba el cabello
rubio recogido en coleta y los ojos azules. Otra era una japonesa, se
llamaba Yuko y tenía el cabello pelirrojo. Luego estaba Javier, que
era calvo, de ojos negros y Manuel, el cual era alto, de cabello
castaño. Tenían todos la misma edad: diecinueve. Eran las dos de la
mañana, la calle se encontraba silenciosa; pobremente iluminada.
Perfecta para una película de terror. Los chicos, al percatarse de
esto, callaron.
Habían estado hablando
tan despreocupadamente, que no se habían dado cuenta de lo
silenciosa que había estado la calle. Laura se puso a mirar su móvil
para ver si tenía buenas nuevas, pero entonces se quedó paralizada
y su móvil cayó al suelo. No se rompió por un pelo.
— Laura ¿qué pasa? —
le preguntó Yuko a la vez que colocaba una mano en su hombro y otra
en la mejilla.
Amanda se agachó para
recoger el móvil. Entonces palideció.
— Ya sé que ha pasado
— dijo con voz débil, casi inaudible.
Al mirar todos la
pantalla, sus rostros cambiaron. Primero estupefacción, luego
horror. Entonces, Javier dijo en voz baja.
— Corred.
Porque tras el móvil,
vieron una horripilante figura encapuchada, que sobrevolaba...
Corrieron a toda mecha.
La figura los perseguía en silencio y congelaba todo cuando había a
su alrededor. La capucha se le resbaló, mostrando un rostro quemado
y grisáceo, sin ojos, aunque con boca. Una boca redonda. Sus manos
eran pálidas y grisáceas. No se le veían los pies. Siguieron
corriendo hasta perderlo de vista. Se escondieron en casa de Javier,
quien esa noche estaba solo, pues sus padres se habían ido el fin de
semana por trabajo.
— ¿Qué...era eso? —
quiso saber Laura mientras jadeaba.
Javier colocó el
pestillo en la puerta y fue Manuel quien respondió:
— No lo sé, pero
espero no volver a verlo jamás.
Aquella noche durmieron
aterrorizados todos juntos en la misma habitación. Las cortinas se
movían en la oscuridad, provocando más de un resalto. A pesar de
tener las puertas cerradas y las ventanas, no se sentían seguros. No
obstante consiguieron dormirse a duras penas. Aunque mucho no
durmieron. Todavía era de noche cuando al despertar, vieron
horrorizados que Amanda había caído. En el interior de su
pesadilla, la figura la atacó y la mató al instante con un zarpazo
helado.
Y aquella no fue la única
muerte.
Javier fue el segundo,
años después. Al dormir, se encontraba en un parque, donde apareció
la figura nuevamente. Javier huyó, desesperado, pero también murió
por otro zarpazo helado.
Los forenses se fijaron
en que las víctimas tenían el vientre más frío de lo normal en un
cadáver, allá por donde las zarpas los alcanzaron. La marca de
estas eran también visibles.
Semanas después de
aquello, Yuko estaba duchándose por la noche cuando el ser apareció
ante el espejo. Aterrada, Yuko se resbaló y mató.
Manuel estaba estudiando
en casa a altas horas de la noche, meses después, cuando de pronto
apareció la figura y lo asesinó.
Laura esperaba su hora.
Cada día, atemorizada, esperaba su hora. Aterrada, muerta de miedo,
pesadillas inundaban su mente. Tuvo novio, tuvo hijos y asistió a la
muerte de sus padres. Por un tiempo, acudió a un centro médico
unos meses por el fuerte estrés y síntomas de locura. Pero el
momento jamás llegaba. Ella no lo entendía. Y no lo hizo hasta que
cumplió los noventa y seis años. Entonces la figura al fin se le
apareció. Ella estaba tendida sobre la cama, débil por una
enfermedad. Su rostro convulsionó de terror.
— Adelante, monstruo.
Hazlo — dijo mientras trataba de contener el miedo y el llanto.
Ya no le importaba tanto.
Era débil y anciana y su hora ya prácticamente había llegado.
— No quieres...
saber ¿Porqué nunca antes vine a por ti? ¿Porqué fuiste tú quien
se percató de mi presencia?
Laura se quedó
asombrada de que aquel ser pudiera hablar. Antes de que pudiera decir
nada, el ser habló:
— Yo soy aquello
que vosotros, frágiles monos sin pelo, llamáis muerte. Lograsteis
escapar de mí gracias a vuestro don de verme, don poco frecuente.
Hacía milenios que nadie lo tenía. Tú estabas destinada a morir
hoy. Y tus amigos esa noche. Tuve que hacer muchos cambios en el
orden natural para poder llevármelos adecuadamente. Malformaciones,
desgracias... con tu muerte, todo estará bien definitivamente. Al
menos, por un corto plazo. Ahora es momento de partir... al más
allá.
Para cuando los nietos e
hijos de Laura llegaron, ella ya había fallecido. Lloraron mucho su
pérdida y la enterraron dignamente junto a sus amigos. Arriba, ella
se encontró con las almas de sus amigos. Se alegraron de verse y se
dispusieron a pasar toda la eternidad juntos, a la espera del resto
de sus seres queridos.
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