martes, 18 de agosto de 2020

THE WALKING PUMPKINGS

 

Sally abrió los ojos al máximo, sobresaltada. No se encontraba en casa. A pesar de estar oscuro, sabía que aquella no era su habitación.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver que se hallaba en una habitación sin ventanas. Era un cuarto pequeño, a juzgar por el espacio, el cual estaba repleto de colchones, todos ellos vacíos. Solo estaba ocupado el colchón que ella misma ocupaba.

Sally notó las manos sudorosas. Un nudo se le formó en la garganta y en el estómago y sus piernas se transformaron en gelatina. Conocía demasiado bien aquella sensación.

Miedo.

¿Dónde estaba? Recordaba haber dado un beso de buenas noches a sus padres y después, meterse en la cama. Después, había despertado allí.

Aún llevaba su pijama, compuesto por una camiseta roja de lana gruesa (ya que estaban en pleno octubre y hacía frío), y un pantalón negro, también de lana. Por lo demás, iba descalza.

Se incorporó, decidida a salir de donde estuviera. Quizás solo se tratase de una pesadilla pensó. De ser así, era muy convincente. Aunque tal vez tenía un sueño lúcido.

Se pellizcó la mejilla y los brazos, pero aparte de dolerle, no logró nada más. Más adelante, había una puerta. Se acercó a ella y comprobó, aliviada, que estaba abierta. Por un segundo, temió que la hubieran cerrado con llave, pero no resultó así. Giró el pomo con cuidado y abrió la puerta, la cual chirrió levemente. Aquello asustó a Sally. Esperaba que no alertara a quien quiera que la hubiera secuestrado. Se preguntó por qué alguien querría secuestrarla. ¿Quizás pedir un rescate? Aunque no sabía qué podían sacar de un padre dentista y de una madre profesora de inglés. Pero bueno, ellos sabrían. Sally solo quería salir de ahí. Y cuanto antes mejor.

Salió a un pasillo iluminado únicamente por las ventanas que tenía enfrente. La luna llena, blanca como la leche, iluminaba el oscuro firmamento, sin estrellas. Fue entonces cuando Sally reconoció donde estaba:

     — Mi instituto — susurró.

El propio sonido de su voz le provocó un respingo y se obligó a callar. Solo de pensar que alguien pudiera oírla le daba pavor. Por fortuna, nadie la escuchó y, además, iba descalza. De modo que sus pasos quedaban amortiguados.

Pero saber dónde estaba no la hizo sentir mejor. ¿Por qué la trajeron allí? Qué raro era todo, pensó.

No importa pensó. Debo salir ya.

Y eso hizo. Dado que conocía su instituto, ya sabía que se hallaba en la tercera planta. Arriba solo había una azotea. Quien quiera que la hubiera llevado allí, se había molestado en colocarla en un colchón y dejarla en la planta más alta.

Claro así no puedo escapar por la ventana.

Pronto llegó al cruce de pasillo. A izquierda y derecha había aulas y a ambos lados había escaleras. Sin embargo, aunque lo más lógico sería ir por las escaleras (especialmente si quieres huir de un sitio donde te han traído a la fuerza), Sally hizo otra cosa.

No pudo evitarlo y entró en el servicio para chicas que había justo enfrente de ella. Se estaba orinando viva y necesitaba descargar. A nadie le agrada escapar de un lugar con la orina ahí molestando.

Así que entró en el servicio.

Al principio, se quedó paralizada. El baño estaba muy diferente a como lo vio aquella mañana.

De los cuatro cubículos, uno ya no tenía puerta y las otras puertas estaban sucias, llenas de hollín negro y algo rojo, que Sally prefería no pensar qué era. Además, el espejo del baño estaba roto, resquebrajado y algunos trozos de cristal se posaban en la mesa blanca.

Por alguna razón, el baño disponía de una pequeña luz tenue.

Sally se miró en el espejo. Su cabello castaño estaba desordenado y le llegaba a la altura del cuello. Sus ojos, verdes, reflejaban miedo y ansiedad. Sally solo tenía doce años. Apenas si estaba comenzando la secundaria.

Sally tragó saliva. De no haber tenido tantas ganas de orinar, se habría marchado de inmediato, pero las ganas la derrotaron y entró en el tercer cubículo. Cerró la puerta y echó el pestillo. Luego, se posó de pie en el retrete. Ni de broma se iba a sentar ahí. Hizo sus necesidades y, después, cuando ya se disponía a salir, oyó algo.

Eran pisadas. Aunque no parecían las de ningún animal o ser humano. Sally estaba segura. Y lo confirmó cuando, mirando por debajo de la puerta, alcanzó a ver lo que parecían ser pies. Pero no lo eran. Estos eran como tallos con forma de piernas. Y andaban de forma irregular, pero firmes. Sus pisadas se escuchaban algo amortiguadas, pero se oían bien, en el silencio de la noche. Sally empezó a temblar. No sabía que era esa cosa, pero estaba completamente segura de que no quería averiguarlo.

El ser caminó un poco hacia delante, se detuvo en seco y luego, Sally no supo qué hacía. Supuso que mirar a los lados, pero quien sabe. Lo que sí hizo a continuación es darse la vuelta y marcharse. Tragando saliva, Sally se dispuso a salir. Esta vez no abrió la puerta (tenía miedo que aquel ser se percatara si lo hacía), sino que se arrastró por debajo. No sabía que era esa cosa, pero de una cosa estaba segura: la estaba buscando. Y era mejor que no diera con ella. ¡A saber qué le haría!

Así que decidió salir del cuarto de baño.

Se asomó al pasillo, asegurándose de que, fuera lo que fuera lo que había por allí, no se encontrara rondando. Entonces, decidió bajar las escaleras. por si acaso, se agachó, para que nadie pudiera verla. Llegó al descansillo entre escaleras y asomó nuevamente la cabeza. No veía nada. Aunque claro, estaba oscuro. Inspiró hondo y decidió proseguir. No le quedaba otra.

Una vez llegó al pasillo de abajo, lo vio.

A una veintena de pasos, se encontraba un ser que parecía sacado de una película de Halloween.

Al principio, Sally quedó paralizada, pero cuando el ser se volvió, rápidamente se ocultó tras la pared de la escalera. Tragó saliva.

Ante sí tenía una calabaza andante.

Su cabeza era de calabaza, con ojos triangulares, boca torcida y nariz también triangular. Llevaba ropa andrajosa y fuera de ella, Sally vio que sus manos eran garras negras y sus pies parecían tallos requemados. Y más que una calabaza feliz, parecía enfurecida. No dejaba de mirar adelante y hacia atrás, como buscando algo. Lo vio entrar en un aula y esa fue su oportunidad. Ante ella, a la derecha, se abría un pasillo que es donde se situaban las siguientes escaleras. Si podía llegar allí, llegaría a la primera planta y, por tanto, la salida.

Claro que no iba a ser tan sencillo.

Se encontraba al lado del aula de arte cuando de un aula contigua salió de repente otra calabaza. Al parecer, había más de una.

Maldición pensó Sally.

A Sally se le cayó el alma a los pies. Si una ya era suficiente, dos ni se lo imaginaba. Entonces cayó en la cuenta. La calabaza que había visto en el baño de arriba no parecía tener ropa. Así que esa era otra calabaza. Esta de ahora también vestía ropa andrajosa. Al parecer, muchas la llevaban así. Rápida como el pensamiento, se coló en el aula de arte y dio gracias al cielo de que no la hubiera atrapado. No obstante, la calabaza se alertó. Vio abrir la puerta y caminó directamente hacia allí, con paso firme y ligero. La otra calabaza también pareció darse cuenta, pues empezó a dirigirse hacia allí.

No, no, no.

Si la cazaban, estaba perdida.

El aula de arte era grande, de cincuenta metros cuadrados. No había mesas, salvo la de la profesora. Sally se escondió debajo. Tardíamente, cayó en la cuenta de que probablemente sería el primer sitio donde mirarían las calabazas. Desesperada, miró a su alrededor algo que le pudiera servir como arma. Sin embargo, solo encontró, situada encima del escritorio, una linterna de color naranja. El color favorito de Sally. Lo agarró rápidamente. Aparte de la linterna, en el escritorio había algunos papeles y material de dibujo. Pero nada que sirviera como arma. Al menos, con la linterna podría ver. No se atrevía a abrir los cajones, por miedo a que las calabazas la detectaran. Quizás, sino hacía ningún movimiento, se marcharían y no mirarían donde estaba ella.

Pero eso, desgraciadamente, no pasó. Una calabaza amarilla (no naranja, como las otras), miró directamente donde estaba Sally y la vio. Si la expresión de Sally fue de asombro (abriendo mucho los ojos), la de la calabaza fue de enfado. Con la boca torcida hacia abajo, alargó una mano para agarrarla. Sally chilló y lo apuntó con la linterna, al tiempo que la encendía, no supo por qué. Supuso que quería cegarla, para poder huir. Pero ocurrió algo muy diferente.

En su lugar, la calabaza gimió y se tapó la vista, sí, pero enseguida empezó a salir humo de su cabeza-calabaza y en cuestión de segundos, explotó, manchando el rostro de Sally de semillas y trozos de calabaza.

El corazón de Sally latía a mil, su respiración era agitada y su cuerpo entero temblaba. Acababa de matar a una calabaza.

Así que la luz los hiere.

Ni idea de porqué, pero le resultaría útil.

El estruendo no pasó desapercibido para el resto de calabazas, quienes acudieron rápidamente. Asustada pero decidida, Sally apuntó con la linterna a las otras dos calabazas que aparecieron. Ambas se taparon de la luz y explotaron igual que las otras.

Quitándose los restos de calabaza de su cara, Sally salió de su escondite, ahora más valiente que antes. Aunque no por ello fue a lo loco. Tenía que salir de ahí.

Ocultándose en la mesa, vio aparecer otra calabaza amarilla. Trotó hacia el escritorio. Sus pasos chirriaban en el suelo y sus dedos se movían de forma retorcida. Tragando saliva, Sally aprovechó la ocasión para salir a hurtadillas de la clase. Rápidamente, corrió por el pasillo. Sus pasos resonaron por el lugar y Sally maldijo en silencio. Bajó las escaleras de mármol y llegó al último pasillo. Al fondo, vio la puerta que la sacaría del colegio de una vez por todas.

Tuvo que entrar en un aula cercana, ya que escuchó pasos. Y no eran pasos humanos.

El aula en cuestión era el de Lengua. La pizarra tenía escrito la palabra: “HAPPY HALLOWEEN”, a pesar de faltar al menos dos semanas. Había algunos pupitres y el escritorio de la profesora. Sin embargo, Sally no cometió el mismo error que antes. Esa vez, se ocultó tras un armario. No había muchos escondites y ese fue el mejor que encontró. Dos calabazas entraron en el aula, ambas naranjas. Sally tragó saliva. Sabía que para salir de ahí tendría que enfrentarse a ellas.

O tal vez no. Se fijó que, encima de ella, estaba la ventana de clase. Se incorporó (el armario la tapaba) y probó a abrirla.

Bingo pensó, orgullosa de sí misma.

No obstante, las calabazas vieron correr la ventana y caminaron firmes hacia allí.

Rápidamente, Sally trepó por la venta. Al verla, las calabazas chillaron. Tan pronto Sally aterrizó sobre el pavimento, salió pitando. Ni siquiera trató de cerrar la ventana. Casi no llegaba (tenía que ponerse de puntillas) y el tiempo que perdería tratando de cerrarla sería el que aprovecharían las calabazas para capturarla. Y a saber qué querían hacerle.

Empezó a correr todo lo rápido que sus piernas le permitieron. Ya casi alcanzaba la puerta. Oía a esas cosas detrás de ella, chillando y gimiendo. Aquello la animó a correr más deprisa. Finalmente atravesó la puerta y salió a la calle. Era noche cerrada, ni idea de qué hora. Echó la vista atrás y vio que las calabazas ya no la seguían. Estaban ahí paradas, en la puerta, gimiendo.

Quizás otra persona se habría burlado de ellas, por lograr escapar, pero Sally estaba demasiado asustada. En su lugar, dio media vuelta y salió pitando. Su casa estaba a quince minutos andando. Corriendo llegó en cinco.

Como no tenía llave, aporreó la puerta todo lo que pudo.

Pero nadie abrió.

Su sexto sentido le dijo que algo no iba bien. tragando saliva, optó por entrar por detrás. Su casa tenía un jardín pequeño, sencillo de saltar. Lo difícil era acceder al interior de la casa. Sin embargo, Sally conocía bien su hogar, y sabía que su madre siempre colocaba una pequeña llave escondida bajo una maceta, por si a alguien se le olvidaba la llave. Así que Sally agarró esa maceta y, pegada bajo esta con celo, se encontraba la pequeña llave metálica. La asió con firmeza, dejó la maceta donde estaba y se dirigió a la puerta trasera, una sencilla puerta marrón. Metió la llave en la cerradura y, tras girar varias veces, entró.

Su casa era muy diferente a como la recordaba.

El interior estaba repleto de telarañas, y el espejo del cuarto de baño, situado a su derecha, estaba roto. Igual que el de la escuela.

El mal presentimiento de Sally se acentuó. Corrió hasta la habitación de sus padres, situada en la segunda planta.

Pero ellos no se encontraban allí. Los muebles de madera estaban viejos, rotos u astillados. Como si hubiera pasado mucho tiempo. Sally tragó saliva.

¿Qué ha pasado aquí?

Miró el resto de la casa. Algunos muebles habían desaparecido y otros estaba muy viejos. Parecía que la casa estuviera abandonada.

Sally no se sentía a salvo. Pero necesitaba descansar. Su cama aún estaba allí, sucia, pero intacta. Escuchó temblores.

Al principio, pensó que se trataba de un terremoto. Luego, vio unas piernas gigantes y ropa andrajosa; garras en lugar de dedos. El techo de su casa fue arrancado de cuajo. Oyó el impacto contra un edificio cercano y el estruendo la desestabilizó. Cayó de rodillas al suelo y, antes de que pudiera comprender que sucedía, la calabaza gigante la agarró.

     ¡Suéltame! — chilló, presa del pánico.

La calabaza no era naranja ni amarilla, sino roja. Su boca torcida había formado una sonrisa espeluznante. Sally se retorció todo lo que pudo. Entonces cayó en la cuenta: aún sostenía la linterna. Con ella, apuntó al rostro de la calabaza. Aquello provocó que cerrara los ojos y gimiera de dolor. Sally consiguió el efecto deseado: la soltó y cayó en su cama. Aun así, soltó un quejido, dolorida. Se incorporó todo lo rápido que pudo y trató de encender la luz de su habitación.

Pero se había ido la luz. Fue pulsando interruptor tras interruptor. Nada. Bajó las escaleras rápidamente hasta llegar al cuadro de distribución. Sin pensar, subió todos los interruptores. Todas las luces de la casa se encendieron a la vez. La calabaza gigante gimió de dolor y se echó para atrás. Tropezó y cayó al suelo, provocando un gran estruendo.

Sally hiperventilaba. Rápidamente salió de casa y vio a la calabaza allí, tendida, inerte.

Por fin se acabó pensó ella.

Agotada, se dejó caer en el suelo. Allí tumbada, aunque sabía que tal vez no fuera lo más inteligente, se dejó vencer por Morfeo.

 

     — Cielo, venga.

La dulce voz de su madre la despertó de golpe.

Se hallaba en casa. En su habitación. No había telarañas y la luz de su cuarto, a pesar de entrar plena luz solar por la ventana, estaba encendida. Su madre, una mujer de cabello castaño y ojos azules, la miraba con una sonrisa.

     — ¿Qué? — preguntó Sally sin comprender.

   —  Mi pequeña dormilona — su madre le dio un suave beso en la frente
—. Venga espabila. Que nos vamos de excusión.

Su madre se retiró.

Sally recordó que ese día irían de excursión al campo. Sus padres y ella.

Al mirarse, vio que seguía teniendo el mismo pijama que en su sueño.

     ¿Eh?

Entonces se acordó. Sally no se había puesto ese pijama esa noche. Sino uno verde. Un trozo de calabaza apareció entre sus pies.

No había cenado calabaza. Es más, la odiaba.

Tragando saliva, Sally miró por la ventana. No había evidencia de que la noche anterior hubiera combatido contra calabazas gigantes.

Todo había sido ¿un sueño?

martes, 26 de mayo de 2020

URBAN FANTASY: SLENDER MAN

Bob se despertó. Estaba tendido en la tierra. Se incorporó de inmediato. No estaba en casa. Aquella no era su habitación... ¿dónde estaba? Bob se asustó. No debería asustarse, se dijo. Ya era todo un hombre, tenía doce años. Pero tenía los nervios a flor de piel. Al serenarse un poco, se percató de que estaba en medio de un bosque. Debía ser madrugada, porque la oscuridad aún envolvía el entorno. Al caminar un poco, pisó algo. Al mirar hacia abajo, aparte de ver su pijama sucio, en el suelo  vislumbró una nota. La agarró y leyó:

 

Que empiece el juego. Tres notas has de encontrar, si vivir quieres.

 

¿Tres notas?  Pensó Bob. No lo entendía. Se rascó su negra cabellera y luego se volvió. Había escuchado algo...  Arrugó la nota y la guardó en el bolsillo. Corrió entonces. ¿Dónde estarían el resto de notas? No lo sabía y tampoco le importaba. Solo quería escapar de ahí.

 

Esto tiene que ser una pesadilla pensó. Deseaba que así fuera. Tuvo que parar a orinar. Contrario de lo que pensaba, pudo hacerlo bien. Y justo donde acababa de hacer sus necesidades, encontró otra nota. Estaba manchada, pero igual le valió:

 

Enhorabuena, has encontrado una nota. Ve por la siguiente.

 

Guardó su nota. ¿Era la primera o la segunda? Bob ni siquiera entendía porqué hacía lo que hacía. Notó entonces una presencia extraña y al mirar detrás, lo vio. Era un hombre... o lo parecía. Iba ataviado con un traje negro. No tenía rostro y sus brazos se estiraron hacia él. Más de lo que un humano podía estirar sus brazos. El hombre en cuestión se hallaba al menos a diez metros de él y sin embargo sus brazos casi lo rozaron cuando Bob huyó despavorido. Corrió y corrió por el bosque hasta localizar una cabaña. Sin pensar, se metió adentro y cerró la puerta. El interior estaba oscuro, pero a Bob le dio igual. Solo deseaba huir de esa “cosa” que lo perseguía. Ahora tenía más que claro que debía ser una pesadilla. Una pesadilla muy real... Su instinto de supervivencia actuaba a pesar de que Bob trataba de convencerse de que nada de eso era real. La luz de la luna entraba por las ventanas. Aquello permitió a Bob adaptar su visión a la oscuridad y ver un poco el lugar. Había un catre a la izquierda, una estantería en frente de la puerta y una mesa de madera en el centro de la estancia. Y sobre la mesa había otra nota.

 

¿Me ha conducido aposta hacia aquí?

 

Al coger la nota, esta rezaba:

 

¿Sobrevivirás al final del juego...?

 

Bob estaba cada vez más aterrado. Las lágrimas brotaron de sus ojos sin que lo pudiera evitar.

 

    Mami... — sollozó.

 

Cuando se serenó, buscó en la estantería la última nota. Estaba decidido. Debía salir de ahí. No sabía quién ni porqué lo secuestraron, pero tampoco le importaba. Solo quería volver con sus padres. En las estanterías no obtuvo nada. De repente, la puerta empezó a crujir. Bob de inmediato se metió bajo la cama. Alguien estaba dando fuertes golpes a la puerta. Esta estalló en miles de astillas. Y tras ella estaba el hombre misterioso.

 Bob tenía el corazón en un puño. Latía tan fuerte que temía que aquel hombre pudiera escuchar sus latidos. El hombre entró en la estancia y la recorrió con la mirada. Luego se marchó. Bob respiró tranquilo. Salió de la cama y se dispuso a salir de la cabaña. Debía escapar... pero ¿adónde? Solo veía árboles y más árboles. En cuanto salió de la cabaña, el hombre se puso delante de él. Gritando, Bob corrió mientras esquivaba como podía los largos (y aparentemente infinitos) brazos de aquel hombre. Si es que le podía llamar hombre...

Sus brazos dejaron de tratar atraparlo. Bob pensó que quizás ya no podía alcanzarlo más, o que tal vez se había rendido. Miró hacia atrás y no lo vio. Al mirar adelante, allí estaba él. Bob frenó en seco. ¿Cómo... había llegado tan rápido? Atemorizado, Bob trató de huir cuando de repente esos dos brazos se estiraron más rápido de lo que Bob hubiese deseado y lo atrapó en un abrazo mortal. De donde tendría que haber tenido boca, salió un aliento gélido. Bob chilló mientras una nueva nota caía del bolsillo del hombre:

 

Game Over.


lunes, 4 de mayo de 2020

221 STREET CLINTON


Siempre se han hablado de las supuestas casas embrujadas. ¿Qué pasaría si fueran reales? ¿Qué habría dentro? Estas y otras preguntas eran las que Tom, un joven de quince años, se hacía en su casa. Fanático de las cosas sobrenaturales, un verano decidió que descubriría si eran o no reales.
De modo que una noche salió a escondidas de casa, a eso de las dos de la madrugada. Sus padres dormían desde las once, de modo que no se percatarían de su marcha. Escapó por la ventana de su habitación, pues dormía en la planta baja, así que no había problema. Cayó sobre la hierba blanda. Gracias a eso, sus pisadas fueron amortiguadas, y pudo marcharse de forma más silenciosa si cabía.
La casa que buscaba se encontraba en el 221 de Street Clinton. Era un barrio de mala muerte, famoso por las drogas y la criminalidad. No obstante, la zona donde él iba no se hallaba en las profundidades del barrio y la gente no se acercaba a esa parte salvo por el día, debido a que era ahí donde se encontraba la casa embrujada. Era vieja, de madera y partes de la casa (tablones y demás) estaban caídos, mojados, rotos o roídos por las ratas. Tom solo llevaba en su mochila una linterna, algo de comer y beber y un poco de sal, que decía que funcionaba con los espíritus.
Se acercó al jardín.
Estaba descuidado; la hierba era corta pero mala y se veían varios bichos recorrer la zona. Los escalones de madera crujieron al pisarlos y uno se hundió. Al llegar a la puerta quiso abrirla, pero estaba estancada. Se detuvo entonces un instante. Entonces se le ocurrió como entrar. Tras un par de embestidas, la puerta cedió.
Entró.
Una vez adentro, la puerta se cerró. Tom no le prestó importancia. Ya saldría luego. La casa no era nada del otro mundo, pero estaba vieja. Tom sacó la linterna y se puso a investigar. Todo lleno de polvo, ratas... nada que no se esperase. En realidad, estaba convencido de que el supuesto fantasma no era más que un bulo, por eso no estaba asustado. La cocina, el comedor. Todo estaba igual. No era más que una casa vacía llena de polvo. Tom subió arriba, donde pudo verse en un mugriento espejo. Llevaba el cabello corto castaño, ojos negros y vestía vaqueros y camiseta. Se marchó de ahí y se coló en una habitación donde había una cama a la derecha y varios muebles rotos. Había papeles tirados en el suelo. Tom se agachó y leyó los papeles, movido por su innata curiosidad.
Fue ahí cuando Tom descubrió la verdadera naturaleza de aquella casa. Por esos papeles y porque luego le pareció ver un bulto en el suelo. Temeroso, miró y tuvo que ponerse una mano en la boca para no gritar.
Era un hombre. Y tenía una enorme brecha en la cabeza, por la salía sangre fresca.
Sin pensarlo un momento, trató de abrir la ventana más cercana pero no podía de lo oxidada que estaba. Trató entonces de romperla usando una lámpara cercana, pero no sirvió. Desesperado, usó el culo de la linterna para tratar de romper el cristal, consiguiéndolo. Notó una presencia. Rápido como el pensamiento, se dio la vuelta y vio al hombre de antes, levantado. Tom gritó y lanzó por puro instinto toda la sal que llevaba al tipo, que se echó para atrás rugiendo de dolor, permitiendo a Tom poder salir al exterior. Por desgracia, al estar en un segundo, al llegar al suelo se partió la pierna. Aun gritando de dolor, no paro y siguió, arrastrándose por el suelo. Mientras lo hacía, recordaba lo leído.

Querido nieto. Quizá para cuando leas esto ya sea demasiado tarde.  Una terrible maldición acecha a esta casa, sobre todo de noche. No vengas. No debes venir. Si estás leyendo esto márchate enseguida. 
Fue un terrible error enfadar a esa bruja. Ahora... la casa en sí está embrujada y, todo aquel que entre sufrirá una horrible muerte. Pero eso no es lo peor. Esa persona morirá, pero no se irá de la casa. Sus almas nunca descansarán. Permanecerán por siempre... aquí.
Como yo.

Tom entonces vio como unas ramas robustas lo agarraba de las piernas, los brazos y el cuello. Chilló de dolor cuando atraparon su pierna rota. Vio entonces, inmovilizado, como una terrible rama se dirigía a él. Pero tras ella venía otras tres más. Una impactó en su pecho y las otras dos en sus ojos, atravesándolos y haciéndole gritar de agonía. La última impactó en su garganta. Pero no murió inmediatamente. Estuvo agónico varios minutos más, antes de morir. Solo entonces las ramas lo soltaron. Ante él, una anciana de cabello canoso y vestida de blanco lo miraba, decepcionada y triste. No dijo nada.
Jamás encontraron el cadáver del niño.

jueves, 30 de abril de 2020

A TRAVÉS DEL ESPEJO


A Carol siempre le habían fascinado las leyendas. Siempre que podía, investigaba sobre ellas. La leyenda del hombre del saco, la leyenda de Bloody Mary. Sobre todo, le encantaba esa última. La última que estaba investigando hasta la fecha era una sobre los espejos. Hacía poco que había comprobado para su decepción, que la leyenda de Bloody Mary era totalmente falsa. Así que investigó aquella nueva. Sabía que sería falsa también. Todas lo eran. Pero al menos así se entretenía un rato.

Carol tenía tan solo catorce años. Cuando fue al espejo del baño a comprobar la leyenda (la cual hablaba de que, si te observabas unos diez minutos, empezabas a ver cosas raras), vio su reflejo. Su cabello era negro como la noche y le caía en cascada por los suaves hombros desnudos. Iba en pijama de verano: una camiseta blanca de tirantes y pantalones azul cielo. Sus ojos eran verdes.
Inspiró hondo y se miró fijamente al espejo. Había cerrado la puerta del baño con pestillo para evitar que su madre entrara a fisgonear.

Vivía solamente con su madre desde que podía recordar. Según le contó ella, su padre las abandonó por algún motivo que Carol aún no podía comprender. Nadie lo había encontrado hasta ahora.
Transcurrieron diez minutos. Tal y como sospechaba. Nada. Decidió mirarse fijamente unos minutos más. Estar allí de pie empezaba a agarrotarle los hombros y las piernas. Pero decidió aguantar cinco minutos más.

Carol extendió la mano hacia el peine que tenía cerca de ella, de color negro.
Solo que ella no había hecho eso.

Parpadeó. Se seguía viendo en el reflejo del espejo. Pero parecía haber algo diferente. Carol sonrió. Una sonrisa que le heló los huesos. Porque la auténtica Carol tenía el rostro desencajado y los músculos del cuerpo, tensos. Su reflejó la saludó y Carol chilló. Los ojos de la otra Carol se volvieron completamente oscuros, sin iris.

Amanda, la madre de Carol, se despertó de la siesta de golpe. Había oído a su hija gritar. Corrió hacia el baño, de donde su voz provenía. Escuchó correr el pestillo y abrirse la puerta apresuradamente.

     ¡Cielo! ¿Estás bien?

Su hija empezó a tranquilizarse cuando ella la abrazó.

     ¿Qué ha pasado?
     Creí ver algo en el espejo.

La voz alarmada y asustada de Carol convenció a su madre de entrar en el baño. Pero a excepción de su reflejo (cabello negro recogido en coleta y ojos verdes. Vestía vaqueros y camisa), no vio nada raro.

     Tienes demasiada imaginación mi vida — le dijo su madre, visiblemente aliviada y le depositó un suave beso en la frente.

Le acarició la mejilla y se quedó con ella hasta que estuvo totalmente segura de que estaba bien.
Esa noche, como todas las noches, Amanda le leyó un cuento a su hija antes de dormir (a Carol le gustaba que su madre le leyera, a pesar de que, en teoría, ya estaba grande para esas cosas), le depositó otro beso en la frente y se marchó de la habitación.

Carol sonrió. Expresó la misma sonrisa que su reflejo. Sus ojos dejaron de ser verdes para volverse totalmente oscuros, sin iris.
Por fin, libre.
Había sido sencillo, se dijo. Solo había tenido que dejar atrapada allí a su contraparte.

martes, 7 de abril de 2020

MEGACOR


Megacor. Era el nuevo Centro Comercial que había abierto en Abandonado. Arturo, Yukiko, Javier y Noah no pudieron aguantar las ganas, y al tercer fin de semana de su apertura, se dirigieron hacia allí.
Aparcaron en el parking de allí. Tuvieron suerte de no aparcar fuera, ya que por lo visto el parking se petaba. Pero ya se encontraban ahí.
El centro comercial era un edificio enorme: desde donde estaban, se podía observar un parking donde, según un cartel, cabían hasta 1000 coches. El grupo entró en el ascensor. Vistos en el espejo, cada uno era muy diferente:
Arturo tenía el cabello rojo, el cual le llegaba casi a los hombros. Sus ojos eran azules y vestía camisa blanca y vaqueros, combinados con unas deportivas.
Javier llevaba una camisa azul, vaqueros y deportivas, pero él era más fornido que Arturo, quien era delgado. Además, al contrario que su amigo, Javier no tenía cabello en su cabeza debido a alopecia temprana. Aunque no era algo de lo que se preocupase, a pesar de tener tan solo 18 años (como el resto del grupo). Se lo tomaba con humor.
Luego estaba Noah, un joven con el cabello plateado y ojos verdes. Su apariencia física le había ganado la admiración de más de una chica. Aunque tuvo pareja, eso fue en el pasado. Noah vestía una camisa roja con vaqueros también.  Y finalmente estaba Yukiko. Ella era originaria de Japón, pero por negocios su padre se mudó a España cuando ella era apenas un bebé. Su cabello era rojo y sus ojos, verdes. Vestía camiseta azul y pantalones vaqueros cortos, junto a unos tenis.  Sus piernas tenían algo de pelo. Ella se las miró, orgullosa. Le daba pereza depilarse las piernas y, aunque le gustaba verse sin pelo, dado que sus amigos no la juzgaban, se dejaba el vello.
Finalmente subieron a la primera planta. Estaba repleta de personas que iban de un lado a otro del lugar. Las tiendas eran variadas: de ropa friki, de deportes, de chorradas varias, de fragancias…
Rápidamente los amigos se dividieron en dos grupos: Noah y Yukiko fueron a ver unas cosas mientras que Javier y Arturo fueron por otro lado. Cuando acabaron, se reunieron en un buffet de pasta llamado PastLand, para cenar.
     ¿Uh? ¿Qué está pasando ahí? — quiso saber Yukiko.
Debido a que Arturo estaba sentado de espaldas a la ventana, no podía ver que había tras de sí. Javier, que estaba a su lado, tampoco podía. Ambos amigos se dieron la vuelta. Vieron a un grupo de hombres correr y abalanzarse de manera agresiva contra un joven.
     Lo están agrediendo — dijo alguien.
     Tenemos que ayudar — decidió Yukiko.
Antes de que nadie pudiera detenerla, ella salió corriendo. Así era ella. Ayudaba al más indefenso. No soportaba las injusticias. Tampoco ninguno de sus amigos, de modo que la siguieron (aunque Arturo no estaba seguro de si habría ido corriendo a ayudar al joven o habría llamado a Seguridad).
Los siguientes cinco minutos fueron muy confusos para Arturo. Aunque imaginó que para el resto también. Cuando llegaron al chaval, este estaba siendo ¿devorado? Así le parecía a Arturo.
     ¡Soltadle cabrones! — exigió Yukiko.
Varias personas secundaron su orden. No pasó mucho tiempo hasta que los tres hombres (que tendrían entre veinte y treinta años), obedecieron. Pero al girarse, todos quedaron mudos.
Sus rostros estaban ensangrentados. Sangre fresca. Dientes llenos de sangre. Gruñían. La ropa estaba sucia, llena de mugre y sangre. Ojos inyectados en sangre. Inmediatamente se incorporaron y los atacaron. Todos huyeron, asustados.
En la carrera, Arturo se metió por un pasillo. El pasillo que llevaba a los baños. No sabía si le seguían, pero estaba demasiado atemorizado para mirar atrás. Había perdido de vista a sus amigos. Se habían dispersado en la huida. ¿Dónde estarían? Arturo entró en el baño y se encerró en un cubículo. Cerró con pestillo. Hiperventilaba.
¿Qué eran esas cosas? Pensó. Parecían ¿zombis? Pero esas cosas no existían.
Pero tal vez sí un virus que los haga comportarse de forma similar.
De pronto, escuchó como golpeaban la puerta con violencia. A Arturo se le encogió el corazón. No podía ser. ¿Habían encontrado su escondite? Pero entonces escuchó una voz. Una voz llena de alarma.
     SOCORRO. POR FAVOR, AYU…
Los gritos de aquel hombre llenarían las pesadillas de Arturo durante semanas. Escuchó un gruñido. El mismo que había escuchado a los tres tipos agresivos de antes. Escuchó como algo se rasgaba y arañaba. Una boca masticar algo…
Luego silencio. Arturo volvía a hiperventilar. Debería haber abierto la puerta. Pero por alguna razón, no lo hizo. ¿Pánico, tal vez? O quizá estaba en Shock. Tal vez ambas respuestas eran correctas. Se sentó en el suelo y sacó el móvil. La mano le temblaba y por un segundo temió que el móvil se le cayera. Por puro instinto lo puso en silencio y con el brillo al mínimo. Luego, entró a Google y buscó noticias. Rápidamente encontró noticias de última hora.
Gente se comporta de forma agresiva y muerde a civiles en un autobús.
Esa noticia era de aquella mañana.
Ciudadanos se vuelven agresivos y asesinan a dos ancianos.
De hacía dos días.
De lo de hoy, nada aún. Era normal, se dijo. Acababa de pasar. No había dado tiempo todavía a informar nada. Arturo se metió en Twitter y envío un mensaje a la policía indicando que había habido otro caso de agresión en Megacor, que hacía nada un hombre había fallecido. Dio la dirección exacta. Luego envío el mismo mensaje a la policía en Facebook. No se atrevía a llamar. No sabía si había alguna criatura cerca. Cualquier sonido podía llamar su atención.

Arturo despertó. No se había dado cuenta de que había cerrado los ojos. Solo un momento. Y se había quedado frito. Supuso que por las emociones que acababa de vivir. En cuanto estuvo medianamente seguro su cuerpo se relajó y se durmió.
Tenía ganas de orinar. Revisó sus redes sociales y no vio respuesta de la policía. Ignoraba si lo habrían visto y si le harían caso. Ojalá que sí. Vio la hora: había estado dormido dos horas. Eran las doce de la noche.
Se incorporó con esfuerzo. Abrió lentamente la tapa del inodoro y trató de orinar sin que se escuchara. Luego, no se molestó en cerrar la tapa. Más que por guarro, por miedo a que esta hiciera algún ruido y alertara a esas cosas.
Arturo suspiró. Miró la puerta fijamente. No sabía si abrirla era buen idea. Pero habían pasado dos horas. Tampoco podía quedarse allí eternamente.
Puso la oreja. No se escuchaba nada. Ni un alma. Volvió a coger el móvil. Envío un mensaje a sus amigos. Necesitaba saber dónde estaban. Si estaban bien. Esperó diez minutos, pero nadie respondió.
Maldita sea.
Decidió entonces salir en su busca. Necesitaba saber que se encontraban bien. Quizás hubiesen huido. Tal vez traían ayuda. No lo sabía. Pero tenía que asegurarse.
Abrió la puerta con lentitud. Temía que la puerta chirriara. Lo hizo. En cuanto sonó el chirrido, Arturo se detuvo. Con el corazón en un puño, se quedó inmóvil. Alerta, esperando oír a alguna de esas cosas. No pasó nada. Terminó de abrir la puerta. La escena que vio a continuación lo sobrecogió.
Había sangre reseca en el suelo, aunque ni rastro de ningún “Zombi”. Arturo decidió que los llamaría Agresores, a falta de un nombre mejor.
Caminando lento, salió del baño. Trataba de que no se escuchara sus pisadas, o lo hicieran lo mínimo posible. Estaba de regreso al pasillo por el que entró. Notó algo: las luces se habían ido. en algún momento, las luces del pasillo se habían fundido. Aunque no las del resto del centro comercial, pues se veía luz al fondo. Arturo esperaba que no hubiera ningún Agresor cerca. En la oscuridad no lo vería.
El camino hasta salir del pasillo oscuro se le hizo eterno. No oía nada. Por más que ponía la oreja. Nada de nada. Todo el centro comercial había quedado en un silencio sepulcral. Arturo sentía un nudo en la garganta. Le temblaban las manos, que además las tenía sudorosas. Temía por sus amigos. ¿Se encontrarían bien? Al salir del pasillo, escuchó rasgarse algo. Se detuvo un momento. Todo su cuerpo estaba inmóvil; tenso.
Pero fuera lo que fuera, se encontraba lejos de ahí. No se veía a nadie en el lugar. Las escaleras mecánicas, situadas a la izquierda, se habían detenido en algún momento. Las tiendas tenían las luces apagadas la mayoría. Por lo visto, también se habían fundido las luces. Por lo que vio Arturo en las tiendas iluminadas, estas estaban patas arriba.
Miró el teléfono. Le complació comprobar que Yukiko sí le había respondido a su mensaje. Este era breve:
Estoy en el vestuario. Tienda Mark.
Mark. La tienda de ropa barata que había abierto nueva en Abandonado junto con el centro comercial. Arturo se dirigió hacia allí. No se topó con ningún Agresor por el camino.

Noah se despertó. Al igual que Arturo, se había quedado frito. Se hallaba escondido en PastLand. Debajo de una mesa. Cerca suya, escuchó algo. Era un Agresor. Se movía con calma. Nada que ver con la actitud agresiva de antes. No obstante, se fijó Noah, el Agresor movía los pies de forma errática. Casi trastabillando. Pero nunca caía. Gruñía, mostrando una boca llena de sangre fresca. Sus ojos inyectados en sangre y la ropa sucia de sangre y suciedad. Noah tragó saliva. El agresor se dirigía en su dirección. Cerca de Noah estaba la salida. Y afuera de esta, no había nadie más. El lugar no estaba infestado de Agresores, como solía ocurrir en las películas. A decir verdad, Noah apenas había visto a cuatro o cinco de esas cosas. Pero el miedo era suficiente para tenerlos escondidos.
El teléfono de Noah vibró. No se había acordado de silenciarlo. Ni siquiera estaba puesto en vibración. El Agresor se dio la vuelta, pero al no verle, solo se quedó mirando, con aquella mirada llena de odio. Gruñendo como un perro rabioso. A punto de atacar. Noah contuvo la respiración y se mantuvo inmóvil. No hubiera podido mover un músculo, aunque hubiese querido.
Tras lo que pareció una eternidad, el Agresor siguió el camino que tenía pensado. Noah lo miró, pensativo. Se comportaba exactamente como un zombi. O casi. Podían correr y al parecer, tenían cierta inteligencia. Tras perderlo de vista, decidió salir. Sabía que corría el riesgo de toparse nuevamente con él, pero si no salía ahora, nunca saldría. Y quedarse en el restaurante era como quedar atrapado en una ratonera. Tarde o temprano lo atraparían. Miró el mensaje y vio que era Arturo. Le envió un mensaje diciéndole que lo esperaba en la entrada. Listos para huir.
Y mientras salía, decidió buscar a Javier, ya de paso.
Se lo cruzó de repente y casi se chocaron. No lo hicieron porque Javier se detuvo en seco. Sudaba a mares, tenía manchada toda la espalda de sudor y el rostro estaba congestionado. Noah nunca lo había visto así. Iba a preguntarle que ocurría cuando escuchó gritos.
Agresores, pensó Noah con un nudo en la garganta.

Arturo llegó sin problemas a Mark. Le sobrecogió la escena que vio a continuación:
Mirara donde mirara solo había cuerpos tendidos en el suelo. Algunos tenían miembros amputados, aunque la mayoría tenían desgarrados el cuello, la cara o el estómago. Sangre roja fresca inundaba el lugar en grandes charcos. Arturo no tuvo más remedio que pisarlos, pues se interponían entre él y los vestuarios, que estaban enfrente. Con cara de asco, Arturo escuchó el sonido del charco al pisarlo con los deportes. Siguió caminando. Llegó al vestuario. Tres de ellos estaban cerrados. En voz baja, preguntó:
     Yukiko. Soy yo, he llegado.
La puerta de la derecha se abrió. Apareció Yukiko. Su cuerpo temblaba violentamente. Arturo la abrazó para calmarla. Yukiko no lloraba. Ella era así. No solía interpretar el papel de damisela en apuros. Arturo pensó que en aquel momento todos ellos (él y sus amigos) eran una dama en apuros. Pero tenían que salvarse ellos, porque al parecer la caballería aún tardaría en llegar. Tal vez no hubieran visto su mensaje o lo hubieran tomado a broma. Sea como fuere, tenían que salir de ahí y llegar hasta el coche. Era la única posibilidad. Esperaba encontrar a sus amigos en el camino.
Ambos iban a salir cuando de pronto Yukiko lo echó para atrás. Confuso, Arturo miró. Y vio que en el lugar había aparecido dos Agresores.
Dos que Arturo había visto instantes antes tendidos en el suelo. Los dos únicos que apenas sí tenían un par de mordidas en el cuello.
Yukiko y él se ocultaron tras la pared del pasillo de probadores. Los Agresores se movían despacio. Casi trastabillando. Estaban en modo “tranqui” entendió Arturo. Pero también entendía que su presencia allí los había despertado.  Habían estado inactivos hasta que notaron que un no Agresor aparecía en la sala. Y se disponían a encontrarlo.
     Tenemos que salir — susurró Arturo a Yukiko.
Creyó que ella se negaría, pero asintió. A pesar del miedo que veía en sus ojos, entendía que nadie vendría a rescatarlos. La única opción era esconderse y salir sin ser vistos.
El plan se fue al traste en cuanto salieron. Ambos Agresores se dieron la vuelta y los vieron. Chillaron.
     ¡CORRE! — Gritó Arturo, a quien ya le dio igual hacer ruido.
Había que huir, llegar hasta el coche. Ya no había tiempo de encontrar a Noah ni Javier. Irían a la policía y volverían a salvarlos. Si es que ellos no habían escapado ya o…
Prefirió no pensar en lo último y seguir huyendo. Pasaron en medio de los Agresores que empezaron a perseguirlos. Salieron de la tienda y siguieron corriendo. Oyeron más gritos. Pero no los perseguían a ellos. Arturo vio a Noah y Javier un poco más adelante, llegando al patio del centro comercial, el cual había que atravesar si querías llegar al Parking.  Y detrás de ellos al menos cuatro Agresores los seguían.
Arturo y Yukiko siguieron corriendo a toda pastilla. Arturo no se atrevió a mirar atrás, pero Yukiko si lo hizo, según se fijó Arturo por el rabillo del ojo. El rostro de ella, aterrorizado, se insinuó aún más. Siguieron corriendo hasta cruzarse con sus amigos, quienes mostraron un instante de alivio al verlos. Sus rostros se relajaron. Solo un momento, para luego congestionarse de nuevo y seguir huyendo. Los pasos de los chicos y de los Agresores resonaban por todo el lugar. Salieron al patio.
El suelo era de madera. A la derecha había bares y restaurantes y la izquierda había un pequeño lago. Algunos Agresores se añadieron al ataque, saliendo de dios sabía dónde y otros de algunos restaurantes. Uno de ellos rozó a Yukiko, quien soltó un chillido. Pero no logró agarrarla afortunadamente. Lograron atravesar el patio. Allí no había Agresores. Todos los del centro comercial los estaban siguiendo.
Siguieron huyendo, sin detenerse. Escucharon el grito de Javier. Cuando Arturo miró hacia atrás, se horrorizó, pero no pudo detenerse.
Habían atrapado a Javier. Y entre tres Agresores (y varios otros que se iban uniendo), se abalanzaron sobre él para devorarlo.
Eso los dejaba con solo cuatro Agresores detrás de ellos, de los diez que contó Arturo.
Los gritos de Javier aún resonaban en los oídos de Arturo cuando él y sus amigos estaban llegando a la entrada.
Vieron entonces entrar a tropel a varios miembros uniformados. Arturo los reconoció: eran la SWAT.
     ¡A cubierto! — chilló Noah.
Justo a tiempo. Arturo y Yukiko se ocultaron detrás de un banco y se tiraron al suelo, al tiempo que las fuerzas especiales abrían fuego. Los disparos eran como pequeños petardos o explosiones, los cuales retumbaban en los oídos de Arturo. Dos minutos después, los disparos cesaron.

Arturo y sus amigos lograron convencer a la SWAT de que eran humanos. No les fue difícil. Sus rostros asustados y el hecho de hablar y levantar las manos los convencieron rápidamente. Les hicieron pruebas para ver si estaban infectados.
Resultó que Yukiko si lo estaba.
Según les contaron, aquel virus era una mutación de un virus desconocido y para el cual aún no existía vacuna. No tenía un nombre oficial, pero algunos lo apodaban RABIA 2.0.
Había cada vez más casos y se estaba convirtiendo en toda una epidemia que pronto inundaría el mundo entero. El sujeto infectado tardaba de dos a tres días en estar totalmente infectado. A veces, una semana. Aunque Yukiko lloró amargamente, los médicos que la trataron le prometieron que ella no tenía que morir, pero que se la contendría hasta que hallaran una vacuna.
Aunque a día de hoy, seis meses después de lo ocurrido, y con el mundo mayormente infectado, todavía no hay vacuna. La gente está encerrada en sus casas, algunas civilizaciones, gracias a muros, siguen haciendo vida normal, pero muchos países han caído.
El mundo ya no pertenecía a la raza humana.
Pertenecía a los Agresores.

martes, 24 de marzo de 2020

SOUL ALONE (Continuación de Vecinito Vampirito)




Rasgar, triturar, tragar. Rasgar, triturar, tragar... ¡Qué delicia!

La niña rio de pura excitación. Su risa ahuyentaba a los pájaros que por allí pasaban. La niña tendría once o doce años. Su cabello era negro como la noche. Su inocente rostro estaba manchado de sangre por las mejillas y la comisura de la boca. Usó el índice derecho para recoger toda esa sangre y metérsela en la boca.
Exclamó un sonoro grito de júbilo. Dos cortos colmillos le sobresalían de las encías superiores.

La niña era una vampira. Hacía ya tres años que se había unido al clan de vampiros del norte de la ciudad.

Recordaba muy bien su transformación.

Convulsiones, vómitos, dolor... para luego pasar a la más pura felicidad. Era una vampiresa. Segundos después su felicidad se convirtió en tormento por el hambre atroz y sin poderlo remediar, salió en busca de su presa. Resultó ser una tomadora de seguros que volvía a casa tras un duro día de trabajo.

La devoró sin compasión y sus gemidos atrajeron a varios vampiros, a los que se unió. Pero a pesar de disfrutar de la comida, por dentro sentía una desgarradora soledad. Solo tenía once años cuando la convirtieron. Toda su vida humana deshecha. No tenía amigos y no podía considerar al clan su familia. Eran todos unos estúpidos. Solo estaba con ellos por protección. Si iba por libre, algún cazador o vampiro la podría asesinar. Y aquello la aterraba.

— Eh, Neófita. Es hora de volver al nido.

La pequeña se dio la vuelta. Tras ella se encontraba Eric, un joven vestido con chupa de cuero, camiseta blanca y pantalones negros. Su cabello era estilo punk y sus ojos, rojos como la sangre. Dos largos colmillos le sobresalían como a la niña, solo que estos eran más largos.

— Estaba terminando de darme un festín — objetó la neófita terriblemente molesta.

— Me importa un carajo. Nos largamos de aquí YA. Tus estúpidos orgasmos no han hecho más que alertar a los cazadores de la zona.

La niña sonrió.

— Está bien... por ahora. Supongo que nuestro encuentro puede prosperar. ¡Vámonos Larita!

La niña se alejó canturreando mientras daba saltitos. En el último salto se impulsó en el aire y salió volando, dirección al nido. Eric la siguió, mientras pensaba que aquella neófita estaba loca de atar.

Punk, como lo apodaban, todavía recordaba cuando encontraron a la Neófita, devorando un cadáver de su zona. Matías detuvo a Jerry cuando este quiso matarla por "robar comida". Matías era el líder del clan. El rey vampiro. Matías dijo que los niños vampiros ya no eran comunes y tener uno así en su clan, sin duda alguna atraerían a más vampiros a sus filas por pura curiosidad. Y vaya si lo había hecho. En los tres años que habían pasado, un total de cincuenta vampiros estaban ya en el clan. Hubo otros setenta, pero Matías los mató a todos por desertar o tratar de asesinar a la Neófita.

Siempre la llamaban así. Neófita. Empezaron llamándola de aquella forma ya que era un vampiro iniciado. Al final se le quedó el mote. A diferencia de otros vampiros que Eric hubiera conocido, Neófita era un poco loca, demasiado impulsiva y exageraba demasiado con la sangre. Comía el triple que el resto de vampiros y disfrutaba el cuádruple que todos ellos.

Cuando llegaron al nido, la expresión de Eric se volvió de puro horror.

El nido ardía.

Habían permanecido ocultos en una casa de madera olvidada en medio del bosque, del cual nadie conocía su ubicación... hasta ahora.

La Neófita aterrizó con suavidad mientras sonreía con suficiencia. Por supuesto, debió haber esperado una cosa así de él. Delante de las llamas se encontraba un muchacho fornido; apuesto, con el cabello negro largo. Llevaba una escopeta de juguete en la mano derecha y una espada de madera en la otra. Aquello, según la niña, le restaba seriedad.

Antes de que la pequeña dijera nada, una estaca de madera salió volando a una velocidad increíble y segundos después, Eric se convirtió en polvo al ser atravesado en el corazón. El último pensamiento de Eric fue preguntándose como lo había hecho.
La niña ni siquiera se volvió al escuchar desaparecer a su compañero. No le importaba lo más mínimo.

Entonces ella habló:

— Veo que no has perdido el toque, hermano.

El muchacho sonrío sombrío.

— Y yo veo que no me has olvidado, hermana.

Sobrevino un silencio. Ambos se miraban sonrientes. No necesitaron palabras. Se atacaron mutuamente el uno al otro, al mismo tiempo. La pequeña esquivó la espada del muchacho, ladeando la cabeza hacia la izquierda mientras que al mismo tiempo pateaba la escopeta de juguete con la pierna derecha. El arma salió volando hacia atrás y se perdió en la lejanía.

Aterrizó en el suelo para acto seguido volar justo cuando su hermano se posaba en el suelo.

Su hermano. Malcom. Ella era Alice. O Alicia, según a quien preguntaras. Una niña normal hasta que un vecino vampiro se interpuso en sus vidas y la infectó. Alice sentía lástima. Quería volver con su familia, convertirlos y que fueran felices mutilando gente y bebiendo sangre.

Los golpes continuaron durante varios minutos. Malcom se sacó de la manga dos estacas más que apenas sí rozaron a Alicia. Ella era físicamente más fuerte que su hermano, a pesar de que este había hecho claramente ejercicio para aumentar la musculatura, fuerza y resistencia.

— Alice... hermanita. Vuelve a casa. Buscaremos una solución.

Quería irse con él más que nada en el mundo. Pero no era idiota. Sabía a lo que se arriesgaba. No había salvación. No para ella. Quería morir, lo ansiaba, pero la aterraba morir. Era todo un conflicto muy complejo dentro de ella. Por una parte, quería ser vampira, convertir a su familia; mutilar gente, hacer daño y beber sangre. Otra parte de ella ansiaba volver a ser humana y estar con su familia feliz, como antaño. Y otra solo deseaba la muerte.

Sea como fuere, ella sufría enormemente.

Sonrío melancólica.

   Cuídate hermanito.

Antes de que este hiciera nada, ella se pegó a él. Petrificado, no reaccionó. Podría haberlo matado, torturado, lo que quisiera. Pero no podía. A él no. Le dio un suave beso en la mejilla, le acarició el cabello y desapareció a súper velocidad. Malcom no reaccionó. Solo tocó levemente la mejilla besada y tragó saliva mientras miraba por donde su hermana se había marchado.

Su hermano era todo un cazador de vampiros, pensó. Su gran dedicación hizo que fuera rápidamente famoso en la ciudad, matando vampiros. Famoso entre los cazadores de vampiros y los propios vampiros, claro. El ciudadano común no se creía todas esas “chorradas”. Ella jamás reveló a nadie que era su hermano e inclusive, aunque este no lo supiera, ella lo protegió en varias ocasiones, lo que llevó a especular que tenía un cómplice. Su hermano solo la pilló salvándole una vez y se lo agradeció. Luego se marchó.

Mientras corría, dios sabía adónde, Alicia lloró amargamente en silencio.