domingo, 25 de junio de 2023

TURNO DE NOCHE

 

Me llamo León. Tengo treinta y cinco años. Hoy voy a relatarles una historia que, quizá, podría catalogarse de terror. Al menos, lo fue para mí.

Todo empezó cuando me dieron mi nuevo trabajo en un edificio de oficinas de la ciudad. Me despidieron del anterior por fin de contrato. Este prometía algo mejor. Era indefinido y era nocturno. No es que eso me fuera mucho. Pero necesitaba comer y eso fue lo más rápido que hallé. Mi trabajo era simple: era vigilante de seguridad. En realidad, no debería ser un trabajo difícil. A esas horas todo estaba tranquilo, con pocas personas trabajando. Eran todos informáticos y se dedicaban a realizar soportes y cosas varias que no entendía, pero que eran vitales. Así que trabajaban cómodamente en sus oficinas mientras yo tenía que trabajar aquí, en recepción. Solo debía comprobar que todo estuviera tranquilo y ya.

Mi turno empezó a las diez de la noche y no terminaría hasta las seis.

La recepción era sencilla: un pequeño vestíbulo y mi mesa, con casilleros para cartas a mi espalda. A mi derecha, se hallaba una escalera para subir a los demás pisos y, al lado de esta, un ascensor. A la media hora subí a la primera planta. Tenía que ir al servicio para orinar. La planta estaba tranquila, tratándose de un pasillo con puertas a los lados. Casi todas ellas de oficinas. Una era del baño, el cual era mixto. Entré y cerré la puerta.

Una vez hice mis necesidades, procedí a lavarme las manos. Vi mi rostro: ojos azules, cabello pelirrojo. Cara pálida, similar a la de un vampiro. Llevaba el uniforme de vigilante, pantalones negros, camisa azul y botas de seguridad. Llevaba una porra, pero eso era todo. Nada de armas de fuego. En mi caso, lo agradecí, nunca me habían gustado nada.

Decidí entonces dar una vuelta. Me aburría demasiado abajo. Había demasiado silencio. Armado con mi linterna, iluminé el pasillo y llegué a la escalera. Subiría por ellas y así inspeccionaría lentamente y sin prisas, cada planta. No esperaba realmente encontrar nada. Pero así me entretenía un poco. Decidí que luego me sentaría a mirar el teléfono un rato y, si seguían las cosas tranquilas, quizá una siestecita (sé que no hay que dormirse, pero estaba aburrido y no pasaba nada).

Pero todos esos planes se fueron al traste rápidamente cuando, llegado a la planta uno, sonó el teléfono de recepción. De una carrera, llegué y descolgué. Ni diez segundos pasaron. Entonces, oí una voz algo siniestra que dijo:

  • Oficina siete.

Colgó. Solo escribiéndolo, es difícil imaginarlo, pero intentad imaginar la voz más tétrica que podáis. Eso os dará una idea. Teniendo en cuenta que eran las once de la noche de un lunes, con todas las tiendas cerradas y el edificio en el más absoluto silencio y calles vacías. Ah, y sin luz en las calles.

Temblando, descolgué. Aquella voz podría haber sido un bromista, pero lo que dijo me dejó intrigado y aterrado.

La oficina Siete se hallaba en la planta primera, justo adonde yo me dirigía. ¿Habría pasado algo ahí? No pude identificar el número, ya que llamó en desconocido. Decidí investigar, aunque seguramente, no sería nada.

Eso quise pensar. No podía estar más equivocado.

Llegué allí. Por alguna razón, las luces no encendían en el pasillo. Estaba situado frente a la puerta. Llamé al timbre, pero este no sonó. Así pues, toqué tres veces la puerta con los nudillos, cuyo eco retumbó en el pasillo y me dio escalofríos.

La puerta se abrió sola, sin nadie que la abriese. Tragué saliva. Supuse que sería el viento y que la puerta no la abrían cerrado bien. terminé de abrir la puerta y la cerré suavemente. Me fijé entonces que ninguna ventana estaba abierta. Y las luces no encendían, de modo que utilicé mi linterna para alumbrar la estancia.

La oficina Siete era una sala de despachos. Había muchas mesas en el lugar y algunos despachos al fondo. No vi a nadie allí, salvo a una mujer recostada en la recepción. Molesto porque se hubiera dormido en el trabajo, me acerqué con pasos decididos hacia ella. Mis pasos resonaban en el lugar. La mujer tenía el cabello largo y negro, y llevaba una camisa blanca. Era todo cuanto podía ver. Le toqué el hombro con suavidad y preparé mi discursito de reproche.

Pero no estaba listo para lo que ocurrió a continuación.

La mujer me agarró del brazo. Solo que su mano no era una mano corriente. Sus dedos eran alargados y tenían forma de garras. Al alzar el rostro, lo tenía ceniciento, con dos ojos rojos y dientes podridos y puntiagudos. Venas oscuras tatuaban su piel y dijo con una voz siniestra que incluso al momento de escribir estas palabras, me hielan la sangre y me pongo a temblar cual cervatillo:

  • Vas a ir al Infierno.

Su brazo era fuerte, pero presa del pánico, empecé a sacudírmela y, a agarrando la porra (pues la mano agarrada sostenía la linterna), le di un par de golpes que, si bien no la mataron, bastaron para que me soltara. Presa del pánico, salí pitando de allí. Aún la escuchaba detrás de mí, corriendo, persiguiéndome. Iba a cuatro patas, cual araña, mientras soltaba un chillido agónico. Cerré la puerta, que dio un portazo que retumbó en todo el lugar y bajé las escaleras.

Gracias a Dios, la recepción todavía tenía luz. Traté de abrir la puerta, pero estaba atascada.

Estaba atrapado dentro con esa cosa.

Miré hacia todos lados, muerto de miedo. Descolgué el teléfono y vi, horrorizado, que no había línea (un clásico en estas cosas), así que decidí ir al garaje. Tenía el mando de la puerta y esta tendría que abrirse. ¿Lo malo? Solo podía ir por el ascensor (bravo por el que construyó el edificio). Así pues, me monté y pulsé.

Pero el ascensor no iba.

Mierda.

Cada vez estaba más asustado. No obstante, no escuchaba a aquella cosa por ninguna parte. No sabía si sería buena señal. Miré mi reloj: eran todavía las doce de la noche. Aún faltaban seis horas para el amanecer. Sin un arma, no conseguiría sobrevivir a aquella noche. Solo restaba buscar otra salida. Y para eso, tendría que subir arriba de nuevo.

El edificio, por si no lo he dicho antes, consta de cuatro plantas y en la primera estaba esa “cosa”. Así pues, llegué a la segunda planta. En la cuarta, había una trampilla que me llevaría a la azotea, desde donde podría escalar hacia abajo y salir. Aunque primero buscaría señal en el teléfono por si podía llamar a emergencias.

En la segunda planta, algo más ocurrió. Escuché como la voz de uno de los informáticos me llamaba desde la oficina nueve.

  • Oiga, señor, ¿podría venir?

Aunque asustado, me complació oír una voz normal. Me acerqué rápidamente y empecé a advertirles:

  • Oiga, tenemos que evacuar el edificio.

  • ¿Y eso? — dijo la voz, con una tranquilidad que me inquietó.

Me detuve un segundo. ¿Qué iba a decirle? No iba a contarle que un ser extraño me perseguía, así que en su lugar respondí:

  • Una de las trabajadoras de la oficina siete me ha atacado y anda suelta por el edificio. Podríamos correr peligro.

  • Señor.

  • ¿Sí?

  • No hay nadie en la oficina siete. Solo estamos nosotros.

Aquello me paralizó un momento. No podía verle la cara al de la oficina, puesto que la puerta estaba cerrada, pero imaginaba la mía: labios firmemente cerrados y rostro tieso.

  • Debe haber un error. No…

  • Oiga ¿podría entrar por favor? No encienden las luces y creemos que se han fundido.

Algo asustado, acerqué la mano hacia el picaporte de la oficina nueve. No, aquel hombre tenía que estar equivocado. No podía ser que…

Al abrir la puerta, no hallé a nadie. Asustado, me acerqué tembloroso y entré en la oficina. Efectivamente, no había luz, aunque sí escuché el sonido de las teclas. Vi las mesas de oficina y vi a los trabajadores tecleando. Visiblemente más tranquilo, me dispuse a examinar las luces. Fue entonces cuando todos detuvieron el tecleo y me miraron. No podía verles bien el rostro, pero sus ojos brillaban en la oscuridad.

  • ¿Qué ocurre, señor? — dijo uno de ellos con una voz sobrenatural.

Sin pensarlo, salí pitando de allí y cerré la oficina. No escuché gente persiguiéndome, pero, aun así, no me detuve hasta llegar a la tercera planta.

Fue entonces cuando, después de la oficina trece, vi otra que ponía “Solo personal autorizado”. La había visto antes, pero hasta ahora no había sentido necesidad de entrar. Gracias a que tenía la llave maestra, pude entrar sin problemas.

Me llevó a un despacho sin ventanas. Con la luz de la linterna, encontré un escritorio con un cajón cerrado con llave. Ya me habían pasado cosas demasiado extrañas, y estaba dispuesto a descubrir que pasaba. Así pues, de un par de patadas, destrocé el cajón y de él salió un único documento en una carpeta marrón que rezaba: CLASIFICADO. Obviamente, lo abrí y decidí leer al tiempo que pensaba:

¿Qué está pasando aquí?

El documento decía:



CLASIFICADO



Este documento solo debe ser leído por el creador del documento y todos aquellos que participaron en él.

Bien, dicho esto…



El documento explicaba muchas cosas, las cuales yo no entendía. Tenía doce páginas y al llegar a la onceava, entendí muchas cosas y solo pude clasificarlo con una palabra: turbio. Habían pasado cosas muy turbias allí.

Todos los empleados de la empresa KINGDOM, firmarán un documento donde expresamente, debe entregarnos sus almas. Una vez hecho esto, deberán trabajar 24/7 sin perder tiempo para comer, ir al baño o ducharse. La muerte natural o prematura del sujeto no será un problema. Si es imprescindible que no tengan familia, ni amigos ni nadie que los eche de menos.

Y aquello no era todo. Al parecer, la empresa quebró hace diez años. Algo de que la policía había encontrado a trabajadores siendo esclavizados y la empresa fue a juicio y se arruinó. Encontré otros documentos en la mesa, que no vi antes porque estaba oscuro. Pero eran los contratos firmados por los empleados. Firmados con sangre. Tragué saliva. Yo no había utilizado sangre. Pero si un bolígrafo rojo. Fue el que me ofrecieron. Me resultó raro, pero supuse que no tenían otro en aquel momento. Yo tampoco tenía familia ni amigos. Con el tiempo, los fui perdiendo. Y me fijé que los contratos laborales eran idénticos al mío y ninguno señalaba que vendieras tu alma. Lo único distinto al resto de contratos era el bolígrafo rojo.

Tragué saliva. Debía marcharme de allí cuanto antes.

Y fue entonces cuando la puerta del despacho empezó a temblar. Pronto entendí que no eran temblores, sino que estaban golpeando la puerta con violencia. Me escondí tras el escritorio y pensé que ya me habían encontrado e iba a morir. Pero tras unos minutos los golpes cesaron y tras otros quince minutos, me decidí a salir, porra en mano. No había nadie en el pasillo.

Hiperventilando, finalmente subí las escaleras hasta la cuarta planta, que me llevaría a la azotea. Subí la escalera de mano, abrí la puerta y llegué a la azotea. Enseguida cerré la puerta y usé el teléfono, pero tampoco allí había cobertura.

Fue entonces cuando el ser de la oficina siete reapareció, abalanzándose sobre mí y tirándome el teléfono. Con ira, me mordió el cuello y grité de dolor. Movido por mis ansias de sobrevivir, le di un cabezazo que la echó para atrás. Entonces me incorporé y saqué la porra. La mujer se movía como una araña y su cabello negro unido a sus ojos negros, su rostro lleno de venas oscuras y sus dientes podridos me hizo temblar como un niño.

Esquivé como pude el ataque del monstruo y luego la aticé con la porra. Aterrado, me di cuenta de que no le hizo nada. Me miró, más cabreada que antes y, de un zarpazo, me hizo un serio corte en la muñeca y retiró mi porra. Sangre roja salía a raudales y el ser volvió a tumbarme.

Ya estaba. Ahora sí iba a morir. Pero entonces, no estarías leyendo estas líneas. ¿Cómo sobreviví? No apareció nadie para salvarme. Estaba completamente solo. Y aquella no era la única criatura que quería asesinarme, pero sí la que había logrado llegar hasta mí. Agarraba con sus garras mis brazos y me enseñó una legua bífida que más que asustarme, me asqueó. Así que hice lo único que podía hacer: le di una patada en su estómago. Esta chilló, pero no cedió. Le di varias más y logré quitármela de encima. Entonces, le di otra más y la envié hasta el precipicio, donde la vi precipitarse al vacío. Respiré aliviado. Ya estaba. Una criatura menos. Ahora debía salir del edificio.

Estuve caminando por el borde, mirando cada dos por tres hacia atrás y los lados, para asegurarme de que nadie me empujaba por la espalda y caía al vacío. Vi entonces unas escaleras de emergencia. Esa era mi salida. Corrí hacia ella y entonces, apareció un hombre. Llevaba por toda ropa unos vaqueros y camisa verde raída. Sus dientes estaban podridos pero sus ojos eran blancos en lugar de oscuros. Me detuve. En mi recorrido, había recuperado la porra, pero sabía que serviría de bien poco. Fue entonces cuando, sin tiempo a defenderme, el tipo me atacó. A una velocidad comparable a Superman. Para cuando me quise dar cuenta, me había atravesado el corazón con una de sus manos en forma de garra. Sacó mi corazón y dijo con voz siniestra y sus labios curvados en una tétrica y retorcida sonrisa:

  • Bienvenido a la eternidad, señor.

Entonces, todo se volvió oscuro.

Te preguntarás como estás leyendo estas líneas entonces. Si yo morí y no pude escribirlas. Claro que pude. Verás, según los informes que leí, al firmar con sangre, vendías tu alma a la empresa. Una empresa que se esfumó hace ya diez años. Pero seguía operando en las sombras para el rey del Infierno y todos nosotros éramos sus esclavos. En realidad, el objetivo de la empresa era recolectar almas para el infierno que trabajasen para enriquecer a los empresarios que, ya muertos, seguían queriendo enriquecerse a costa de sus trabajadores, dándole mala fama de paso a las empresas que de verdad hacían las cosas bien y con honor. Influían en los políticos y corrompían a otra gente de bien. Y en el infierno no hay descanso. Trabajamos veinticuatro horas, siete días a la semana y no necesitamos beber, descansar o comer. Pero el desgaste mental es real. Y, aunque por el día no es visible, cuando el sol se oculta, la oficina infernal sale a la luz y comparto mesa con la mujer que me atacó (que, al estar ya muerta, al caer del edificio no podía morir) y con el tipo que me mató. Aparte del trabajo hay incontables torturas físicas y emocionales. No es un final feliz.

Espero, con esta historia que escribo, poder advertir al mundo de lo que pasa y evitar que otros firmen lo que yo firmé y poder librarlos de un futuro de miseria eterno. Si estás leyendo esto, es porque has encontrado el documento donde yo lo escondí. Por favor, no lo lleves a la policía, no te creerían. Mejor, llévalo a un cura o sacerdote. Ellos sabrán que hacer. Tal vez alguno de ellos pueda exorcizar el lugar y salvarnos a todos.



lunes, 19 de junio de 2023

MEDUSA

 

La leyenda de Medusa es famosa. Sin embargo, siempre ha sido retratada como una villana. Este relato pretende dar un poco de justicia a esta leyenda, más no justificar sus posteriores decisiones. Atenea, celosa de la belleza de Medusa, y de que Zeus la prefiriera a ella, decidió castigarla transformándola en una gorgona. La gorgona más peligrosa jamás creada.

Esta historia tiene lugar años después de haber sido transformada, pero años antes de la aparición de Perseo, el héroe que lograría derrotarla.

Medusa se encontraba en una cueva, rodeada de estatuas. Había de todos los tamaños: altos, bajos, medianos…

Algunos eran hombres. Delgados, gordos. No distinguían color de piel, pues todos eran de piedra. Algunos sin embargo, tenían rasgos asiáticos. Otras eran mujeres. Calvas, con pelo largo o corto. Daba lo mismo. Pero también había sátiros, un dragón (cuya estatua casi no cabía en la enorme cueva) y otras gorgonas.

Sus víctimas. Todo aquel que osó molestarla o entrar en sus dominios.

Y no serían las últimas.

Medusa llevaba una túnica gris oscura raída. Sus brazos eran delgados y esqueléticos. Se alimentaba sobre todo de peces y de sus propias víctimas, las que no transformaba, además de animales. Su cueva estaba oculta en el bosque, donde cerca había un lago.

Su cabello estaba tapado por un turbante y llevaba una venda sobre los ojos. Todo para pillar desprevenidas a sus víctimas.

Entonces, escuchó a un nuevo visitante. Otra de las habilidades de Medusa era su oído, el cual era excepcional, además de poseer la fuerza de diez hombres.

El visitante era un guerrero. Iba ataviado con una toga blanca y sandalias. Su cabello era pelirrojo y sus ojos eran del color del mar. Era musculoso y delgado y portaba una espada en ambas manos. Medusa se ocultó en una de sus estatuas.


El joven guerrero caminaba valerosamente por la cueva. Aunque por dentro estaba muerto de miedo, jamás lo admitiría. Tampoco se notaba. Sus pasos eran seguros y nada vacilantes, sujetaba con firmeza la espada. Quizá, con demasiada firmeza.

Miró con asombro las estatuas. Según las leyendas, esas eran todas las víctimas de Medusa. Convenientemente, él no conocía que Zeus había violado a Medusa. Atenea, quien le encargó la tarea de acabar con ella (pues se estaba cobrando demasiadas víctimas), le había contado que atentó contra el Olimpo y ese había sido su castigo. Pero ahora él tenía la misión de hacerla perecer y enviarla al Inframundo con Hades. Si hacía eso, Atenea lo recompensaría. Y él estaba dispuesto a satisfacerla. Solo un mortal idiota rechazaría los deseos de una diosa.

¡Medusa! — la llamó con fingida valentía —. Soy Nico. ¡He venido a matarte!

La risa de Medusa le heló la sangre a Nico.


Medusa salió de su escondite. Su sonrisa se ensanchó y mostró unos dientes puntiagudos, propios de un monstruo y menos de un humano.

Nico… Bonito nombre.

Ella se detuvo frente a él, con calma. Nico se tensó. La voz de Medusa era melodiosa y fría como el hielo al mismo tiempo. Nico tragó saliva y dijo:

¿Últimas palabras?

Medusa dijo:

Sí, solo una:

Entonces, al tiempo que lentamente se deshacía de su venda y retiraba el turbante, susurró:

Mírame.

Pero Nico no era idiota y cerró los ojos. Sabía que, de mirar los ojos y cabello de Medusa, moriría. La tensión aumentó en Nico y Medusa empezó a divertirse.

Pobrecito. Piensa que eso lo salvará. Como si muchos no lo hubieran intentado ya antes.

¡Muere monstruo! — gritó Nico.

Y con un grito de guerra, corrió hacia ella. Sin duda, percibió Medusa, Nico había recibido un estricto entrenamiento, entrenando el oído y prescindiendo de la vista.

Ella esquivó el golpe de Nico, le agarró el brazo y le propinó una fuerte patada en el estómago, que lo dobló sobre sí mismo. Pero eso no provocó que soltara la espada ni que abriera los ojos.

Medusa habló entre susurros y con voz melodiosa dijo:

Abre los ojosss. Mírameee.

No…

Casi lo tenía. Era hábil en la lucha, sin duda, y había entrenado muy bien el oído, pero era débil de espíritu. Tampoco podía mover la espada porque ella seguía agarrando su brazo con firmeza, con unas manos que en lugar de uñas, eran garras.

Mírame Nico. Observa este hermoso rostro. Nunca has visto nada igual. Sé que te mueres por verlo. Mírame…


Y finalmente, la frágil voluntad de Nico se rompió. Lentamente, abrió los ojos. En ese momento, gritó de horror:

El cabello de Medusa no era pelo, sino serpientes, vivas y sus ojos eran rojos. En cuanto miró, sus ojos brillaron y luego sobrevino la oscuridad.


El cuerpo de Nico fue transformándose en piedra. Primero fue su rostro, que fue volviéndose rápidamente grisáceo, seguido de sus brazos, torso y piernas.

Medusa sonrió, satisfecha. Su sonrisa era retorcida pero también mostraba algo de tristeza. Tristeza porque esto era cuanto podía aportar al mundo ahora: muerte y sufrimiento. Sus victimas, al transformarse en estatuas, morían, así que el alma de Nico iría al Campo Elíseo. En cambio, ella vagaría por La Tierra, inmortal, deseosa de venganza y sin poder escapar de su prisión. Pero ella se prometió a sí misma que algún día Atenea pagaría por lo que le había hecho.


lunes, 12 de junio de 2023

EL AULLIDO

 

Era viernes a medianoche. Bea, una joven de dieciocho años, regresaba a casa sola después de haber salido de fiesta con su amiga Carmen.

Bea tenía el cabello color café y se había hecho una trenza. Por toda ropa llevaba vaqueros y una camiseta negra. De calzado llevaba unas zapatillas de tela.

La calle por la que iba caminando estaba silenciosa. Reinaba un silencio espeluznante. La quietud la noche intranquilizó a Bea. Solo sus pasos resonaban en la calzada. A la derecha había casas y a la izquierda, un colegio.

Y en medio de la noche, un aullido puso los pelos de punta a Bea. Se detuvo en seco, petrificada por el terror. Había sonado a un lobo, pero estaban en la ciudad y en aquella ciudad, no había ningún zoo ni ningún circo. ¿Quizás uno que se hubiera escapado? El aullido sonó débil, pero en la quietud de la noche, se escuchó perfectamente. Seguramente, dentro de las casas nadie o casi nadie, lo habría escuchado. Seguramente, si no oían nada más, simplemente lo ignorarían y seguirían con sus vidas.

Pero Bea no era así. Ella era demasiado curiosa, lo cual era algo contradictorio pues también era muy asustadiza. Pero así era Bea.

Y decidida, optó por internarse en aquel colegio y averiguar la razón del aullido. ¿Y si era un pobre perrito que necesitaba ayuda? Aquella posibilidad encogió el corazón de Bea y fue lo que terminó de convencerla, a pesar de que colarse en un colegio en mitad de la noche un viernes no es algo que cualquier estudiante estuviera deseoso de hacer.

Ni nadie en sus cabales, ya puestos.

Pero Bea lo hizo igualmente.

Saltó la verja y aterrizó en el patio del instituto. Delante de ella se alzaban los muros de la escuela y la puerta principal. Llegó a la puerta, la cual era de cristal. Cristal a prueba de balas. Bea tiró de sí pero, obviamente, estaba cerrada. Suspiró, airada. Así no podría entrar. Tendría que buscar otra solución.

Dio un rodeo y terminó visualizando una pequeña rendija en la parte baja de la pared que, supuso, conducía al sótano. Sin embargo, era muy estrecho y pequeño. Ni siquiera ella cabría por ahí. Se atoraría y entonces tendrían que llamar a los bomberos y…

Solo de pensarlo, Bea se puso roja de vergüenza y decidió buscar otra entrada. Al parecer, allanar un colegio no le causaba vergüenza alguna.

Y por fin, encontró la solución:

Una ventana. Y una piedra.

Cerca de donde estaba la rendija que conducía al sótano, Bea vio una ventana algo agrietada situada en la segunda planta. Y una piedra en el suelo. Asegurándose de que no la veían, agarró la piedra y la lanzó con todas sus fuerzas contra la ventana. Esta terminó de romperse en mil pedazos. No sonó ninguna alarma y, por fortuna, nadie pareció oírlo.

Bea tomó impulso y se agarró al alféizar de la ventana. Empujó su cuerpo hacia adelante y entró al instituto.

El pasillo que se abría ante ella estaba completamente a oscuras. Solo la Bea de la luna llena iluminaba el lugar. Bea quedó indecisa. ¿En qué dirección debía ir? Ya no escuchaba aullido alguno y no sabía en qué parte había sido. ¿Quizás en el sótano? Le pareció que había sonado cerca. Probaría ahí.

Miró en las otras aulas por si acaso e incluso en los baños, pero no encontró ningún animal. Bea estaba convencida de que, más que un lobo, era un perro el que se hallaba allí. El cómo habría llegado solo podía suponerlo.

Pero llegó al sótano, cuya puerta estaba bloqueada por un candado. Eso, presintió Bea, era la señal de que iba por buen camino.

Buscó en la cocina del instituto y encontró un corta cadenas y una pequeña linterna.

¿Un corta cadenas en la cocina?

Desde luego, la ubicación del objeto era, cuanto menos, extraña, pero supuso que cosas más raras se habían visto. Agarró la herramienta y con ella cortó las cadenas que bloqueaban el acceso al sótano. Sin duda, quien la hubiera sellado tendría muchas preguntas, pero para entonces ella ya no estaría ahí. Confiaba en que las cámaras del centro no captaran su rostro y que, al ver que no se había llevado nada, quedara, si es que la atrapaban, en un mero susto.

Unas escaleras aparecieron nada más abrir la puerta del sótano. Bajó las escaleras y allí alumbró con la linterna la estancia. El suelo era gris y tenía manchas rojas en el suelo. Vio restos de carne reseca y huesos. Y vio una larga cadena que seguía hasta el fondo. Escuchó un gruñido amenazador.

Bea tragó saliva. Por que lo que vio no era un perro.

Era, efectivamente un lobo. Pero no un lobo corriente. Este doblaba en tamaño al lobo más grande que pudiera existir. Su pelaje era completamente negro. Sus ojos estaban inyectados en sangre y gruñía amenazante. Sus dientes eran sables y sus garras, dagas. Una enorme cadena de hierro le sujetaba el cuello, impidiendo que escapara. Eso relajó algo a Bea, pero solo un instante, ya que luego se percató de que las cadenas que lo sujetaban estaban oxidadas y agrietadas. Sin duda, quien quiera que lo atrapara allí, llevaba mucho tiempo desaparecido.

El lobo, al verla, se abalanzó sobre ella rugiendo. Bea gritó, trastabilló y cayó al suelo. Tuvo encima a la bestia, todo el cuerpo de ella bajo el de él. Desde abajo, la criatura era si cabía más inmensa y aterradora. La baba del lobo caía en el hombro izquierdo de ella. Bea estaba paralizada por el terror. De pronto, se dio cuenta de que el ser, aunque deseaba devorarla, no podía, pues las cadenas impedían, por muy poco, que el lobo pudiera morderla. Apenas escasos centímetros la separaban de un mordisco mortal. El lobo, en un intento desesperado por devorar a su presa, tiró más fuerte de la cadena y esta se agrietó todavía más. Entonces Bea comprendió que si la cadena había aguantado tanto tiempo, es porque el lobo no tenía una motivación lo suficientemente poderosa como para romperla.

Pero ahora estaba ella y las cadenas no eran lo sólidas que solían ser.

Bea sabía que era cuestión de tiempo que el ser se liberara, por lo que, saliendo de la parálisis, se arrastró por el suelo hasta salir de debajo de la criatura y se incorporó. Estaba subiendo las escaleras cuando la criatura dio otro tirón y finalmente rompió las cadenas.

Bea cerró la puerta del sótano justo cuando la criatura recorría las escaleras a velocidad vertiginosa. Escuchó a la criatura dar un cabezazo contra la puerta. Las paredes temblaron y la puerta también. Además, la puerta se agrietó y trozos de madera (el material de la puerta) se astillaron. Sin pensarlo, Bea corrió dirección a la puerta de la cocina pero, al intentar abrirla, descubrió que estaba cerrada por fuera. Y para colmo, no tenía tiempo ni ninguna idea de dónde se podría encontrar la llave.

Pero sí podía huir por donde había entrado. No estaba muy lejos y, si se daba prisa, podría lograrlo. Echó a correr justo cuando la criatura dio otro cabezazo, destrozando la puerta. Sin detenerse ni un segundo, el lobo corrió tras Bea, quien corrió con todas sus fuerzas. Notaba el corazón latir con fuerza. El sudor le caía por la frente. Jadeaba. Movía sus piernas todo lo rápido que podía, pero notaba al lobo pisándole los talones. No era un lobo normal y eso Bea lo sabía.

Estaba llegando a la ventana, pero notaba a la criatura casi encima de ella. Giró a la izquierda en el pasillo, donde el lobo la perdió de vista un momento. Sin embargo, en breve la alcanzaría.

No lo voy a lograr comprendió Bea, aterrorizada.

Fue entonces cuando vio a mano izquierda la puerta de un aula. Bea decidió arriesgarse. Viró a la izquierda y trató de abrir la puerta del aula.

Lo logró.

Abrió la puerta y cerró. Escuchó al lobo derrapar. Seguramente, ahora mismo estaría olisqueando el aire.

Bea hiperventilaba. Trató de analizar la situación:

se había colado en un instituto porque creía que un perro necesitaba ayuda. Y en su lugar, se topó con un lobo enorme que estaba atado en el sótano y deseaba matarla. Echó un vistazo al aula: era grande, con varios pupitres de madera. Cerca de ella se hallaba la pizarra y el escritorio del profesor (o profesora). Pero no fue eso lo que llamó su atención, sino las ventanas. Se acercó a ellas. Tenían la misma altura que la otra ventana. Y abajo había hierba. Podía saltar por ahí. Podía escapar. Había encontrado una salida.

Su pie chocó con algo. Intrigada, bajó la mirada y se topó con una papelera. Dentro solo había un papel echa bola. Curiosa, Bea agarró el papel y lo desdobló. Lo que leyó la dejó muda. La letra estaba escrita con bolígrafo y estaba algo borroso, pero era legible:


Querido James:

Lamento informarle de que sus días en este centro han terminado. No es inteligente, ni responsable, mantenerle encadenado en el sótano de un instituto. No obstante, le alegrará saber que he encontrado unas nuevas instalaciones para usted. Una bonita casa en el campo, lejos de cualquier víctima y con un sótano construido por mí, reforzado. Recuerde que nada de esto es culpa suya.

Con cariño, el Director José Moretz.


¿A quien pretendo engañar? Tengo que matarlo. Desde que aquel licántropo lo mordió, cada vez está más irritable. La bestia se está apoderando de él. Pronto dejará de ser parte humano y será completamente bestia. Lo haré esta noche.


Cuando Bea terminó de leer, pensó:

Un licántropo…

Así que eso era ese lobo. Un licántropo. Por eso era tan grande y por eso estaba atrapado allí. Bea empezó a atar cabos. En algún momento, a ese pobre hombre lo mordieron. Su amigo, que era director de ese colegio, lo descubrió o se lo revelaron. Decidió ocultarlo ahí de forma momentánea, mientras encontraba otro lugar mejor, pero se dio cuenta de que era demasiado peligroso. Dijo que iba a hacerlo esa noche. Pero a juzgar por la sangre de sótano y los huesos que vio, Bea entendió el destino del director. Solo le quedaba escapar.

La puerta del aula tembló y se agrietó. Escuchó gruñidos. ¡El licántropo la había detectado! Debía escapar enseguida.

Bea abrió la ventana. El lobo volvió a embestir, rompiendo la puerta. El lobo se acercó rápidamente hacia ella. Sus patas resonaban en el suelo. Bea se giró justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Ella saltó hacia la izquierda. El lobo cayó por la ventana. Bea se asomó lentamente, temerosa.

Allí estaba el licántropo, ileso. Había aterrizado de pie. Le dedicó una mirada amenazadora, enseñando todos sus colmillos y una expresión de furia. Luego, en lugar de perseguirla, se dirigió hacia la salida.

Bea hiperventilaba. Había estado a punto de morir. Pero no podía quedarse allí. ¿Y si el licántropo regresaba? Salió del aula, cerró la puerta y se asomó a la ventana por la que había entrado. No vio al lobo. Se agarró al alfeizar y luego se dejó caer. Aterrizó de rodillas y soltó un quejido ahogado. Se incorporó. Las piernas le pesaban y temblaban. Tragó saliva y salió del instituto.

No volvió a tener noticias del lobo. Solo vio noticias de que alguien había entrado a robar al instituto. Pero ninguna mención a ningún lobo gigante.

La pesadilla había terminado.