Me llamo León. Tengo treinta y cinco años. Hoy voy a relatarles una historia que, quizá, podría catalogarse de terror. Al menos, lo fue para mí.
Todo empezó cuando me dieron mi nuevo trabajo en un edificio de oficinas de la ciudad. Me despidieron del anterior por fin de contrato. Este prometía algo mejor. Era indefinido y era nocturno. No es que eso me fuera mucho. Pero necesitaba comer y eso fue lo más rápido que hallé. Mi trabajo era simple: era vigilante de seguridad. En realidad, no debería ser un trabajo difícil. A esas horas todo estaba tranquilo, con pocas personas trabajando. Eran todos informáticos y se dedicaban a realizar soportes y cosas varias que no entendía, pero que eran vitales. Así que trabajaban cómodamente en sus oficinas mientras yo tenía que trabajar aquí, en recepción. Solo debía comprobar que todo estuviera tranquilo y ya.
Mi turno empezó a las diez de la noche y no terminaría hasta las seis.
La recepción era sencilla: un pequeño vestíbulo y mi mesa, con casilleros para cartas a mi espalda. A mi derecha, se hallaba una escalera para subir a los demás pisos y, al lado de esta, un ascensor. A la media hora subí a la primera planta. Tenía que ir al servicio para orinar. La planta estaba tranquila, tratándose de un pasillo con puertas a los lados. Casi todas ellas de oficinas. Una era del baño, el cual era mixto. Entré y cerré la puerta.
Una vez hice mis necesidades, procedí a lavarme las manos. Vi mi rostro: ojos azules, cabello pelirrojo. Cara pálida, similar a la de un vampiro. Llevaba el uniforme de vigilante, pantalones negros, camisa azul y botas de seguridad. Llevaba una porra, pero eso era todo. Nada de armas de fuego. En mi caso, lo agradecí, nunca me habían gustado nada.
Decidí entonces dar una vuelta. Me aburría demasiado abajo. Había demasiado silencio. Armado con mi linterna, iluminé el pasillo y llegué a la escalera. Subiría por ellas y así inspeccionaría lentamente y sin prisas, cada planta. No esperaba realmente encontrar nada. Pero así me entretenía un poco. Decidí que luego me sentaría a mirar el teléfono un rato y, si seguían las cosas tranquilas, quizá una siestecita (sé que no hay que dormirse, pero estaba aburrido y no pasaba nada).
Pero todos esos planes se fueron al traste rápidamente cuando, llegado a la planta uno, sonó el teléfono de recepción. De una carrera, llegué y descolgué. Ni diez segundos pasaron. Entonces, oí una voz algo siniestra que dijo:
Oficina siete.
Colgó. Solo escribiéndolo, es difícil imaginarlo, pero intentad imaginar la voz más tétrica que podáis. Eso os dará una idea. Teniendo en cuenta que eran las once de la noche de un lunes, con todas las tiendas cerradas y el edificio en el más absoluto silencio y calles vacías. Ah, y sin luz en las calles.
Temblando, descolgué. Aquella voz podría haber sido un bromista, pero lo que dijo me dejó intrigado y aterrado.
La oficina Siete se hallaba en la planta primera, justo adonde yo me dirigía. ¿Habría pasado algo ahí? No pude identificar el número, ya que llamó en desconocido. Decidí investigar, aunque seguramente, no sería nada.
Eso quise pensar. No podía estar más equivocado.
Llegué allí. Por alguna razón, las luces no encendían en el pasillo. Estaba situado frente a la puerta. Llamé al timbre, pero este no sonó. Así pues, toqué tres veces la puerta con los nudillos, cuyo eco retumbó en el pasillo y me dio escalofríos.
La puerta se abrió sola, sin nadie que la abriese. Tragué saliva. Supuse que sería el viento y que la puerta no la abrían cerrado bien. terminé de abrir la puerta y la cerré suavemente. Me fijé entonces que ninguna ventana estaba abierta. Y las luces no encendían, de modo que utilicé mi linterna para alumbrar la estancia.
La oficina Siete era una sala de despachos. Había muchas mesas en el lugar y algunos despachos al fondo. No vi a nadie allí, salvo a una mujer recostada en la recepción. Molesto porque se hubiera dormido en el trabajo, me acerqué con pasos decididos hacia ella. Mis pasos resonaban en el lugar. La mujer tenía el cabello largo y negro, y llevaba una camisa blanca. Era todo cuanto podía ver. Le toqué el hombro con suavidad y preparé mi discursito de reproche.
Pero no estaba listo para lo que ocurrió a continuación.
La mujer me agarró del brazo. Solo que su mano no era una mano corriente. Sus dedos eran alargados y tenían forma de garras. Al alzar el rostro, lo tenía ceniciento, con dos ojos rojos y dientes podridos y puntiagudos. Venas oscuras tatuaban su piel y dijo con una voz siniestra que incluso al momento de escribir estas palabras, me hielan la sangre y me pongo a temblar cual cervatillo:
Vas a ir al Infierno.
Su brazo era fuerte, pero presa del pánico, empecé a sacudírmela y, a agarrando la porra (pues la mano agarrada sostenía la linterna), le di un par de golpes que, si bien no la mataron, bastaron para que me soltara. Presa del pánico, salí pitando de allí. Aún la escuchaba detrás de mí, corriendo, persiguiéndome. Iba a cuatro patas, cual araña, mientras soltaba un chillido agónico. Cerré la puerta, que dio un portazo que retumbó en todo el lugar y bajé las escaleras.
Gracias a Dios, la recepción todavía tenía luz. Traté de abrir la puerta, pero estaba atascada.
Estaba atrapado dentro con esa cosa.
Miré hacia todos lados, muerto de miedo. Descolgué el teléfono y vi, horrorizado, que no había línea (un clásico en estas cosas), así que decidí ir al garaje. Tenía el mando de la puerta y esta tendría que abrirse. ¿Lo malo? Solo podía ir por el ascensor (bravo por el que construyó el edificio). Así pues, me monté y pulsé.
Pero el ascensor no iba.
Mierda.
Cada vez estaba más asustado. No obstante, no escuchaba a aquella cosa por ninguna parte. No sabía si sería buena señal. Miré mi reloj: eran todavía las doce de la noche. Aún faltaban seis horas para el amanecer. Sin un arma, no conseguiría sobrevivir a aquella noche. Solo restaba buscar otra salida. Y para eso, tendría que subir arriba de nuevo.
El edificio, por si no lo he dicho antes, consta de cuatro plantas y en la primera estaba esa “cosa”. Así pues, llegué a la segunda planta. En la cuarta, había una trampilla que me llevaría a la azotea, desde donde podría escalar hacia abajo y salir. Aunque primero buscaría señal en el teléfono por si podía llamar a emergencias.
En la segunda planta, algo más ocurrió. Escuché como la voz de uno de los informáticos me llamaba desde la oficina nueve.
Oiga, señor, ¿podría venir?
Aunque asustado, me complació oír una voz normal. Me acerqué rápidamente y empecé a advertirles:
Oiga, tenemos que evacuar el edificio.
¿Y eso? — dijo la voz, con una tranquilidad que me inquietó.
Me detuve un segundo. ¿Qué iba a decirle? No iba a contarle que un ser extraño me perseguía, así que en su lugar respondí:
Una de las trabajadoras de la oficina siete me ha atacado y anda suelta por el edificio. Podríamos correr peligro.
Señor.
¿Sí?
No hay nadie en la oficina siete. Solo estamos nosotros.
Aquello me paralizó un momento. No podía verle la cara al de la oficina, puesto que la puerta estaba cerrada, pero imaginaba la mía: labios firmemente cerrados y rostro tieso.
Debe haber un error. No…
Oiga ¿podría entrar por favor? No encienden las luces y creemos que se han fundido.
Algo asustado, acerqué la mano hacia el picaporte de la oficina nueve. No, aquel hombre tenía que estar equivocado. No podía ser que…
Al abrir la puerta, no hallé a nadie. Asustado, me acerqué tembloroso y entré en la oficina. Efectivamente, no había luz, aunque sí escuché el sonido de las teclas. Vi las mesas de oficina y vi a los trabajadores tecleando. Visiblemente más tranquilo, me dispuse a examinar las luces. Fue entonces cuando todos detuvieron el tecleo y me miraron. No podía verles bien el rostro, pero sus ojos brillaban en la oscuridad.
¿Qué ocurre, señor? — dijo uno de ellos con una voz sobrenatural.
Sin pensarlo, salí pitando de allí y cerré la oficina. No escuché gente persiguiéndome, pero, aun así, no me detuve hasta llegar a la tercera planta.
Fue entonces cuando, después de la oficina trece, vi otra que ponía “Solo personal autorizado”. La había visto antes, pero hasta ahora no había sentido necesidad de entrar. Gracias a que tenía la llave maestra, pude entrar sin problemas.
Me llevó a un despacho sin ventanas. Con la luz de la linterna, encontré un escritorio con un cajón cerrado con llave. Ya me habían pasado cosas demasiado extrañas, y estaba dispuesto a descubrir que pasaba. Así pues, de un par de patadas, destrocé el cajón y de él salió un único documento en una carpeta marrón que rezaba: CLASIFICADO. Obviamente, lo abrí y decidí leer al tiempo que pensaba:
¿Qué está pasando aquí?
El documento decía:
CLASIFICADO
Este documento solo debe ser leído por el creador del documento y todos aquellos que participaron en él.
Bien, dicho esto…
El documento explicaba muchas cosas, las cuales yo no entendía. Tenía doce páginas y al llegar a la onceava, entendí muchas cosas y solo pude clasificarlo con una palabra: turbio. Habían pasado cosas muy turbias allí.
Todos los empleados de la empresa KINGDOM, firmarán un documento donde expresamente, debe entregarnos sus almas. Una vez hecho esto, deberán trabajar 24/7 sin perder tiempo para comer, ir al baño o ducharse. La muerte natural o prematura del sujeto no será un problema. Si es imprescindible que no tengan familia, ni amigos ni nadie que los eche de menos.
Y aquello no era todo. Al parecer, la empresa quebró hace diez años. Algo de que la policía había encontrado a trabajadores siendo esclavizados y la empresa fue a juicio y se arruinó. Encontré otros documentos en la mesa, que no vi antes porque estaba oscuro. Pero eran los contratos firmados por los empleados. Firmados con sangre. Tragué saliva. Yo no había utilizado sangre. Pero si un bolígrafo rojo. Fue el que me ofrecieron. Me resultó raro, pero supuse que no tenían otro en aquel momento. Yo tampoco tenía familia ni amigos. Con el tiempo, los fui perdiendo. Y me fijé que los contratos laborales eran idénticos al mío y ninguno señalaba que vendieras tu alma. Lo único distinto al resto de contratos era el bolígrafo rojo.
Tragué saliva. Debía marcharme de allí cuanto antes.
Y fue entonces cuando la puerta del despacho empezó a temblar. Pronto entendí que no eran temblores, sino que estaban golpeando la puerta con violencia. Me escondí tras el escritorio y pensé que ya me habían encontrado e iba a morir. Pero tras unos minutos los golpes cesaron y tras otros quince minutos, me decidí a salir, porra en mano. No había nadie en el pasillo.
Hiperventilando, finalmente subí las escaleras hasta la cuarta planta, que me llevaría a la azotea. Subí la escalera de mano, abrí la puerta y llegué a la azotea. Enseguida cerré la puerta y usé el teléfono, pero tampoco allí había cobertura.
Fue entonces cuando el ser de la oficina siete reapareció, abalanzándose sobre mí y tirándome el teléfono. Con ira, me mordió el cuello y grité de dolor. Movido por mis ansias de sobrevivir, le di un cabezazo que la echó para atrás. Entonces me incorporé y saqué la porra. La mujer se movía como una araña y su cabello negro unido a sus ojos negros, su rostro lleno de venas oscuras y sus dientes podridos me hizo temblar como un niño.
Esquivé como pude el ataque del monstruo y luego la aticé con la porra. Aterrado, me di cuenta de que no le hizo nada. Me miró, más cabreada que antes y, de un zarpazo, me hizo un serio corte en la muñeca y retiró mi porra. Sangre roja salía a raudales y el ser volvió a tumbarme.
Ya estaba. Ahora sí iba a morir. Pero entonces, no estarías leyendo estas líneas. ¿Cómo sobreviví? No apareció nadie para salvarme. Estaba completamente solo. Y aquella no era la única criatura que quería asesinarme, pero sí la que había logrado llegar hasta mí. Agarraba con sus garras mis brazos y me enseñó una legua bífida que más que asustarme, me asqueó. Así que hice lo único que podía hacer: le di una patada en su estómago. Esta chilló, pero no cedió. Le di varias más y logré quitármela de encima. Entonces, le di otra más y la envié hasta el precipicio, donde la vi precipitarse al vacío. Respiré aliviado. Ya estaba. Una criatura menos. Ahora debía salir del edificio.
Estuve caminando por el borde, mirando cada dos por tres hacia atrás y los lados, para asegurarme de que nadie me empujaba por la espalda y caía al vacío. Vi entonces unas escaleras de emergencia. Esa era mi salida. Corrí hacia ella y entonces, apareció un hombre. Llevaba por toda ropa unos vaqueros y camisa verde raída. Sus dientes estaban podridos pero sus ojos eran blancos en lugar de oscuros. Me detuve. En mi recorrido, había recuperado la porra, pero sabía que serviría de bien poco. Fue entonces cuando, sin tiempo a defenderme, el tipo me atacó. A una velocidad comparable a Superman. Para cuando me quise dar cuenta, me había atravesado el corazón con una de sus manos en forma de garra. Sacó mi corazón y dijo con voz siniestra y sus labios curvados en una tétrica y retorcida sonrisa:
Bienvenido a la eternidad, señor.
Entonces, todo se volvió oscuro.
Te preguntarás como estás leyendo estas líneas entonces. Si yo morí y no pude escribirlas. Claro que pude. Verás, según los informes que leí, al firmar con sangre, vendías tu alma a la empresa. Una empresa que se esfumó hace ya diez años. Pero seguía operando en las sombras para el rey del Infierno y todos nosotros éramos sus esclavos. En realidad, el objetivo de la empresa era recolectar almas para el infierno que trabajasen para enriquecer a los empresarios que, ya muertos, seguían queriendo enriquecerse a costa de sus trabajadores, dándole mala fama de paso a las empresas que de verdad hacían las cosas bien y con honor. Influían en los políticos y corrompían a otra gente de bien. Y en el infierno no hay descanso. Trabajamos veinticuatro horas, siete días a la semana y no necesitamos beber, descansar o comer. Pero el desgaste mental es real. Y, aunque por el día no es visible, cuando el sol se oculta, la oficina infernal sale a la luz y comparto mesa con la mujer que me atacó (que, al estar ya muerta, al caer del edificio no podía morir) y con el tipo que me mató. Aparte del trabajo hay incontables torturas físicas y emocionales. No es un final feliz.
Espero, con esta historia que escribo, poder advertir al mundo de lo que pasa y evitar que otros firmen lo que yo firmé y poder librarlos de un futuro de miseria eterno. Si estás leyendo esto, es porque has encontrado el documento donde yo lo escondí. Por favor, no lo lleves a la policía, no te creerían. Mejor, llévalo a un cura o sacerdote. Ellos sabrán que hacer. Tal vez alguno de ellos pueda exorcizar el lugar y salvarnos a todos.