lunes, 12 de junio de 2023

EL AULLIDO

 

Era viernes a medianoche. Bea, una joven de dieciocho años, regresaba a casa sola después de haber salido de fiesta con su amiga Carmen.

Bea tenía el cabello color café y se había hecho una trenza. Por toda ropa llevaba vaqueros y una camiseta negra. De calzado llevaba unas zapatillas de tela.

La calle por la que iba caminando estaba silenciosa. Reinaba un silencio espeluznante. La quietud la noche intranquilizó a Bea. Solo sus pasos resonaban en la calzada. A la derecha había casas y a la izquierda, un colegio.

Y en medio de la noche, un aullido puso los pelos de punta a Bea. Se detuvo en seco, petrificada por el terror. Había sonado a un lobo, pero estaban en la ciudad y en aquella ciudad, no había ningún zoo ni ningún circo. ¿Quizás uno que se hubiera escapado? El aullido sonó débil, pero en la quietud de la noche, se escuchó perfectamente. Seguramente, dentro de las casas nadie o casi nadie, lo habría escuchado. Seguramente, si no oían nada más, simplemente lo ignorarían y seguirían con sus vidas.

Pero Bea no era así. Ella era demasiado curiosa, lo cual era algo contradictorio pues también era muy asustadiza. Pero así era Bea.

Y decidida, optó por internarse en aquel colegio y averiguar la razón del aullido. ¿Y si era un pobre perrito que necesitaba ayuda? Aquella posibilidad encogió el corazón de Bea y fue lo que terminó de convencerla, a pesar de que colarse en un colegio en mitad de la noche un viernes no es algo que cualquier estudiante estuviera deseoso de hacer.

Ni nadie en sus cabales, ya puestos.

Pero Bea lo hizo igualmente.

Saltó la verja y aterrizó en el patio del instituto. Delante de ella se alzaban los muros de la escuela y la puerta principal. Llegó a la puerta, la cual era de cristal. Cristal a prueba de balas. Bea tiró de sí pero, obviamente, estaba cerrada. Suspiró, airada. Así no podría entrar. Tendría que buscar otra solución.

Dio un rodeo y terminó visualizando una pequeña rendija en la parte baja de la pared que, supuso, conducía al sótano. Sin embargo, era muy estrecho y pequeño. Ni siquiera ella cabría por ahí. Se atoraría y entonces tendrían que llamar a los bomberos y…

Solo de pensarlo, Bea se puso roja de vergüenza y decidió buscar otra entrada. Al parecer, allanar un colegio no le causaba vergüenza alguna.

Y por fin, encontró la solución:

Una ventana. Y una piedra.

Cerca de donde estaba la rendija que conducía al sótano, Bea vio una ventana algo agrietada situada en la segunda planta. Y una piedra en el suelo. Asegurándose de que no la veían, agarró la piedra y la lanzó con todas sus fuerzas contra la ventana. Esta terminó de romperse en mil pedazos. No sonó ninguna alarma y, por fortuna, nadie pareció oírlo.

Bea tomó impulso y se agarró al alféizar de la ventana. Empujó su cuerpo hacia adelante y entró al instituto.

El pasillo que se abría ante ella estaba completamente a oscuras. Solo la Bea de la luna llena iluminaba el lugar. Bea quedó indecisa. ¿En qué dirección debía ir? Ya no escuchaba aullido alguno y no sabía en qué parte había sido. ¿Quizás en el sótano? Le pareció que había sonado cerca. Probaría ahí.

Miró en las otras aulas por si acaso e incluso en los baños, pero no encontró ningún animal. Bea estaba convencida de que, más que un lobo, era un perro el que se hallaba allí. El cómo habría llegado solo podía suponerlo.

Pero llegó al sótano, cuya puerta estaba bloqueada por un candado. Eso, presintió Bea, era la señal de que iba por buen camino.

Buscó en la cocina del instituto y encontró un corta cadenas y una pequeña linterna.

¿Un corta cadenas en la cocina?

Desde luego, la ubicación del objeto era, cuanto menos, extraña, pero supuso que cosas más raras se habían visto. Agarró la herramienta y con ella cortó las cadenas que bloqueaban el acceso al sótano. Sin duda, quien la hubiera sellado tendría muchas preguntas, pero para entonces ella ya no estaría ahí. Confiaba en que las cámaras del centro no captaran su rostro y que, al ver que no se había llevado nada, quedara, si es que la atrapaban, en un mero susto.

Unas escaleras aparecieron nada más abrir la puerta del sótano. Bajó las escaleras y allí alumbró con la linterna la estancia. El suelo era gris y tenía manchas rojas en el suelo. Vio restos de carne reseca y huesos. Y vio una larga cadena que seguía hasta el fondo. Escuchó un gruñido amenazador.

Bea tragó saliva. Por que lo que vio no era un perro.

Era, efectivamente un lobo. Pero no un lobo corriente. Este doblaba en tamaño al lobo más grande que pudiera existir. Su pelaje era completamente negro. Sus ojos estaban inyectados en sangre y gruñía amenazante. Sus dientes eran sables y sus garras, dagas. Una enorme cadena de hierro le sujetaba el cuello, impidiendo que escapara. Eso relajó algo a Bea, pero solo un instante, ya que luego se percató de que las cadenas que lo sujetaban estaban oxidadas y agrietadas. Sin duda, quien quiera que lo atrapara allí, llevaba mucho tiempo desaparecido.

El lobo, al verla, se abalanzó sobre ella rugiendo. Bea gritó, trastabilló y cayó al suelo. Tuvo encima a la bestia, todo el cuerpo de ella bajo el de él. Desde abajo, la criatura era si cabía más inmensa y aterradora. La baba del lobo caía en el hombro izquierdo de ella. Bea estaba paralizada por el terror. De pronto, se dio cuenta de que el ser, aunque deseaba devorarla, no podía, pues las cadenas impedían, por muy poco, que el lobo pudiera morderla. Apenas escasos centímetros la separaban de un mordisco mortal. El lobo, en un intento desesperado por devorar a su presa, tiró más fuerte de la cadena y esta se agrietó todavía más. Entonces Bea comprendió que si la cadena había aguantado tanto tiempo, es porque el lobo no tenía una motivación lo suficientemente poderosa como para romperla.

Pero ahora estaba ella y las cadenas no eran lo sólidas que solían ser.

Bea sabía que era cuestión de tiempo que el ser se liberara, por lo que, saliendo de la parálisis, se arrastró por el suelo hasta salir de debajo de la criatura y se incorporó. Estaba subiendo las escaleras cuando la criatura dio otro tirón y finalmente rompió las cadenas.

Bea cerró la puerta del sótano justo cuando la criatura recorría las escaleras a velocidad vertiginosa. Escuchó a la criatura dar un cabezazo contra la puerta. Las paredes temblaron y la puerta también. Además, la puerta se agrietó y trozos de madera (el material de la puerta) se astillaron. Sin pensarlo, Bea corrió dirección a la puerta de la cocina pero, al intentar abrirla, descubrió que estaba cerrada por fuera. Y para colmo, no tenía tiempo ni ninguna idea de dónde se podría encontrar la llave.

Pero sí podía huir por donde había entrado. No estaba muy lejos y, si se daba prisa, podría lograrlo. Echó a correr justo cuando la criatura dio otro cabezazo, destrozando la puerta. Sin detenerse ni un segundo, el lobo corrió tras Bea, quien corrió con todas sus fuerzas. Notaba el corazón latir con fuerza. El sudor le caía por la frente. Jadeaba. Movía sus piernas todo lo rápido que podía, pero notaba al lobo pisándole los talones. No era un lobo normal y eso Bea lo sabía.

Estaba llegando a la ventana, pero notaba a la criatura casi encima de ella. Giró a la izquierda en el pasillo, donde el lobo la perdió de vista un momento. Sin embargo, en breve la alcanzaría.

No lo voy a lograr comprendió Bea, aterrorizada.

Fue entonces cuando vio a mano izquierda la puerta de un aula. Bea decidió arriesgarse. Viró a la izquierda y trató de abrir la puerta del aula.

Lo logró.

Abrió la puerta y cerró. Escuchó al lobo derrapar. Seguramente, ahora mismo estaría olisqueando el aire.

Bea hiperventilaba. Trató de analizar la situación:

se había colado en un instituto porque creía que un perro necesitaba ayuda. Y en su lugar, se topó con un lobo enorme que estaba atado en el sótano y deseaba matarla. Echó un vistazo al aula: era grande, con varios pupitres de madera. Cerca de ella se hallaba la pizarra y el escritorio del profesor (o profesora). Pero no fue eso lo que llamó su atención, sino las ventanas. Se acercó a ellas. Tenían la misma altura que la otra ventana. Y abajo había hierba. Podía saltar por ahí. Podía escapar. Había encontrado una salida.

Su pie chocó con algo. Intrigada, bajó la mirada y se topó con una papelera. Dentro solo había un papel echa bola. Curiosa, Bea agarró el papel y lo desdobló. Lo que leyó la dejó muda. La letra estaba escrita con bolígrafo y estaba algo borroso, pero era legible:


Querido James:

Lamento informarle de que sus días en este centro han terminado. No es inteligente, ni responsable, mantenerle encadenado en el sótano de un instituto. No obstante, le alegrará saber que he encontrado unas nuevas instalaciones para usted. Una bonita casa en el campo, lejos de cualquier víctima y con un sótano construido por mí, reforzado. Recuerde que nada de esto es culpa suya.

Con cariño, el Director José Moretz.


¿A quien pretendo engañar? Tengo que matarlo. Desde que aquel licántropo lo mordió, cada vez está más irritable. La bestia se está apoderando de él. Pronto dejará de ser parte humano y será completamente bestia. Lo haré esta noche.


Cuando Bea terminó de leer, pensó:

Un licántropo…

Así que eso era ese lobo. Un licántropo. Por eso era tan grande y por eso estaba atrapado allí. Bea empezó a atar cabos. En algún momento, a ese pobre hombre lo mordieron. Su amigo, que era director de ese colegio, lo descubrió o se lo revelaron. Decidió ocultarlo ahí de forma momentánea, mientras encontraba otro lugar mejor, pero se dio cuenta de que era demasiado peligroso. Dijo que iba a hacerlo esa noche. Pero a juzgar por la sangre de sótano y los huesos que vio, Bea entendió el destino del director. Solo le quedaba escapar.

La puerta del aula tembló y se agrietó. Escuchó gruñidos. ¡El licántropo la había detectado! Debía escapar enseguida.

Bea abrió la ventana. El lobo volvió a embestir, rompiendo la puerta. El lobo se acercó rápidamente hacia ella. Sus patas resonaban en el suelo. Bea se giró justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Ella saltó hacia la izquierda. El lobo cayó por la ventana. Bea se asomó lentamente, temerosa.

Allí estaba el licántropo, ileso. Había aterrizado de pie. Le dedicó una mirada amenazadora, enseñando todos sus colmillos y una expresión de furia. Luego, en lugar de perseguirla, se dirigió hacia la salida.

Bea hiperventilaba. Había estado a punto de morir. Pero no podía quedarse allí. ¿Y si el licántropo regresaba? Salió del aula, cerró la puerta y se asomó a la ventana por la que había entrado. No vio al lobo. Se agarró al alfeizar y luego se dejó caer. Aterrizó de rodillas y soltó un quejido ahogado. Se incorporó. Las piernas le pesaban y temblaban. Tragó saliva y salió del instituto.

No volvió a tener noticias del lobo. Solo vio noticias de que alguien había entrado a robar al instituto. Pero ninguna mención a ningún lobo gigante.

La pesadilla había terminado.

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