Galway, Irlanda, año 1727.
Era una noche tormentosa y lluviosa. Las gotas de agua caían con furia sobre la ventana del dormitorio de Rowan. Rowan era un hombre joven, de veinte años, con el cabello pelirrojo largo, el cual tenía recogido en una coleta. Después de una noche de borrachera, se hallaba acostado sobre la cama, con un pantalón de lino marrón y una camisa blanca manchada de vino. El aliento aún le olía a alcohol cuando un grito horripilante lo sobresaltó.
No era un grito usual. No era el tipo de grito que Rowan calificara como niños jugando, o una mujer siendo agredida. No, más bien, era una especie de grito de angustia, mezclado con advertencia y furia. Era un grito que, sin lugar a dudas, jamás había oído en nadie.
Durante un momento, todos sus sentidos se despertaron al mismo tiempo, el estado de embriaguez se esfumó por completo y su corazón latió con violencia mientras un atontado Rowan buscaba en la oscuridad de su habitación de donde provenía el grito.
Agarró de la mesita situada a su derecha una cerilla y con ella encendió la vela situada en su mesita también. Una pequeña llamada rojiza iluminó tenuemente la habitación, permitiendo que los ojos azules de Rowan escrutaran mejor el lugar.
Durante unos minutos, solo el silencio lo envolvió. Luego, volvió a escuchar el estridente sonido de las gotas de lluvia y los rayos y truenos que traía la tormenta.
Rowan tragó saliva y se dispuso a dormir otra vez, aunque no estaba seguro de poder hacerlo. Seguramente, se dijo, solo había sido una pesadilla muy vivida.
Pero el grito volvió a surgir. Esta vez, mucho más cerca, casi como si le hubieran gritado en la oreja. Un grito mucho más furioso, más furioso que triste. Rowan pegó un bote y casi se cayó del catre. Volvió a respirar, angustiado. Al no haber apagado la vela, pudo observar nuevamente la habitación. Pero no había nada. Ni nadie.
¿Qué le estaba pasando? ¿Estaba perdiendo la cabeza?
No lo sabía, y quizás fuera así mejor. Optó por tratar de dormir otra vez, aunque sabía que no le sería ya posible. Ese grito había sido real, lo sabía.
Y había sonado en su cuarto.
Todo su cuerpo temblaba con violencia, pero sus piernas se negaban a dar un solo paso. Durante un minuto, solo escuchó la lluvia, pero luego comenzó a oír un lamento. Era un sollozo. Era el llanto de una mujer. Un llanto desolador. Era horrible. Rowan se preguntó qué le pasaría. Sonaba como si hubiera perdido un familiar. Parecía el llanto de una mujer adulta. ¿Quizás murió una amiga? ¿Sus padres? No lo sabía. Pero lo que sí sabía es que ese llanto venía del tejado. De SU tejado.
Eso le dio fuerzas para incorporarse. Notaba la vejiga llena, pero en esas condiciones no podía hacer sus necesidades. Le temblaba todo el cuerpo y cada paso le costaba un horror. ¿Qué estaba pasando esa noche? ¿Era acaso un castigo de Dios por haberse embriagado tanto, cuando prometió a su prometida dejarlo? Rowan siempre había sido muy devoto. Nunca le había mentido o tratado de engañar al Señor. Pero si había tenido un momento de debilidad y había fallado a su prometida. Se prometió a si mismo que se lo confesaría al día siguiente. A lo mejor, pensó con horror, era ella quien lloraba desolada, porque había descubierto su embriaguez. Pero eso no tenía sentido, reflexionó después. Ella y él no se habían visto desde hacía dos días y ella estaba de viaje a Dublín para ver a su primo. No tenía sentido.
Abrió, con manos temblorosas, las ventanas. El agua lo golpeó con violencia en la cara, como echándole en cara su pecado. Rowan parpadeó, pero al asomarse a la ventana, no vio a nadie en el tejado. Quizás estuviera más arriba, pensó. Pero desde luego, no tenía pensamiento de subir. De pronto se percató de que el llanto había cesado. Sintió alivio para sus adentros. Se dispuso a cerrar la ventana y así hizo. Pero cuando se dio la vuelta, la vio.
El terror lo invadió y lo dejó mudo. No pudo articular palabra.
Era una mujer joven, preciosa. Llevaba una capa gris por encima y debajo un precioso vestido azul. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su cabello era castaño y le caía en cascada por los hombros. Su rostro era pálido, pero levemente enrojecido a causa del llanto. Era ella sin duda, la mujer que lloraba.
Antes de que Rowan pudiera articular palabra, la mujer gritó. Rowan trastabilló hacia atrás, cayendo hacia la ventana cerrada. Atravesó el cristal, clavándose algunos en la espalda y tropezó con el alfeizar. Pronto notó la caída libre, el viento azotarle la cara, la lluvia bañarle el rostro. Luego su cuerpo se estrelló contra los adoquines de la calle y Rowan murió.
A la mañana siguiente, su prometida, que había regresado de Dublín, se encontró a Rowan muerto. Se dictaminó que su muerte fue un accidente, inducido por la embriaguez y el caso se archivó.
Pero Arlene, su prometida, supo que no era así. Si, supo que su prometido había tenido un desliz con el alcohol, pero lo que él nunca supo, es que ella era una investigadora de mitos. Y sabía el modus operandi de las llamadas Banshees. Las llamadas hadas irlandesas. Sabía que algunas eran malvadas e inducían a la muerte a gente antes de que llegara su hora, en lugar de simplemente anunciarlas. Los restos de azufre se lo confirmaron.
En ese momento, Arlene tomó una decisión:
Iba a vengarse de esa Banshee.
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