Volviendo al día anterior con Rebeca.
Rebeca despertó. Se hallaba aún en el avión, con el cinturón de seguridad colocado. Sentía ganas de orinar, aunque se le olvidó cuando vio en qué situación se encontraba. A su alrededor, la mayoría de pasajeros permanecía inerte en el suelo o en sus asientos. Rebeca vio que la puerta del baño atrás suya estaba abierta. Entonces, horrorizada, recordó todo cuanto había sucedido: el polizón, el accidente…
Se desabrochó el cinturón. Sentía un dolor atroz en la cabeza. Al tocarse la frente, notó sangre reseca. Probablemente, tendría una contusión leve.
Se levantó. Un poco mareada, se apoyó en el asiento. Luego, procedió a continuar. Su objetivo: salir del avión y del aeropuerto. No recogió la maleta de mano. Ya regresaría por ella luego. Ahora no se sentía con fuerzas para recogerla y mucho menos para cargar con ella. Y, aunque en ese momento no lo sabía, había tomado una buena decisión, ya que sería un lastre.
Al avanzar, se detuvo en seco. La parte delantera del avión no se veía. Allá donde tendría que estar la puerta. En su lugar, vio muchos cristales rotos y una abertura por la que salir. Una parte del avión que había sido arrancada en el accidente. Al asomarse, encontró la pista vacía. No se llenaría hasta unas horas después. Si escuchó, a lo lejos, disparos. O petardos, no sabía bien. Tragó saliva.
¿Qué está pasando aquí?
Necesitaba ayuda médica y una explicación. Salió del avión. Ella no lo sabía, pero cuando se fue, los pasajeros abrieron los ojos. Pero estos ya no tenían iris. Se libró por muy poco. Factor suerte.
Para llegar a la pista, Rebeca tuvo que saltar. Un salto pequeño, pero un salto, al fin y al cabo. Al caer al suelo se rasguñó la rodilla y agradeció no partirse el tobillo. Ahogó un grito y se levantó como pudo. Se revisó la herida. Sangraba, pero era una herida superficial. Tenía los vaqueros algo raspados, pero no le dio importancia. Ya compraría otros.
Caminó por la pista, quedando anonadada por lo que veía. El avión se había estrellado en el propio aeropuerto, y estaba en llamas, liberando un humo que hizo toser a Rebeca. Por alguna razón, el avión no explotaba, pero Rebeca decidió aligerar el paso. Podía hacerlo en cualquier momento.
El cielo había tomado un matiz anaranjado. Pronto anochecería.
Entró en el aeropuerto y vio a lo lejos una salida de emergencia y algunas tiendas. También vio el cuarto de baño al que más tarde iría Arturo en su busca. Recordando sus ganas de orinar, se dirigió hacia allí.
El aeropuerto estaba tranquilo. No vio cadáveres donde el accidente, aunque sí le pareció ver a algunas personas al fondo a la izquierda, según por donde había entrado.
Una vez en el cuarto de baño, entró en el cubículo y orinó. Cuando ya se estaba limpiando, vio aparecer unos pies bajo la puerta del cubículo. Tenía tacones y piernas delgadas y depiladas. Tocó la puerta con una brusquedad tal, que a Rebeca se le cayó el papel con el que se limpiaba. Se subió los vaqueros rápidamente y dijo:
Ya va, un momento por favor.
Escuchó gruñidos y de nuevo, más golpes. Rebeca tembló. Eran los mismos gruñidos que hizo el polizón, el cual estaba rabioso y, de alguna manera, había escapado del baño gracias al accidente.
De nuevo el golpe, provocando que Rebeca pegara un bote. Su instinto le dijo que no podía abrirle. La atacaría y luego, la mataría. Debía salir. Y pedir ayuda.
Miró hacia arriba. Sí, eso es. Podría escalar y escapar. Cerrando la tapa del inodoro, se subió a ella y saltó. Al auparse a la pared de al lado, pudo ver el rostro de la mujer. Rebeca enmudeció. El rostro de la mujer, parte de él, al menos, estaba quemado. No tenía ojos y sus dientes estaban ensangrentados. Parecía un monstruo sacado de sus pesadillas.
Mientras saltaba al siguiente cubículo (estaba originalmente en el tercero, de los cuatro), Rebeca pensó que esa mujer tenía que haber sido víctima del accidente de avión.
¿Cómo sigue viva?
No lo sabía, pero en aquel momento tampoco le importó. Tenía que huir cuanto antes.
Saltó los otros dos cubículos, pero, para su horror, la mujer la seguía. Caminaba, aporreando las puertas y sin dejar de mirarla, con sus ojos muertos.
Prepárate a correr. Se dijo a sí misma.
Saltó al suelo y corrió todo lo que pudo. Notó el aliento podrido de la mujer y sus dedos, largos y delgaduchos, rozarla. Un segundo más, y la habría agarrado. Tragando saliva, Rebeca corrió cuanto pudo por el pasillo del aeropuerto. Fue entonces cuando otro infectado, un hombre con traje gris y pelo negro, de unos veinti tantos años, le salió al paso, obligando a Rebeca a recular, y olvidarse de la salida de emergencia por la que planeaba salir, virando a su derecha en su lugar y corriendo todo lo que podía. Se dio cuenta entonces de que los infectados no corrían. Se detuvo en seco. En su lugar, los infectados caminaban rápidamente hacia ella. Querían correr, observó Rebeca. Lo notaba. Pero algo se lo impedía.
Mejor pensó.
Pero, aunque no corrieran, debía tomar una rápida decisión. ¿Adónde ir? Debía salir del aeropuerto, eso estaba claro. Tenía que buscar una salida.
Siguió corriendo, aunque a menos velocidad, mirando cada dos por tres en todas direcciones. Esperaba que ningún infectado la atacase. No tenía teléfono, así que no podía llamar. Siguió corriendo, buscando la salida. Sin embargo, cuando se acercaba a una puerta giratoria que la dejaría salir a la entrada principal del aeropuerto, tuvo que detenerse.
La puerta estaba bloqueada por infectados. Al menos, veinte de ellos, sino más. Estos, al verla, se abalanzaron sobre ella. Rebeca no perdió el tiempo y se puso a correr.
No sabía hacia dónde ir. No corrían, pero los infectados eran muchos y pronto empezaron a cercarla. Sus pasos hacían ruido y eso los atraía. Estaba atrapada. Se pegó al cristal de un ventanal, mientras veía, bloqueada, como una enorme masa de gente infectada se acercaba hacia ella caminando rápidamente. Tragó saliva. Eran muchos y muchos de ellos tenían sangre en la boca o la ropa hecha jirones. Y todos tenían los ojos inyectados en sangre, sin iris. Rebeca no sabía qué hacer. A su espalda, casi había anochecido.
Movida por el instinto de supervivencia, usó el codo para romper el cristal. Se abalanzó dos veces y logró agrietarlo. A la tercera, la rompió, provocando que algunos cristales salieran disparados hacia fuera. Además, Rebeca se ganó un corte en el brazo, del cual brotó sangre rojiza. Sin prestar atención al dolor (aunque no pudo evitar una mueca), saltó a la pista otra vez y corrió hacia adelante. Siguió corriendo. Su idea era rodear la pista y así salir de allí. Su corazón bombeaba con fuerza, sus piernas le empezaban a pesar y ella hiperventilaba. Pero a pesar del cansancio, sabía que detenerse significaba morir.
Vio una puerta pequeña, que ponía “solo personal autorizado”, en una pared a la izquierda. Se metió ahí sin dudarlo y dio con un pasillo que tenía una puerta a la derecha. Al abrirla, vio que se trataba de la sala de seguridad del aeropuerto. Una de ellas, claro. La sala en cuestión era pequeña, con un escritorio enfrente y muchos monitores que habían quedado encendidos y que monitoreaban el aeropuerto entero. Vio la parte de fuera, por la que acababa de venir.
Cerró la puerta por la que había venido y usó una silla que había al lado para atrancarla. Luego, se sentó en la silla que había cerca del escritorio y miró la cámara que apuntaba al exterior, por donde ella acababa de entrar.
Y vio algo que la aterró. La noche ya había caído. Los infectados, que momentos antes solo estaban aporreando la puerta, empezaron a comportarse de manera más agresiva. Gruñían y gritaban más fuerte. Parecían monstruos. O animales rabiosos.
Habían logrado abollar la puerta.
No supo si fue suerte, pero en aquel momento, vio que pasaba corriendo un chico que iba con ella en el avión. Tendría unos veinte años, de cabello corto negro y vestido con chándal gris. Corría a toda velocidad por la pista. Los infectados lo vieron.
Y comenzaron a correr tras él.
A correr. Cuando hacía escasos minutos solo caminaban.
Rebeca siguió escuchando sus gritos de dolor y muerte muchas horas después mientras, agazapada, lloraba e hiperventilaba, rezando porque llegara la mañana siguiente y pudiera escapar de ahí.
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