martes, 22 de agosto de 2023

LA DONACIÓN

 

Era ya tarde cuando Robin se presentó en la consulta médica. La noche ya había caído. Robin consultó su reloj: eran las nueve menos diez de la noche. Una noche sin estrellas y de luna llena. Ese día había donación de sangre y él era donante desde hacía ya tres años. Robin tenía treinta y tres años, era calvo, con ojos color avellana. No tenía cuerpo fornido, ni siquiera iba al gimnasio, y tenía algo de barriga. Ese día llevaba sudadera y pantalón de chándal. Faltaban tan solo diez minutos para que concluyera el tiempo que tenían los voluntarios para donar sangre.

Robin llamó a la puerta y escuchó la voz de la médico:

Adelante.

La voz de la médico sonó cansada. Robin pasó y entró a la consulta, una habitación blanca, con paredes del mismo color. Era un poco chocante, salvo por el suelo, que era gris.

La consulta era pequeña, tan solo un par de camillas una mesa plegable y dos sillas. Nada más. La médico era una mujer joven, alrededor de veinticinco años de edad, pelo rubio y ojos rojos.

Que lentillas más guapas pensó Robin.

La mujer era alta, de al menos 1,74. llevaba la bata de médico encima de sus vaqueros y camisa azul. El pelo le caía en cascada sobre los hombros y era rizado.

Debería haber venido antes, señor…

Robin. Discúlpeme, pero he salido tarde de trabajar.

Era cierto. Robin trabajaba como mozo de almacén y salía tarde trabajar casi siempre.

Estaba claro que la médico estaba cansada y tenía cara de pocos amigos. Miraba a Robin como si fuera un estorbo, con los ojos entornados y los labios apretados, formando una fina línea. Sus facciones eran duras. Resopló y dijo:

Muy bien pues, siéntese. Le haré unas preguntas.

Le preguntó si había comido, cosa que no, pues venía corriendo de trabajar. La médico, que se presentó a sí misma como Ana, le ofreció unas galletas y luego le hizo varias preguntas más: Si había viajado, si estaba medicado, etc. Tras tomarle la tensión y concluir que estaba sano, Ana sonrió satisfecha y, más amable, dijo:

Disculpe si parezco algo borde señor Robin. Hoy ha sido un día realmente escaso de donantes y no he comido mucho. Además, estoy algo cansada después de todo el día aquí.

No se preocupe.

La verdad es que Robin se había sentido algo incómodo, pero no quería pelearse con quien tenía que sacarle la sangre para donarla.

Ella le subió la manga de la sudadera y tanteó ambos brazos, buscando las venas. Parecía satisfecha.

Veo que tiene unas venas muy marcadas.

El tacto de sus dedos era frío, aunque no era de extrañar, pues estaban en pleno invierno.

Muy bien, túmbese en una de las camillas por favor.

Obediente, Robin se tumbó en la más cerca, exponiendo así su brazo izquierdo. Robin se puso algo nervioso. Ya había donado sangre otras veces, pero los nervios nunca desaparecían. No era muy fan de las agujas tampoco.

Vio como Ana se sentaba a su lado, de nuevo con expresión seria. Le levantó el brazo y tanteó de nuevo. Aquellos dedos fríos le produjeron cosquillas a Robin. Este tragó saliva. Entonces, se fijó que Ana no había traído aguja, ni nada por el estilo.

Disculpe, creo que se le ha olv…

Y entonces ella gruñó y mostró unos dientes puntiagudos. Sus ojos se volvieron más rojos si cabía y, a una velocidad alarmante, clavó los dientes en el brazo de Robin. Este gritó y se revolvió, pero Ana lo mordía firmemente. Sintió no solo dolor, sino un ardor inaguantable. Sentía como si se estuviera quemando por dentro. Con toda la fuerza que fue capaz, golpeó a la médico en la cabeza con un fuerte puñetazo. Eso la hizo echarse para atrás, pero las manos de ella agarraban firmemente su brazo.

¡Suélteme! ¡Socorro!

Robin gritó por ayuda y trató de levantarse, pero Ana lo agarró con su otra mano, lo elevó en el aire y lo lanzó contra la pared opuesta, creando un enorme boquete. Robin se golpeó en la cabeza, quedando semiinconsciente. Trató de moverse, pero Ana fue más rápida. Solo vio un borrón, y ya la tenía delante de él. Atemorizado, Robin preguntó:

¿Qué eres?

Esta suspiró, aburrida. Luego respondió, al tiempo que con sus fuertes manos inmovilizaba a Robin agarrándolo por los hombros:

Verás Robin, desde que Bram Stoker nos delató, a mi especie nos ha costado mucho alimentarnos.

¿Vuestra especie?

Ana se encogió de hombros mientras le dedicaba una sonrisa sádica.

Es lógico, ¿no? Vampiros.

Robin abrió mucho los ojos, incapaz de ejercer ningún movimiento o decir una sola palabra. Ana siguió hablando:

Al principio nos dieron caza, pero luego aprendimos a ocultarnos. Y aprendimos que una de las mejores formas de alimentarnos son las donaciones de sangre. Gracias a nuestra eterna juventud, nos hacemos pasar por médicos y nos alimentamos de los pobres donantes.

Se detuvo un momento y luego dijo:

Te doy las gracias, Robin. Apenas sí me he alimentado hoy. No había muchos donantes.

Pero antes de que ella pudiera devorarlo, él le propinó una fuerte patada en el pecho que la echó para atrás. Inmediatamente se incorporó y se dirigió hacia la puerta, pero ella ya estaba allí.

¿Aún no lo entiendes? No hay escapatoria, Robin.

Y Acto seguido, a una velocidad imposible de seguir, Ana se abalanzó sobre él como un animal salvaje, mordiéndole la yugular.

Y entonces, Ana se apartó con un rugido gutural, más parecido al de una bestia que al de un humano. Tenía parte del cuello quemado. Rugió y se hizo un ovillo a un lado, gimoteando. Robin se incorporó, presionando la herida del cuello con la mano derecha. Con la otra abrió la puerta y huyó todo lo rápido que pudo hasta que llegó a su casa. Sin embargo, no llegó a entrar, sino que se quedó tirado delante de la puerta, respirando con dificultad. Notaba como se le nublaba la vista y como su cuerpo le quemaba. Tosió al tiempo que se sacaba de debajo de la sudadera un pequeño colgante en forma de cruz. Él era creyente. Y esa noche se había salvado gracias a su cruz.

Logró entrar en casa y acostarse (no sin antes cerrar bien con llave). Pero, en la cama, incluso tras haberse lavado la herida, aún notaba la quemazón. ¿Debería ir a urgencias? Quizá mañana. Ahora se encontraba exhausto. El sueño fue apoderándose de él.

Pero no se despertó a la mañana siguiente. Sino a la noche. Al abrir los ojos, estos ya no era color avellana.

Ahora eran rojos.

viernes, 11 de agosto de 2023

LA GRITONA

 

Galway, Irlanda, año 1727.


Era una noche tormentosa y lluviosa. Las gotas de agua caían con furia sobre la ventana del dormitorio de Rowan. Rowan era un hombre joven, de veinte años, con el cabello pelirrojo largo, el cual tenía recogido en una coleta. Después de una noche de borrachera, se hallaba acostado sobre la cama, con un pantalón de lino marrón y una camisa blanca manchada de vino. El aliento aún le olía a alcohol cuando un grito horripilante lo sobresaltó.

No era un grito usual. No era el tipo de grito que Rowan calificara como niños jugando, o una mujer siendo agredida. No, más bien, era una especie de grito de angustia, mezclado con advertencia y furia. Era un grito que, sin lugar a dudas, jamás había oído en nadie.

Durante un momento, todos sus sentidos se despertaron al mismo tiempo, el estado de embriaguez se esfumó por completo y su corazón latió con violencia mientras un atontado Rowan buscaba en la oscuridad de su habitación de donde provenía el grito.

Agarró de la mesita situada a su derecha una cerilla y con ella encendió la vela situada en su mesita también. Una pequeña llamada rojiza iluminó tenuemente la habitación, permitiendo que los ojos azules de Rowan escrutaran mejor el lugar.

Durante unos minutos, solo el silencio lo envolvió. Luego, volvió a escuchar el estridente sonido de las gotas de lluvia y los rayos y truenos que traía la tormenta.

Rowan tragó saliva y se dispuso a dormir otra vez, aunque no estaba seguro de poder hacerlo. Seguramente, se dijo, solo había sido una pesadilla muy vivida.

Pero el grito volvió a surgir. Esta vez, mucho más cerca, casi como si le hubieran gritado en la oreja. Un grito mucho más furioso, más furioso que triste. Rowan pegó un bote y casi se cayó del catre. Volvió a respirar, angustiado. Al no haber apagado la vela, pudo observar nuevamente la habitación. Pero no había nada. Ni nadie.

¿Qué le estaba pasando? ¿Estaba perdiendo la cabeza?

No lo sabía, y quizás fuera así mejor. Optó por tratar de dormir otra vez, aunque sabía que no le sería ya posible. Ese grito había sido real, lo sabía.

Y había sonado en su cuarto.

Todo su cuerpo temblaba con violencia, pero sus piernas se negaban a dar un solo paso. Durante un minuto, solo escuchó la lluvia, pero luego comenzó a oír un lamento. Era un sollozo. Era el llanto de una mujer. Un llanto desolador. Era horrible. Rowan se preguntó qué le pasaría. Sonaba como si hubiera perdido un familiar. Parecía el llanto de una mujer adulta. ¿Quizás murió una amiga? ¿Sus padres? No lo sabía. Pero lo que sí sabía es que ese llanto venía del tejado. De SU tejado.

Eso le dio fuerzas para incorporarse. Notaba la vejiga llena, pero en esas condiciones no podía hacer sus necesidades. Le temblaba todo el cuerpo y cada paso le costaba un horror. ¿Qué estaba pasando esa noche? ¿Era acaso un castigo de Dios por haberse embriagado tanto, cuando prometió a su prometida dejarlo? Rowan siempre había sido muy devoto. Nunca le había mentido o tratado de engañar al Señor. Pero si había tenido un momento de debilidad y había fallado a su prometida. Se prometió a si mismo que se lo confesaría al día siguiente. A lo mejor, pensó con horror, era ella quien lloraba desolada, porque había descubierto su embriaguez. Pero eso no tenía sentido, reflexionó después. Ella y él no se habían visto desde hacía dos días y ella estaba de viaje a Dublín para ver a su primo. No tenía sentido.

Abrió, con manos temblorosas, las ventanas. El agua lo golpeó con violencia en la cara, como echándole en cara su pecado. Rowan parpadeó, pero al asomarse a la ventana, no vio a nadie en el tejado. Quizás estuviera más arriba, pensó. Pero desde luego, no tenía pensamiento de subir. De pronto se percató de que el llanto había cesado. Sintió alivio para sus adentros. Se dispuso a cerrar la ventana y así hizo. Pero cuando se dio la vuelta, la vio.

El terror lo invadió y lo dejó mudo. No pudo articular palabra.

Era una mujer joven, preciosa. Llevaba una capa gris por encima y debajo un precioso vestido azul. Sus ojos estaban inyectados en sangre, su cabello era castaño y le caía en cascada por los hombros. Su rostro era pálido, pero levemente enrojecido a causa del llanto. Era ella sin duda, la mujer que lloraba.

Antes de que Rowan pudiera articular palabra, la mujer gritó. Rowan trastabilló hacia atrás, cayendo hacia la ventana cerrada. Atravesó el cristal, clavándose algunos en la espalda y tropezó con el alfeizar. Pronto notó la caída libre, el viento azotarle la cara, la lluvia bañarle el rostro. Luego su cuerpo se estrelló contra los adoquines de la calle y Rowan murió.


A la mañana siguiente, su prometida, que había regresado de Dublín, se encontró a Rowan muerto. Se dictaminó que su muerte fue un accidente, inducido por la embriaguez y el caso se archivó.

Pero Arlene, su prometida, supo que no era así. Si, supo que su prometido había tenido un desliz con el alcohol, pero lo que él nunca supo, es que ella era una investigadora de mitos. Y sabía el modus operandi de las llamadas Banshees. Las llamadas hadas irlandesas. Sabía que algunas eran malvadas e inducían a la muerte a gente antes de que llegara su hora, en lugar de simplemente anunciarlas. Los restos de azufre se lo confirmaron.

En ese momento, Arlene tomó una decisión:

Iba a vengarse de esa Banshee.