lunes, 24 de julio de 2023

ANIMA

 


León se despertó.

Se hallaba tumbado en lo que parecía ser una camilla de hospital en una habitación vieja y muy descuidada. Las paredes eran grises, aunque habían sido blancas anteriormente. Esto lo supo por restos de yeso blanco. Había manchas de hollín y suciedad tanto en las paredes como en el suelo. Un retrete roto al lado de un lavabo viejo se situaban delante de él. Y a su derecha había una puerta sin ventanas. La habitación en sí no tenía ningún tipo de ventana.

León se incorporó.

Hizo sus necesidades.

¿Dónde estaba? No recordaba haber sido ingresado en ningún hospital. Quizás estaba soñando después de todo. No se había operado de apendicitis, ni se había hecho ningún esquince ni puesto enfermo, ni nada. De hecho, la noche anterior estaba muy bien. Había sido ascendido en su trabajo y, por raro que resultara, eso no había supuesto una carga extra de trabajo. Todo seguía igual, salvo que ahora cobraba más. Había salido a cenar con un amigo y luego había vuelto a casa a dormir plácidamente. No entendía nada.

Pero lo averiguaría.

León era un hombre de treinta y un años. Su cabello era negro y sus ojos, azules. De complexión atlética. Trabajaba como policía en su pueblo. Notó algo más extraño aún:

No iba en pijama. Alguien se había molestado en vestirlo. Llevaba pantalones marrones y camisa azul, junto a zapatos negros.

¿Quién…? Tengo que salir de aquí. Y averiguar que coño está pasando.

Probó a abrir la puerta, que para su sorpresa no estaba cerrada, y salió al pasillo. Delante de él había muchas puertas y a ambos lados se abría un camino. Cualquiera de ellos podía conducir a la salida. No había carteles indicativos, así que tendría que jugársela. Decidió ir a la izquierda.

Solo sus pasos resonaban en el lugar, provocando algo de eco. Algunas puertas estaban cerradas, y otras abiertas, pero no halló a nadie. El lugar parecía vacío, abandonado. En una de las habitaciones (o celdas, diría León), encontró un pequeño cuaderno rojo. Lo abrió. Era el diario de un paciente. No ponía nombre, pero decía:





Día 13.

Los experimentos son cada vez más agresivos. Odio cuando me suben al potro. Las cosas que te hacen son…

He vuelto a oírla otra vez. A esa maldita mujer. ¿QUÉ ERES?

Joder, solo quiero irme a casa…


La página estaba mojada. No había nada más escrito y León notó que esas palabras no habían sido escritas con tinta.

Sino con sangre.

Joder, que turbio.

Fue entonces cuando escuchó una risa. No era una risa humana. Sonó fría, cruel y espeluznante. Sonó cerca y lejos a la vez. Más bien, era como si alguien se hubiera reído lejos y su eco hubiera llegado hasta León. Este se sobresaltó y miró a todos lados, nervioso.

Calma. Solo es tu miedo. Tu mente juega contigo. No puedo distraerme, tengo que salir de aquí.

Y con esos pensamientos salió de la habitación y continuó hacia adelante, apretando el paso, hasta llegar a una sala circular, donde quedó paralizado.

Aquella sala estaba cubierta de camillas de hospital y enfrente había un espejo rectangular. Y el suelo estaba cubierto de cadáveres, tanto de enfermeras, como de pacientes.

¿Qué coño ha pasado aquí?

León escuchó un aullido y de nuevo aquella risa escalofriante. Por puro instinto, se ocultó tras una de las camillas y vio como el espejo se resquebrajaba y de él salía un ser como nunca antes había presenciado León. Primero apareció una mano grisácea cubierta por venas negras, seguido de un rostro medio tapado por una larga cabellera negra.

En sí, parecía una mujer. Una mujer muy alta, de al menos, metro noventa. Pero no caminaba, flotaba, cual fantasma y llevaba un vestido sin mangas. Era liso y blanco, pero estaba manchado de sangre. Su piel era grisácea y, al igual que su brazo, repleta de venas oscuras. No podía verle los ojos debido a que su cabello los tapaba, pero sus labios eran gruesos y estaban agrietados. Sus dedos parecían garras e iba descalza.

En silencio, la mujer flotó por la habitación. León tenía el corazón en un puño. Al más mínimo movimiento, lo vería. Pero la mujer pasó de largo y siguió por el pasillo que León había dejado atrás. Esperó hasta que se perdió de vista y entonces aprovechó para caminar rápidamente hacia la puerta. La abrió y la cerró con cuidado. Ante sí se topó con otro pasillo. Las paredes eran blancas y el suelo estaba viejo y gris. Caminó rápidamente. Ya no había puertas a ambos lados. León estaba deseando salir.

El pasillo parecía interminable, pero, tras unos veinte minutos, por fin llegó a lo que parecía ser la recepción del hospital. Esta estaba vacía, pero las paredes se caían a cachos y el suelo estaba bañado en sangre reseca. Todo su ser le decía a León que debía salir de allí cuanto antes. A la derecha había dos puertas, pero al fondo había una puerta doble que daba a otro pasillo. Se dirigió hacia allí y cuando trató de abrirla, se percató de que estaba cerrada con llave. Fue entonces cuando escuchó de nuevo la risa. Rápidamente, trató de abrir la puerta que tenía más cerca de sí. Lo logró y entró. Cerró la puerta. La habitación era una consulta médica. Sin embargo, la mesa, situada a su izquierda, la habían tirado al suelo y la camilla, situada enfrente, igual. Se ocultó tras la mesa tirada. Aunque no la vio, si escuchó la risa cruel y espeluznante de aquella mujer fantasmal. Percibió que, al flotar, dejaba correr una ligera brisa que se colaba en las habitaciones y así supo que iba en la misma dirección que él. Tras unos segundos, dejó de oírla.

Genial, va en mi misma dirección.

¿Cómo era aquello posible? ¡Fantasmas! ¡Mujeres que flotaban! ¿Y cómo había acabado él ahí?

Movido por la curiosidad, (y queriendo marcar la máxima distancia posible entre él y ese ser), León investigó los cajones del escritorio. Encontró lo que parecía ser un pequeño registro médico. Había anotaciones tomadas a mano, escrito en bolígrafo azul y con muy mala caligrafía:


19/09

El paciente n.º 15 está listo. Se le ha inyectado diversos calmantes y, se le ha atado a la cama. Tras pasarse los efectos, hemos procedido a extirparle ambas piernas y la lengua. El paciente ha gritado mucho. El director está muy molesto.

20/09

El paciente nº17 parece tener más tolerancia al dolor. Se le ha provocado varios cortes en brazos y piernas y no parecía sentir nada.

León llegó hasta la entrada 13/10:

Esa mujer…

Julia se llama la paciente nº31. Parece ser muy vulnerable al dolor. Trató de manipular a los médicos para que la soltaran. Hoy mismo ha fallecido. Hemos tenido que electrocutarla. Era demasiado peligrosa. Casi consigue escapar.

14/10

He empezado a oír cantos. Risas que me hielan la sangre por las noches. Creí que eran alucinaciones producidas por el estrés. Pero María también las ha oído. Y otros colegas también. Y el director.

Esto no me gusta.

17/10

Es esa maldita mujer. Julia. El experimento ha sido un éxito. ¿Pero a qué precio?


Por lo que León pudo deducir, Julia era la mujer que vagaba ahora por el hospital. Presumiblemente, ella acabó con todo el hospital, menos con él. A él lo habían secuestrado anoche, pues hoy era dieciocho de octubre. Por eso no recordaba haber ido allí. Porque se lo llevaron mientras dormía. Y era una buena victima, pensó: pocos amigos, ya no tenía familia. Y por lo visto, buscaban eliminar el dolor o algo así, o encontrar sujetos que no sintieran dolor. Y también transformarse en fantasma, por lo visto.

No entendía del todo sus maquinaciones, pero lo que estaba claro es que aquel hospital sin nombre era mera fachada para actos verdaderamente delictivos. Debía salir de allí.

Son unos salvajes.

Salió de la habitación. La puerta doble por la que él tenía que ir seguía cerrada. Así que dos cosas: o la había abierto y luego cerrado (cosa que dudaba) o la había traspasado.

Así que también puede traspasar cosas.

Era bueno saberlo, aunque para nada tranquilizador. El ser ya debería estar lo suficientemente lejos, pero León debía hallar todavía la llave así que decidió inspeccionar un momento el cuarto de al lado, el cual era otra consulta y cuya mesa estaba intacta. En él encontró el diario de un Enfermero. Y al lado se encontraba una llave. La llave estaba al lado del cuerpo sin vida el enfermero, cuyo cabello era corto y negro. Agarró la llave y leyó el diario:


DIARIO DE MARCUS

17/10

Aún puedo oírla reír. Esa cosa, esa ánima, agarra a sus victimas y con la boca les succiona el alma. Así se alimenta. Se pone muy violenta cuando encuentra a su víctima.

No quiero morir. Por favor, por favor por fa…


Ahí terminaba la entrada, pero le permitió a León comprender mejor a qué se estaba enfrentando.

Supongo que te lo merecías.

León salió del cuarto y siguió por el único camino disponible: la puerta doble. Probó la llave y encajaba.

A la boca del lobo pensó con resignación.

Siguió recorriendo el único pasillo. Cada vez parecía más viejo y deteriorado, lo cual a León no le cuadraba. Si ese lugar se había estado utilizando hasta el día anterior, ¿cómo estaba en ese estado? Se le ocurrió entonces, que tal vez fuera producto del anima. Quizá ella era quien lo dejaba así al atacar. No lo sabía, pero lo descubriría pronto. Un pensamiento inquietó su mente: si a esa cosa le daba por aparecer ahora, estaba perdido. No tenía donde esconderse y, si era intangible, entonces no había forma de poder destruirla. Tendría que echar a correr, y no estaba seguro de sí sería más rápido que el anima.

Finalmente llegó lo que comprobó que era la salida. Se trataba de otra recepción, pero unas puertas dobles de cristal permitían visualizar la calle. Y delante de la puerta, se hallaba el anima.

El pánico se apoderó de León. Rápidamente se escondió tras el mostrador de recepción situado a su derecha. Y entonces escuchó la voz del anima. Una voz que hablaba en susurros y era escalofriante:

Te veo…

Los pelos del cabello de León se le pusieron como escarpias. Tragó saliva y entonces, el anima procedió a alzar los brazos al tiempo que reía. Las sillas que había al lado de León se elevaron en el aire, los sofás de la sala también. Todo flotó en el aire, salvo el mostrador, que estaba firmemente anclado al suelo. Sin embargo, este tembló con violencia y todo el suelo también. Estaba sucediéndose un terremoto en el hospital. Y de repente, dos de los tres sofás salieron disparados directamente hacia León, quien se vio obligado a rodar a un lado para esquivarlos. Los sofás impactaron en el suelo y resquebrajaron el suelo, ocasionando de paso un gran estruendo.

León respiraba agitado. Lo único que lo salvaba de una muerte directa era el mostrador. Ahora ya entendía porqué el hospital estaba tan deteriorado y lleno de sangre. Sin duda, el anima mató a más de uno lanzándole objetos.

Tenía que escapar, pero ¿como? Vio acercarse entonces al anima al tiempo que esta reía con burla. Al no haber podido matarlo con objetos, ahora se lanzaba directamente a por él. Lo agarró con firmeza por ambos brazos y, junto a ella, lo elevó en el aire al tiempo que la boca del anima se abría. Pronto, León notó cómo iba succionando su alma, cual dementor. La vista se le nubló, las fuerzas le flaquearon y luego todo se apagó.


León se despertó sobresaltado. Respiraba agitadamente. Todo había sido un sueño, pensó aliviado. Parpadeó.

Y el alivio desapareció.

Porque volvía a encontrarse en la misma habitación que al despertar la primera vez.

Miró alrededor. Era exactamente la misma. Seguía atrapado en el hospital. ¿Había sido un sueño premonitorio? ¿O era todo real? Y de ser así, ¿Porqué al matarlo él se volvía a encontrar allí, como si hubiera retrocedido en el tiempo?

Se incorporó de la cama, dispuesto a escapar una vez más. Volvió de nuevo a la entrada, donde quedó petrificado. Le había resultado raro no haber escuchado al anima en su segundo escape, pero pronto lo entendió todo.

Su cuerpo físico yacía en el suelo, inerte, como el de todos los demás.

La diferencia es que ahora él era un espíritu, como Julia.

Estoy muerto…

Ahora que era consciente de su propia muerte, notaba su alma ligera. Probó a atravesar la salida del hospital, y comprobó que podía.

Su alma traspasó la salida y se encontró en las calles de la ciudad. Ahora que estaba muerto, era libre.


domingo, 25 de junio de 2023

TURNO DE NOCHE

 

Me llamo León. Tengo treinta y cinco años. Hoy voy a relatarles una historia que, quizá, podría catalogarse de terror. Al menos, lo fue para mí.

Todo empezó cuando me dieron mi nuevo trabajo en un edificio de oficinas de la ciudad. Me despidieron del anterior por fin de contrato. Este prometía algo mejor. Era indefinido y era nocturno. No es que eso me fuera mucho. Pero necesitaba comer y eso fue lo más rápido que hallé. Mi trabajo era simple: era vigilante de seguridad. En realidad, no debería ser un trabajo difícil. A esas horas todo estaba tranquilo, con pocas personas trabajando. Eran todos informáticos y se dedicaban a realizar soportes y cosas varias que no entendía, pero que eran vitales. Así que trabajaban cómodamente en sus oficinas mientras yo tenía que trabajar aquí, en recepción. Solo debía comprobar que todo estuviera tranquilo y ya.

Mi turno empezó a las diez de la noche y no terminaría hasta las seis.

La recepción era sencilla: un pequeño vestíbulo y mi mesa, con casilleros para cartas a mi espalda. A mi derecha, se hallaba una escalera para subir a los demás pisos y, al lado de esta, un ascensor. A la media hora subí a la primera planta. Tenía que ir al servicio para orinar. La planta estaba tranquila, tratándose de un pasillo con puertas a los lados. Casi todas ellas de oficinas. Una era del baño, el cual era mixto. Entré y cerré la puerta.

Una vez hice mis necesidades, procedí a lavarme las manos. Vi mi rostro: ojos azules, cabello pelirrojo. Cara pálida, similar a la de un vampiro. Llevaba el uniforme de vigilante, pantalones negros, camisa azul y botas de seguridad. Llevaba una porra, pero eso era todo. Nada de armas de fuego. En mi caso, lo agradecí, nunca me habían gustado nada.

Decidí entonces dar una vuelta. Me aburría demasiado abajo. Había demasiado silencio. Armado con mi linterna, iluminé el pasillo y llegué a la escalera. Subiría por ellas y así inspeccionaría lentamente y sin prisas, cada planta. No esperaba realmente encontrar nada. Pero así me entretenía un poco. Decidí que luego me sentaría a mirar el teléfono un rato y, si seguían las cosas tranquilas, quizá una siestecita (sé que no hay que dormirse, pero estaba aburrido y no pasaba nada).

Pero todos esos planes se fueron al traste rápidamente cuando, llegado a la planta uno, sonó el teléfono de recepción. De una carrera, llegué y descolgué. Ni diez segundos pasaron. Entonces, oí una voz algo siniestra que dijo:

  • Oficina siete.

Colgó. Solo escribiéndolo, es difícil imaginarlo, pero intentad imaginar la voz más tétrica que podáis. Eso os dará una idea. Teniendo en cuenta que eran las once de la noche de un lunes, con todas las tiendas cerradas y el edificio en el más absoluto silencio y calles vacías. Ah, y sin luz en las calles.

Temblando, descolgué. Aquella voz podría haber sido un bromista, pero lo que dijo me dejó intrigado y aterrado.

La oficina Siete se hallaba en la planta primera, justo adonde yo me dirigía. ¿Habría pasado algo ahí? No pude identificar el número, ya que llamó en desconocido. Decidí investigar, aunque seguramente, no sería nada.

Eso quise pensar. No podía estar más equivocado.

Llegué allí. Por alguna razón, las luces no encendían en el pasillo. Estaba situado frente a la puerta. Llamé al timbre, pero este no sonó. Así pues, toqué tres veces la puerta con los nudillos, cuyo eco retumbó en el pasillo y me dio escalofríos.

La puerta se abrió sola, sin nadie que la abriese. Tragué saliva. Supuse que sería el viento y que la puerta no la abrían cerrado bien. terminé de abrir la puerta y la cerré suavemente. Me fijé entonces que ninguna ventana estaba abierta. Y las luces no encendían, de modo que utilicé mi linterna para alumbrar la estancia.

La oficina Siete era una sala de despachos. Había muchas mesas en el lugar y algunos despachos al fondo. No vi a nadie allí, salvo a una mujer recostada en la recepción. Molesto porque se hubiera dormido en el trabajo, me acerqué con pasos decididos hacia ella. Mis pasos resonaban en el lugar. La mujer tenía el cabello largo y negro, y llevaba una camisa blanca. Era todo cuanto podía ver. Le toqué el hombro con suavidad y preparé mi discursito de reproche.

Pero no estaba listo para lo que ocurrió a continuación.

La mujer me agarró del brazo. Solo que su mano no era una mano corriente. Sus dedos eran alargados y tenían forma de garras. Al alzar el rostro, lo tenía ceniciento, con dos ojos rojos y dientes podridos y puntiagudos. Venas oscuras tatuaban su piel y dijo con una voz siniestra que incluso al momento de escribir estas palabras, me hielan la sangre y me pongo a temblar cual cervatillo:

  • Vas a ir al Infierno.

Su brazo era fuerte, pero presa del pánico, empecé a sacudírmela y, a agarrando la porra (pues la mano agarrada sostenía la linterna), le di un par de golpes que, si bien no la mataron, bastaron para que me soltara. Presa del pánico, salí pitando de allí. Aún la escuchaba detrás de mí, corriendo, persiguiéndome. Iba a cuatro patas, cual araña, mientras soltaba un chillido agónico. Cerré la puerta, que dio un portazo que retumbó en todo el lugar y bajé las escaleras.

Gracias a Dios, la recepción todavía tenía luz. Traté de abrir la puerta, pero estaba atascada.

Estaba atrapado dentro con esa cosa.

Miré hacia todos lados, muerto de miedo. Descolgué el teléfono y vi, horrorizado, que no había línea (un clásico en estas cosas), así que decidí ir al garaje. Tenía el mando de la puerta y esta tendría que abrirse. ¿Lo malo? Solo podía ir por el ascensor (bravo por el que construyó el edificio). Así pues, me monté y pulsé.

Pero el ascensor no iba.

Mierda.

Cada vez estaba más asustado. No obstante, no escuchaba a aquella cosa por ninguna parte. No sabía si sería buena señal. Miré mi reloj: eran todavía las doce de la noche. Aún faltaban seis horas para el amanecer. Sin un arma, no conseguiría sobrevivir a aquella noche. Solo restaba buscar otra salida. Y para eso, tendría que subir arriba de nuevo.

El edificio, por si no lo he dicho antes, consta de cuatro plantas y en la primera estaba esa “cosa”. Así pues, llegué a la segunda planta. En la cuarta, había una trampilla que me llevaría a la azotea, desde donde podría escalar hacia abajo y salir. Aunque primero buscaría señal en el teléfono por si podía llamar a emergencias.

En la segunda planta, algo más ocurrió. Escuché como la voz de uno de los informáticos me llamaba desde la oficina nueve.

  • Oiga, señor, ¿podría venir?

Aunque asustado, me complació oír una voz normal. Me acerqué rápidamente y empecé a advertirles:

  • Oiga, tenemos que evacuar el edificio.

  • ¿Y eso? — dijo la voz, con una tranquilidad que me inquietó.

Me detuve un segundo. ¿Qué iba a decirle? No iba a contarle que un ser extraño me perseguía, así que en su lugar respondí:

  • Una de las trabajadoras de la oficina siete me ha atacado y anda suelta por el edificio. Podríamos correr peligro.

  • Señor.

  • ¿Sí?

  • No hay nadie en la oficina siete. Solo estamos nosotros.

Aquello me paralizó un momento. No podía verle la cara al de la oficina, puesto que la puerta estaba cerrada, pero imaginaba la mía: labios firmemente cerrados y rostro tieso.

  • Debe haber un error. No…

  • Oiga ¿podría entrar por favor? No encienden las luces y creemos que se han fundido.

Algo asustado, acerqué la mano hacia el picaporte de la oficina nueve. No, aquel hombre tenía que estar equivocado. No podía ser que…

Al abrir la puerta, no hallé a nadie. Asustado, me acerqué tembloroso y entré en la oficina. Efectivamente, no había luz, aunque sí escuché el sonido de las teclas. Vi las mesas de oficina y vi a los trabajadores tecleando. Visiblemente más tranquilo, me dispuse a examinar las luces. Fue entonces cuando todos detuvieron el tecleo y me miraron. No podía verles bien el rostro, pero sus ojos brillaban en la oscuridad.

  • ¿Qué ocurre, señor? — dijo uno de ellos con una voz sobrenatural.

Sin pensarlo, salí pitando de allí y cerré la oficina. No escuché gente persiguiéndome, pero, aun así, no me detuve hasta llegar a la tercera planta.

Fue entonces cuando, después de la oficina trece, vi otra que ponía “Solo personal autorizado”. La había visto antes, pero hasta ahora no había sentido necesidad de entrar. Gracias a que tenía la llave maestra, pude entrar sin problemas.

Me llevó a un despacho sin ventanas. Con la luz de la linterna, encontré un escritorio con un cajón cerrado con llave. Ya me habían pasado cosas demasiado extrañas, y estaba dispuesto a descubrir que pasaba. Así pues, de un par de patadas, destrocé el cajón y de él salió un único documento en una carpeta marrón que rezaba: CLASIFICADO. Obviamente, lo abrí y decidí leer al tiempo que pensaba:

¿Qué está pasando aquí?

El documento decía:



CLASIFICADO



Este documento solo debe ser leído por el creador del documento y todos aquellos que participaron en él.

Bien, dicho esto…



El documento explicaba muchas cosas, las cuales yo no entendía. Tenía doce páginas y al llegar a la onceava, entendí muchas cosas y solo pude clasificarlo con una palabra: turbio. Habían pasado cosas muy turbias allí.

Todos los empleados de la empresa KINGDOM, firmarán un documento donde expresamente, debe entregarnos sus almas. Una vez hecho esto, deberán trabajar 24/7 sin perder tiempo para comer, ir al baño o ducharse. La muerte natural o prematura del sujeto no será un problema. Si es imprescindible que no tengan familia, ni amigos ni nadie que los eche de menos.

Y aquello no era todo. Al parecer, la empresa quebró hace diez años. Algo de que la policía había encontrado a trabajadores siendo esclavizados y la empresa fue a juicio y se arruinó. Encontré otros documentos en la mesa, que no vi antes porque estaba oscuro. Pero eran los contratos firmados por los empleados. Firmados con sangre. Tragué saliva. Yo no había utilizado sangre. Pero si un bolígrafo rojo. Fue el que me ofrecieron. Me resultó raro, pero supuse que no tenían otro en aquel momento. Yo tampoco tenía familia ni amigos. Con el tiempo, los fui perdiendo. Y me fijé que los contratos laborales eran idénticos al mío y ninguno señalaba que vendieras tu alma. Lo único distinto al resto de contratos era el bolígrafo rojo.

Tragué saliva. Debía marcharme de allí cuanto antes.

Y fue entonces cuando la puerta del despacho empezó a temblar. Pronto entendí que no eran temblores, sino que estaban golpeando la puerta con violencia. Me escondí tras el escritorio y pensé que ya me habían encontrado e iba a morir. Pero tras unos minutos los golpes cesaron y tras otros quince minutos, me decidí a salir, porra en mano. No había nadie en el pasillo.

Hiperventilando, finalmente subí las escaleras hasta la cuarta planta, que me llevaría a la azotea. Subí la escalera de mano, abrí la puerta y llegué a la azotea. Enseguida cerré la puerta y usé el teléfono, pero tampoco allí había cobertura.

Fue entonces cuando el ser de la oficina siete reapareció, abalanzándose sobre mí y tirándome el teléfono. Con ira, me mordió el cuello y grité de dolor. Movido por mis ansias de sobrevivir, le di un cabezazo que la echó para atrás. Entonces me incorporé y saqué la porra. La mujer se movía como una araña y su cabello negro unido a sus ojos negros, su rostro lleno de venas oscuras y sus dientes podridos me hizo temblar como un niño.

Esquivé como pude el ataque del monstruo y luego la aticé con la porra. Aterrado, me di cuenta de que no le hizo nada. Me miró, más cabreada que antes y, de un zarpazo, me hizo un serio corte en la muñeca y retiró mi porra. Sangre roja salía a raudales y el ser volvió a tumbarme.

Ya estaba. Ahora sí iba a morir. Pero entonces, no estarías leyendo estas líneas. ¿Cómo sobreviví? No apareció nadie para salvarme. Estaba completamente solo. Y aquella no era la única criatura que quería asesinarme, pero sí la que había logrado llegar hasta mí. Agarraba con sus garras mis brazos y me enseñó una legua bífida que más que asustarme, me asqueó. Así que hice lo único que podía hacer: le di una patada en su estómago. Esta chilló, pero no cedió. Le di varias más y logré quitármela de encima. Entonces, le di otra más y la envié hasta el precipicio, donde la vi precipitarse al vacío. Respiré aliviado. Ya estaba. Una criatura menos. Ahora debía salir del edificio.

Estuve caminando por el borde, mirando cada dos por tres hacia atrás y los lados, para asegurarme de que nadie me empujaba por la espalda y caía al vacío. Vi entonces unas escaleras de emergencia. Esa era mi salida. Corrí hacia ella y entonces, apareció un hombre. Llevaba por toda ropa unos vaqueros y camisa verde raída. Sus dientes estaban podridos pero sus ojos eran blancos en lugar de oscuros. Me detuve. En mi recorrido, había recuperado la porra, pero sabía que serviría de bien poco. Fue entonces cuando, sin tiempo a defenderme, el tipo me atacó. A una velocidad comparable a Superman. Para cuando me quise dar cuenta, me había atravesado el corazón con una de sus manos en forma de garra. Sacó mi corazón y dijo con voz siniestra y sus labios curvados en una tétrica y retorcida sonrisa:

  • Bienvenido a la eternidad, señor.

Entonces, todo se volvió oscuro.

Te preguntarás como estás leyendo estas líneas entonces. Si yo morí y no pude escribirlas. Claro que pude. Verás, según los informes que leí, al firmar con sangre, vendías tu alma a la empresa. Una empresa que se esfumó hace ya diez años. Pero seguía operando en las sombras para el rey del Infierno y todos nosotros éramos sus esclavos. En realidad, el objetivo de la empresa era recolectar almas para el infierno que trabajasen para enriquecer a los empresarios que, ya muertos, seguían queriendo enriquecerse a costa de sus trabajadores, dándole mala fama de paso a las empresas que de verdad hacían las cosas bien y con honor. Influían en los políticos y corrompían a otra gente de bien. Y en el infierno no hay descanso. Trabajamos veinticuatro horas, siete días a la semana y no necesitamos beber, descansar o comer. Pero el desgaste mental es real. Y, aunque por el día no es visible, cuando el sol se oculta, la oficina infernal sale a la luz y comparto mesa con la mujer que me atacó (que, al estar ya muerta, al caer del edificio no podía morir) y con el tipo que me mató. Aparte del trabajo hay incontables torturas físicas y emocionales. No es un final feliz.

Espero, con esta historia que escribo, poder advertir al mundo de lo que pasa y evitar que otros firmen lo que yo firmé y poder librarlos de un futuro de miseria eterno. Si estás leyendo esto, es porque has encontrado el documento donde yo lo escondí. Por favor, no lo lleves a la policía, no te creerían. Mejor, llévalo a un cura o sacerdote. Ellos sabrán que hacer. Tal vez alguno de ellos pueda exorcizar el lugar y salvarnos a todos.



lunes, 19 de junio de 2023

MEDUSA

 

La leyenda de Medusa es famosa. Sin embargo, siempre ha sido retratada como una villana. Este relato pretende dar un poco de justicia a esta leyenda, más no justificar sus posteriores decisiones. Atenea, celosa de la belleza de Medusa, y de que Zeus la prefiriera a ella, decidió castigarla transformándola en una gorgona. La gorgona más peligrosa jamás creada.

Esta historia tiene lugar años después de haber sido transformada, pero años antes de la aparición de Perseo, el héroe que lograría derrotarla.

Medusa se encontraba en una cueva, rodeada de estatuas. Había de todos los tamaños: altos, bajos, medianos…

Algunos eran hombres. Delgados, gordos. No distinguían color de piel, pues todos eran de piedra. Algunos sin embargo, tenían rasgos asiáticos. Otras eran mujeres. Calvas, con pelo largo o corto. Daba lo mismo. Pero también había sátiros, un dragón (cuya estatua casi no cabía en la enorme cueva) y otras gorgonas.

Sus víctimas. Todo aquel que osó molestarla o entrar en sus dominios.

Y no serían las últimas.

Medusa llevaba una túnica gris oscura raída. Sus brazos eran delgados y esqueléticos. Se alimentaba sobre todo de peces y de sus propias víctimas, las que no transformaba, además de animales. Su cueva estaba oculta en el bosque, donde cerca había un lago.

Su cabello estaba tapado por un turbante y llevaba una venda sobre los ojos. Todo para pillar desprevenidas a sus víctimas.

Entonces, escuchó a un nuevo visitante. Otra de las habilidades de Medusa era su oído, el cual era excepcional, además de poseer la fuerza de diez hombres.

El visitante era un guerrero. Iba ataviado con una toga blanca y sandalias. Su cabello era pelirrojo y sus ojos eran del color del mar. Era musculoso y delgado y portaba una espada en ambas manos. Medusa se ocultó en una de sus estatuas.


El joven guerrero caminaba valerosamente por la cueva. Aunque por dentro estaba muerto de miedo, jamás lo admitiría. Tampoco se notaba. Sus pasos eran seguros y nada vacilantes, sujetaba con firmeza la espada. Quizá, con demasiada firmeza.

Miró con asombro las estatuas. Según las leyendas, esas eran todas las víctimas de Medusa. Convenientemente, él no conocía que Zeus había violado a Medusa. Atenea, quien le encargó la tarea de acabar con ella (pues se estaba cobrando demasiadas víctimas), le había contado que atentó contra el Olimpo y ese había sido su castigo. Pero ahora él tenía la misión de hacerla perecer y enviarla al Inframundo con Hades. Si hacía eso, Atenea lo recompensaría. Y él estaba dispuesto a satisfacerla. Solo un mortal idiota rechazaría los deseos de una diosa.

¡Medusa! — la llamó con fingida valentía —. Soy Nico. ¡He venido a matarte!

La risa de Medusa le heló la sangre a Nico.


Medusa salió de su escondite. Su sonrisa se ensanchó y mostró unos dientes puntiagudos, propios de un monstruo y menos de un humano.

Nico… Bonito nombre.

Ella se detuvo frente a él, con calma. Nico se tensó. La voz de Medusa era melodiosa y fría como el hielo al mismo tiempo. Nico tragó saliva y dijo:

¿Últimas palabras?

Medusa dijo:

Sí, solo una:

Entonces, al tiempo que lentamente se deshacía de su venda y retiraba el turbante, susurró:

Mírame.

Pero Nico no era idiota y cerró los ojos. Sabía que, de mirar los ojos y cabello de Medusa, moriría. La tensión aumentó en Nico y Medusa empezó a divertirse.

Pobrecito. Piensa que eso lo salvará. Como si muchos no lo hubieran intentado ya antes.

¡Muere monstruo! — gritó Nico.

Y con un grito de guerra, corrió hacia ella. Sin duda, percibió Medusa, Nico había recibido un estricto entrenamiento, entrenando el oído y prescindiendo de la vista.

Ella esquivó el golpe de Nico, le agarró el brazo y le propinó una fuerte patada en el estómago, que lo dobló sobre sí mismo. Pero eso no provocó que soltara la espada ni que abriera los ojos.

Medusa habló entre susurros y con voz melodiosa dijo:

Abre los ojosss. Mírameee.

No…

Casi lo tenía. Era hábil en la lucha, sin duda, y había entrenado muy bien el oído, pero era débil de espíritu. Tampoco podía mover la espada porque ella seguía agarrando su brazo con firmeza, con unas manos que en lugar de uñas, eran garras.

Mírame Nico. Observa este hermoso rostro. Nunca has visto nada igual. Sé que te mueres por verlo. Mírame…


Y finalmente, la frágil voluntad de Nico se rompió. Lentamente, abrió los ojos. En ese momento, gritó de horror:

El cabello de Medusa no era pelo, sino serpientes, vivas y sus ojos eran rojos. En cuanto miró, sus ojos brillaron y luego sobrevino la oscuridad.


El cuerpo de Nico fue transformándose en piedra. Primero fue su rostro, que fue volviéndose rápidamente grisáceo, seguido de sus brazos, torso y piernas.

Medusa sonrió, satisfecha. Su sonrisa era retorcida pero también mostraba algo de tristeza. Tristeza porque esto era cuanto podía aportar al mundo ahora: muerte y sufrimiento. Sus victimas, al transformarse en estatuas, morían, así que el alma de Nico iría al Campo Elíseo. En cambio, ella vagaría por La Tierra, inmortal, deseosa de venganza y sin poder escapar de su prisión. Pero ella se prometió a sí misma que algún día Atenea pagaría por lo que le había hecho.


lunes, 12 de junio de 2023

EL AULLIDO

 

Era viernes a medianoche. Bea, una joven de dieciocho años, regresaba a casa sola después de haber salido de fiesta con su amiga Carmen.

Bea tenía el cabello color café y se había hecho una trenza. Por toda ropa llevaba vaqueros y una camiseta negra. De calzado llevaba unas zapatillas de tela.

La calle por la que iba caminando estaba silenciosa. Reinaba un silencio espeluznante. La quietud la noche intranquilizó a Bea. Solo sus pasos resonaban en la calzada. A la derecha había casas y a la izquierda, un colegio.

Y en medio de la noche, un aullido puso los pelos de punta a Bea. Se detuvo en seco, petrificada por el terror. Había sonado a un lobo, pero estaban en la ciudad y en aquella ciudad, no había ningún zoo ni ningún circo. ¿Quizás uno que se hubiera escapado? El aullido sonó débil, pero en la quietud de la noche, se escuchó perfectamente. Seguramente, dentro de las casas nadie o casi nadie, lo habría escuchado. Seguramente, si no oían nada más, simplemente lo ignorarían y seguirían con sus vidas.

Pero Bea no era así. Ella era demasiado curiosa, lo cual era algo contradictorio pues también era muy asustadiza. Pero así era Bea.

Y decidida, optó por internarse en aquel colegio y averiguar la razón del aullido. ¿Y si era un pobre perrito que necesitaba ayuda? Aquella posibilidad encogió el corazón de Bea y fue lo que terminó de convencerla, a pesar de que colarse en un colegio en mitad de la noche un viernes no es algo que cualquier estudiante estuviera deseoso de hacer.

Ni nadie en sus cabales, ya puestos.

Pero Bea lo hizo igualmente.

Saltó la verja y aterrizó en el patio del instituto. Delante de ella se alzaban los muros de la escuela y la puerta principal. Llegó a la puerta, la cual era de cristal. Cristal a prueba de balas. Bea tiró de sí pero, obviamente, estaba cerrada. Suspiró, airada. Así no podría entrar. Tendría que buscar otra solución.

Dio un rodeo y terminó visualizando una pequeña rendija en la parte baja de la pared que, supuso, conducía al sótano. Sin embargo, era muy estrecho y pequeño. Ni siquiera ella cabría por ahí. Se atoraría y entonces tendrían que llamar a los bomberos y…

Solo de pensarlo, Bea se puso roja de vergüenza y decidió buscar otra entrada. Al parecer, allanar un colegio no le causaba vergüenza alguna.

Y por fin, encontró la solución:

Una ventana. Y una piedra.

Cerca de donde estaba la rendija que conducía al sótano, Bea vio una ventana algo agrietada situada en la segunda planta. Y una piedra en el suelo. Asegurándose de que no la veían, agarró la piedra y la lanzó con todas sus fuerzas contra la ventana. Esta terminó de romperse en mil pedazos. No sonó ninguna alarma y, por fortuna, nadie pareció oírlo.

Bea tomó impulso y se agarró al alféizar de la ventana. Empujó su cuerpo hacia adelante y entró al instituto.

El pasillo que se abría ante ella estaba completamente a oscuras. Solo la Bea de la luna llena iluminaba el lugar. Bea quedó indecisa. ¿En qué dirección debía ir? Ya no escuchaba aullido alguno y no sabía en qué parte había sido. ¿Quizás en el sótano? Le pareció que había sonado cerca. Probaría ahí.

Miró en las otras aulas por si acaso e incluso en los baños, pero no encontró ningún animal. Bea estaba convencida de que, más que un lobo, era un perro el que se hallaba allí. El cómo habría llegado solo podía suponerlo.

Pero llegó al sótano, cuya puerta estaba bloqueada por un candado. Eso, presintió Bea, era la señal de que iba por buen camino.

Buscó en la cocina del instituto y encontró un corta cadenas y una pequeña linterna.

¿Un corta cadenas en la cocina?

Desde luego, la ubicación del objeto era, cuanto menos, extraña, pero supuso que cosas más raras se habían visto. Agarró la herramienta y con ella cortó las cadenas que bloqueaban el acceso al sótano. Sin duda, quien la hubiera sellado tendría muchas preguntas, pero para entonces ella ya no estaría ahí. Confiaba en que las cámaras del centro no captaran su rostro y que, al ver que no se había llevado nada, quedara, si es que la atrapaban, en un mero susto.

Unas escaleras aparecieron nada más abrir la puerta del sótano. Bajó las escaleras y allí alumbró con la linterna la estancia. El suelo era gris y tenía manchas rojas en el suelo. Vio restos de carne reseca y huesos. Y vio una larga cadena que seguía hasta el fondo. Escuchó un gruñido amenazador.

Bea tragó saliva. Por que lo que vio no era un perro.

Era, efectivamente un lobo. Pero no un lobo corriente. Este doblaba en tamaño al lobo más grande que pudiera existir. Su pelaje era completamente negro. Sus ojos estaban inyectados en sangre y gruñía amenazante. Sus dientes eran sables y sus garras, dagas. Una enorme cadena de hierro le sujetaba el cuello, impidiendo que escapara. Eso relajó algo a Bea, pero solo un instante, ya que luego se percató de que las cadenas que lo sujetaban estaban oxidadas y agrietadas. Sin duda, quien quiera que lo atrapara allí, llevaba mucho tiempo desaparecido.

El lobo, al verla, se abalanzó sobre ella rugiendo. Bea gritó, trastabilló y cayó al suelo. Tuvo encima a la bestia, todo el cuerpo de ella bajo el de él. Desde abajo, la criatura era si cabía más inmensa y aterradora. La baba del lobo caía en el hombro izquierdo de ella. Bea estaba paralizada por el terror. De pronto, se dio cuenta de que el ser, aunque deseaba devorarla, no podía, pues las cadenas impedían, por muy poco, que el lobo pudiera morderla. Apenas escasos centímetros la separaban de un mordisco mortal. El lobo, en un intento desesperado por devorar a su presa, tiró más fuerte de la cadena y esta se agrietó todavía más. Entonces Bea comprendió que si la cadena había aguantado tanto tiempo, es porque el lobo no tenía una motivación lo suficientemente poderosa como para romperla.

Pero ahora estaba ella y las cadenas no eran lo sólidas que solían ser.

Bea sabía que era cuestión de tiempo que el ser se liberara, por lo que, saliendo de la parálisis, se arrastró por el suelo hasta salir de debajo de la criatura y se incorporó. Estaba subiendo las escaleras cuando la criatura dio otro tirón y finalmente rompió las cadenas.

Bea cerró la puerta del sótano justo cuando la criatura recorría las escaleras a velocidad vertiginosa. Escuchó a la criatura dar un cabezazo contra la puerta. Las paredes temblaron y la puerta también. Además, la puerta se agrietó y trozos de madera (el material de la puerta) se astillaron. Sin pensarlo, Bea corrió dirección a la puerta de la cocina pero, al intentar abrirla, descubrió que estaba cerrada por fuera. Y para colmo, no tenía tiempo ni ninguna idea de dónde se podría encontrar la llave.

Pero sí podía huir por donde había entrado. No estaba muy lejos y, si se daba prisa, podría lograrlo. Echó a correr justo cuando la criatura dio otro cabezazo, destrozando la puerta. Sin detenerse ni un segundo, el lobo corrió tras Bea, quien corrió con todas sus fuerzas. Notaba el corazón latir con fuerza. El sudor le caía por la frente. Jadeaba. Movía sus piernas todo lo rápido que podía, pero notaba al lobo pisándole los talones. No era un lobo normal y eso Bea lo sabía.

Estaba llegando a la ventana, pero notaba a la criatura casi encima de ella. Giró a la izquierda en el pasillo, donde el lobo la perdió de vista un momento. Sin embargo, en breve la alcanzaría.

No lo voy a lograr comprendió Bea, aterrorizada.

Fue entonces cuando vio a mano izquierda la puerta de un aula. Bea decidió arriesgarse. Viró a la izquierda y trató de abrir la puerta del aula.

Lo logró.

Abrió la puerta y cerró. Escuchó al lobo derrapar. Seguramente, ahora mismo estaría olisqueando el aire.

Bea hiperventilaba. Trató de analizar la situación:

se había colado en un instituto porque creía que un perro necesitaba ayuda. Y en su lugar, se topó con un lobo enorme que estaba atado en el sótano y deseaba matarla. Echó un vistazo al aula: era grande, con varios pupitres de madera. Cerca de ella se hallaba la pizarra y el escritorio del profesor (o profesora). Pero no fue eso lo que llamó su atención, sino las ventanas. Se acercó a ellas. Tenían la misma altura que la otra ventana. Y abajo había hierba. Podía saltar por ahí. Podía escapar. Había encontrado una salida.

Su pie chocó con algo. Intrigada, bajó la mirada y se topó con una papelera. Dentro solo había un papel echa bola. Curiosa, Bea agarró el papel y lo desdobló. Lo que leyó la dejó muda. La letra estaba escrita con bolígrafo y estaba algo borroso, pero era legible:


Querido James:

Lamento informarle de que sus días en este centro han terminado. No es inteligente, ni responsable, mantenerle encadenado en el sótano de un instituto. No obstante, le alegrará saber que he encontrado unas nuevas instalaciones para usted. Una bonita casa en el campo, lejos de cualquier víctima y con un sótano construido por mí, reforzado. Recuerde que nada de esto es culpa suya.

Con cariño, el Director José Moretz.


¿A quien pretendo engañar? Tengo que matarlo. Desde que aquel licántropo lo mordió, cada vez está más irritable. La bestia se está apoderando de él. Pronto dejará de ser parte humano y será completamente bestia. Lo haré esta noche.


Cuando Bea terminó de leer, pensó:

Un licántropo…

Así que eso era ese lobo. Un licántropo. Por eso era tan grande y por eso estaba atrapado allí. Bea empezó a atar cabos. En algún momento, a ese pobre hombre lo mordieron. Su amigo, que era director de ese colegio, lo descubrió o se lo revelaron. Decidió ocultarlo ahí de forma momentánea, mientras encontraba otro lugar mejor, pero se dio cuenta de que era demasiado peligroso. Dijo que iba a hacerlo esa noche. Pero a juzgar por la sangre de sótano y los huesos que vio, Bea entendió el destino del director. Solo le quedaba escapar.

La puerta del aula tembló y se agrietó. Escuchó gruñidos. ¡El licántropo la había detectado! Debía escapar enseguida.

Bea abrió la ventana. El lobo volvió a embestir, rompiendo la puerta. El lobo se acercó rápidamente hacia ella. Sus patas resonaban en el suelo. Bea se giró justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Ella saltó hacia la izquierda. El lobo cayó por la ventana. Bea se asomó lentamente, temerosa.

Allí estaba el licántropo, ileso. Había aterrizado de pie. Le dedicó una mirada amenazadora, enseñando todos sus colmillos y una expresión de furia. Luego, en lugar de perseguirla, se dirigió hacia la salida.

Bea hiperventilaba. Había estado a punto de morir. Pero no podía quedarse allí. ¿Y si el licántropo regresaba? Salió del aula, cerró la puerta y se asomó a la ventana por la que había entrado. No vio al lobo. Se agarró al alfeizar y luego se dejó caer. Aterrizó de rodillas y soltó un quejido ahogado. Se incorporó. Las piernas le pesaban y temblaban. Tragó saliva y salió del instituto.

No volvió a tener noticias del lobo. Solo vio noticias de que alguien había entrado a robar al instituto. Pero ninguna mención a ningún lobo gigante.

La pesadilla había terminado.

miércoles, 3 de mayo de 2023

VALQUIRIA

 

En una Noruega antigua, cuando todavía los dioses poblaban el mundo, una chica llamada Frida y su hermano Gunnar viajaban por Midgar. Sus padres los abandonaron cuando ella apenas era una adolescente y él un bebé. Frida siempre ha sido dura, fría y no le teme al combate, mientras que Gunnar era más pacifico. Debido a la sed de lucha de Frida, ellos se ganaban el pan cazando seres mitológicos, desde gigantes, hasta lobos Fenrir. Frida ya rondaba los treinta y un años de edad, mienras que Gunnar tenía tan solo quince años. El cabello de ambos era pelirrojo. El de ella, largo y caía en cascada detrás de los hombros. Los ojos de ambos eran de un color azul claro y su piel era pálida. Vestían ropa de pieles para protegerse del frío y calzaban botas duras. Ella una enorme hacha, que Gunnar era casi incapaz de levantar, mientras que él era hábil con el arco. Pero Gunnar también portaba un puñal. Así mismo, ella era más dada a la fuerza bruta y a la inteligencia, mientras que Gunnar solo lo segundo. Ella medía metro ochenta y cinco, mientras que Gunnar era muy bajito, apenas metro cincuenta y cinco. Pero su hermana nunca se metió con su estatura, ni le regañó por no ser un hábil guerrero. Pero sí quiso que se hiciera duro con cada combate y llevarlo a luchar, ya que vivían en un mundo hostil.

Ese día tenían un encargo muy especial. Debían cazar a una valquiria. Bien era sabido que era casi dioses, y que algunas se ocultaban de Odín en Midgar.

Los dos hermanos discutieron mucho. Mejor dicho, Gunnar lo hizo. Esa vez, Gunnar estaba decidido a no ir. Ella solo lo miró largamente y, impasible, respondió:

Bien, no vengas. Sin duda, para enfrentar una valquiria hay que estar hecho de una pasta especial. No durarías ni cinco minutos. Yo la enfrentaré sola y obtendré el botín completamente para mí.

Y Frida, que conocía ya lo suficiente a su hermano, sonrió de medio lado cuando se dio cuenta de que su plan de psicología inversa había funcionado. Si, Gunnar tenía miedo, sin duda. También ella, aunque trataba de no mostrarse vulnerable para darle más seguridad a su hermano. Y Sin duda él era pacífico, pero no era un cobarde. Y tenía su orgullo.

No dejaré que esa cosa te mate. Te ayudaré.

Ella asintió, complacida y juntos marcharon en busca de la valquiria. Según los rumores, se hallaba oculta en una cámara de una montaña cerca a donde estaban ellos. Siguiendo un mapa que les dejaron, llegaron a la montaña, la cual se encontraba bloqueada por una puerta de madera. Pero Frida descubrió que no estaba bloqueada con magia rúnica ni nada parecido. Los dos hermanos entraron en una sala circular, con el suelo de piedra. Arriba el techo era de piedra y no entraba la la luz del sol. La única luz, provenía de dos candelabros colgados del techo, cuyas llamas daban un aspecto lúgubre al lugar.

Y delante de ellos, con la alas tapando su cuerpo, se encontraba la valquiria.

Gunnar sintió el terror apoderarse de su cuerpo. Notó un nudo en el estómago; las piernas se volvieron gelatina. Tragó saliva para deshacer el nudo. Frida lo miró y dijo:

Cuidado Gunnar, esta es la valquiria. No existe rival más temible.

Gunnar miró a la valquiria con una mezcla de temor y admiración. Era alta, muy alta. Aunque no tanto como los gigantes. Su cuerpo, aunque tapado por unas majestuosas y robustas alas, podía entreverse. Era esbelto. Sus piernas y brazos eran musculosos, fruto del entrenamiento y muchas batallas a sus espaldas. Gunnar volvió a pensar que estaban locos de atar.

No nos ataca — dijo Gunnar, mirando a la valquiria con recelo.

Todavía — sonrió Frida, ansiosa por empezar la batalla.

Entonces, Frida se acercó a la valquiria y le lanzó su hacha. Esta rebotó en el cuerpo de la valquiria y volvió a su dueña. Entonces, las alas de la valquiria se abrieron. Despacio primero, rápido después, liberando un vendaval, que hizo retroceder un par de pasos a los hermanos. Sino tenían cuidado, podían caerse de la plataforma, ya que la sala circular no cubría por entero la sala. Un par de metros los separaba del precipio.

¿QUIEN OSA DESPERTAR DE SU LETARGO A LA VALQUIRIA?

La voz de la valquiria rezumaba furia y despertó en Gunnar un temor indescriptible. Si su cuerpo físico imponía, su voz atemorizaba. Y ya puestos a ver su cuerpo, Gunnar y Frida pudieron verle la cara. Su cabello era negro, el cual protegía con un casco puntiagudo. Toda su armadura y el casco eran de un dorado brillante.

Sin tiempo a más diálogos, la valquiria atacó a ambos hermanos.

Frida interceptó el ataque de la valquiria, que poseía no una, sino dos espadas de hoja recta y mango dorado. Con el hacha, Frida bloqueó el ataque de una de sus espadas, pero la otra pronto se alzó hacia adelante y luego hacia atrás, en dirección al cuello de Frida.

Sobrevino entonces un combo de golpes por parte de la valquiria mientras Frida no podía hacer otra cosa que bloquear. Una vez tras otra, la valquiria asestaba un mandoble al hacha de Frida. Esta movía el hacha a derecha, izquierda, arriba y abajo, bloqueando con éxito todos los ataques, pero cada vez se iba agotando más.

¡Gunnar, espabila! — gritó Frida.

El sudor le caía por la frente y notaba los brazos agarrotados. Gunnar espabiló con el grito de su hermano y rápidamente lanzó una flecha hacia la valquiria, quien, al actuar con ira, recibió el impacto, pero apenas sí le dolió. Gruñó, molesta y saltó hacia Gunnar, quien, asustado, disparó dos flechas más, pero ninguna dieron en el blanco. Pasaron al lado de la valquiria, tan solo rozándola.

Tomando impulso, Frida lanzó el hacha hacia la valquiria cuando esta se disponía a asesinar a Gunnar. Pero usando sus poderosas alas, voló hacia arriba, esquivando el hacha, que se clavó en el suelo, cerca de Gunnar. Rápidamente, la valquiria se posó tras Frida y la atacó, pero esta fue rápida. Rodó hacia un lado y luego, Gunnar agarró el hacha de su hermano y gritó:

¡Frida!

Gunnar lanzó el hacha dirección a la valquiria, quien saltó hacia atrás para esquivar el golpe. Saltando hacia adelante, Frida agarró el hacha y fue entonces su turno de contraatacar, al tiempo que Gunnar la apoyaba desde la distancia.

Mientras Gunnar lanzaba flechas, Frida lanzaba estocadas con el hacha, buscando herir a la valquiria, pero esta esquivaba con astucia todos los ataques. Era intocable, una luchadora feroz y Frida empezó a lamentar haber osado enfrentar a la valquiria. Esta, viéndose acorralada, saltó hacia arriba y gritó, al tiempo que bajaba boca abajo y con ambas espadas apuntando a Frida:

¡VALHALLA! ¡POR ODÍN!

Pero cuando se iba a estrellar contra Frida, Gunnar, que había estado calculando el momento perfecto, disparó tres flechas más. Las que le quedaban. Había llevado veinte flechas en el carcaj. Ni una más, ni una menos. La primera impactó en el casco de la valquiria, logrando quitárselo. El segundo en su cabeza, logrando atravesarla, y la tercera en su cuello.

Eso provocó que cayera de bruces al suelo (Frida rodó para esquivarla), y entonces Frida aprovechó para atravesar su corazón con su hacha. Tras un grito, la valquiria cayó muerta.

Frida respiró agita al tiempo que Gunnar recogía todas las flechas.

Hemos derrotado a una valquiria — dijo Gunnar, emocionado.

Frida sonrió.

Sí, así es.

Llevaron el cuerpo a quien se lo había encargado, quien les pagó con mil monedas de oro. Eso sería el equivalente a un millón de euros. O dolares. Gracias a eso, Frida y su hermano pudieron tener una vida mejor, si bien Frida siguió cazando y Gunnar decididó hacerse granjero. Aunque siguió practicando con el arco.

Lo que ninguno de los hermanos supo hasta más tarde, es que fue el propio Odín quien les encargó esa tarea, porque la valquiria se había corrompido y solo una persona de corazón puro (en esta ocasión dos), podían liberarla tras una dura batalla. Ahora estaba en el Valhalla, rehabilitándose.


Fin.

sábado, 29 de abril de 2023

ÁNGEL GUARDIÁN 1: LA CHICA DEL TREN

 

La alarma del móvil arrancó a Jesús de un sueño placentero. Tanteando con una mano, logró agarrar el móvil y apagar la alarma.

Con los ojos repletos de sueño, Jesús se incorporó con pesadez. Tras una ducha, fue a la cocina, dónde se reunió con su madre Eva y su padrastro Miguel.

Eva era una mujer de cuarenta años, que aparentaba tener diez menos. De cabello negro; ojos azules. Medía 1’60 y su belleza la había hecho merecedora de algún que otro piropo por la calle que, si bien molestaban a Jesús, ella simplemente los ignoraba. Jesús se preguntaba si ella se percataba siquiera de esos halagos.

Ambos vivían en Dos Hermanas, una ciudad de Sevilla. Jesús era huérfano por parte de padre, ya que este murió en un tiroteo hacía años, pues era policía. Nunca se atraparon a los culpables.

Jesús había visto a David, su padre, en fotos. En su época, fue un hombre joven, de apenas 25 años.

Qué lástima que tuviera que morir tan joven pensaba Jesús cada vez que lo recordaba. El apenas sí tenía los 18 recién cumplidos. No obstante, sí que tenía un padre adoptivo: Miguel. Un amigo de la familia, el cual era médico y fue uno de los que ayudó en el parto de Eva. Ella siempre le decía lo mismo a su hijo:

— Eres muy especial, chiquitín. Tu nacimiento fue extraordinario.

Jesús no comprendía bien a qué se refería y odiaba que lo llamara chiquitín. Al menos al inicio. Con el paso de los años aprendió a tolerarlo. De su nacimiento él tan solo conocía que estuvo a punto de morir y que todos los médicos aseguraban que él no nacería. Pero lo hizo de todas formas. Ella lo llamó un milagro.

Se sentó en la mesa a desayunar una tostada y café. Les dio los buenos días a sus padres.

— Regresa a casa enseguida ¿oyes? — le pidió Eva.

— Pero mamá… ¡Había quedado con Manuel y María!

Eran los mejores amigos de Jesús. Desde su infancia. Tenían su misma edad.

Eva miró a su hijo al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico. Acto seguido, y al tiempo que soltaba con suavidad la leche en la mesa, dijo:

— Necesito que me acompañes a unos recados.

— Pero mamá…

— Jesús, por favor, no empieces… — contestó Eva, cansada.

Jesús siempre era así. Se quejaba mucho, en especial cuando su madre no le justificaba de forma clara por qué no quería que saliera.

— Haz caso a tu madre, hijo — le aconsejó Miguel —. Ya tendrás tiempo luego de salir con tus amigos.

Sin ganas de empezar una discusión tan temprano por la mañana y teniendo el tiempo a contrarreloj para alcanzar el tren, Jesús se marchó.


Eva suspiró, derrotada. Miguel la agarró por los hombros.

— Es lo mejor para él, ya lo sabes — le dijo él.

— Ya lo sé — admitió ella —. Ya lo sé. Pero no hace sino deteriorar la relación.

— Claro que no — replicó él y ella lo penetró con sus hermosos ojos azules.

Miguel aclaró:

— Lo que quiero decir, es que es muy joven. Solo tiene dieciocho. Déjale que crezca un poco más.

— Seguirá sin entenderlo, porque no tiene ningún maldito sentido.

Eva se separó de él y acudió al salón, que estaba pegado a la cocina. Se sentó en el sofá. Se hundió en él, suspirando apesadumbrada. Tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo. No por orgullo. No le salían. Ya había llorado suficiente. Miguel se sentó junto a ella. Le acarició el cabello. Ella lo miró. Su expresión lo decía todo.

— ¿Lo sabrá algún día?

— Saberlo lo pondría en peligro.

Ella lo sabía, pero tenía la esperanza de que no. Si lo supiera, quizás las cosas fueran más sencillas.

O quizás resultaran más complicadas dijo una vocecita en su cabeza. Una vocecita que trataba de ignorar la mayoría de las veces. Miguel se inclinó hacia ella y esta se dejó hacer. Los labios de él rozaron los de ella suavemente, casi como una caricia. Ella finalmente correspondió a su beso. Los dos se besaron con ternura. Ella sintió los labios de él, con el sabor a café de la mañana. Recordó que a Miguel no le agradaba mucho el café, pero lo tomaba para “integrarse” como él decía. Aunque ella le había dicho mil veces que eso no era necesario, él seguía haciéndolo. Tenían que mantener una tapadera. Mantener a Jesús ignorante reforzaba ese hecho y le daba paz mental. Algo de lo que Eva carecía hacía ya tiempo.

Aún recordaba la muerte de su difunta pareja, David. Miguel no había sido capaz de encontrarlo. Lo cual podía significar muchas cosas. Ninguna de ellas, buena. La hipótesis más benévola era que el Infierno era un lugar gigantesco, tan grande como el mismo universo. Encontrar allí a alguien era como buscar una aguja, pero no en un pajar. Sino en la Tierra entera. Pero aquello seguía inquietando a Eva. Los ángeles siempre eran capaces de encontrar cualquier alma en el infierno. Por muy perdida que estuviera. Sin embargo, la tarea de mantener a salvo a su hijo había relegado aquella preocupación a un segundo plano, sobre todo teniendo la “tranquilidad” de que todavía había ángeles buscándole.

El beso terminó y ella se recostó en su pecho. Miguel llevaba vaqueros y una camisa azul. Él le acarició el cabello. Le encantaba que hiciera eso. Soltó otro suspiro y dejó que las lágrimas, por fin, embarraran sus mejillas.

— Te quiero — le soltó él.

— Y yo a ti — le respondió ella, con voz temblorosa.

Decir aquello provocó que su corazón se encogiera de dolor. Si, se amaban. Aunque no deberían. Las relaciones entre un ángel y un humano no estaban bien vistas. Solo podían estar así gracias a su “tapadera”. Solo gracias a eso, no habían tenido represalias. Para los ángeles, ellos solo fingían su amor. Cuando era justo todo lo contrario. Ella sostuvo la mano de él, y la apretó con fuerza.


El tren estaba abarrotado, como de costumbre.

Otra vez a coger el tren pensó hastiado Jesús.

Todas las mañanas era lo mismo. Se levantaba muerto de sueño, se vestía y se dirigía al tren, que lo llevaría directo a San Bernardo, para luego ir al instituto. Y todas las mañanas la veía a ella.

Era una chica hermosa, la más linda que jamás hubiera visto. Su cabello era negro, sus ojos, color azul. Era alta. Jesús no sabría decir con exactitud, pero imaginaba que cerca del 1`70. Todo lo contrario que él, que medía tan solo 1´63. Siempre la reconocía por sus vaqueros y su abrigo rojo. Aquel color la hacía parecer más viva, más bella, más peligrosa. E intimidante.

Por si la timidez de Jesús no fuera poca, la sola presencia de ella lo intimidaba. Le daban nauseas el simple hecho de saber que la iba a ver. No por asco, sino porque le imponía sobremanera.

Eso no puede ser bueno se dijo.

Siempre la veía a la misma hora, en el tren, tanto a la ida como la vuelta. Y siempre se subían al mismo vagón. Quería decirle algo a ella, pero no se atrevía. Las palabras morían en su boca y es como si algo lo paralizase.

Recordaba una vez que estuvieron a solas al salir del tren. Ella ni lo miró ni él tuvo valor para acercarse.

Con un gesto, trató de apartar aquellos pensamientos. La ventana del tren reflejaba su aspecto: cabello negro; ojos castaños. Tenía el rostro algo infantil. Aquello le resultaba indiferente. Le gustaba parecer más pequeño. Tenía dieciocho años, aunque parecía de catorce. La chica del tren debía tener al menos uno o dos más que él, aunque con su aspecto, coquetear con ella no resultaba muy favorecedor.

Tampoco es que sea un experto en el arte de ligar. Más bien, en el de no ligar.

Iba vestido con camiseta roja y vaqueros. Tampoco iba muy elegante que digamos.

Bueno, voy a clases se justificó.

Pero él sabía la realidad. Quería impresionarla. Aunque hasta eso le parecía estúpido. Suspiró.

La miró. Solía hacer eso a menudo y ella ya lo había cazado muchas veces. Pero por algún motivo, él no podía evitarlo.

Se preguntó si ella lo odiaría. La había visto alejarse de él un par de veces e inclusive alguna mirada no muy amistosa. Suspiró de nuevo y apartó la vista.

Ella se bajó un par de paradas antes, como de costumbre. Jesús siguió su camino. El tren estaba lleno de gente y se sentía una sardina en una lata. Poco a poco, la gente fue saliendo, aunque entraban otras nuevas. El traqueteo del tren y el sonido del motor no acallaban las voces de la gente que, lejos de ser molestas, a Jesús le traía sin cuidado. Él se entretuvo mirando el paisaje. El cielo oscuro dio paso lentamente a la salida del amanecer. Vio hermosos campos. Le pareció un paisaje hermoso. Después de atravesar una estación más, finalmente llegó a la suya: San Bernardo.

Cuando bajó en San Bernardo, subió las escaleras, atravesó los tornos y salió de la estación. Afuera, el cielo ya clareaba. Se montó en el tranvía y esperó hasta llegar a su parada de siempre.

Llegó al instituto cinco minutos antes de que comenzaran las clases. En la puerta lo esperaban Manuel y María, sus amigos.

Manuel estaba como siempre: con su negro cabello a la altura de los hombros y sus ojos castaños. Llevaba por toda ropa una camiseta blanca con las palabras “Game Over” en negrita escritas y unos vaqueros. María llevaba el cabello castaño recogido en una coleta. Sus ojos, color esperanza, lo miraron con cariño. Jesús se fijó en que ella iba vestida con vaqueros y camiseta lisa. Tras saludarse, entraron al instituto. El patio era rectangular y grande. Al fondo estaba el edificio, donde se hallaban las clases de secundaria y FP. No obstante, no estudiaban lo mismo. Jesús era el único que estudiaba la FP de Administrativo, pues no sabía bien qué hacer con su vida. Nada le convencía y por no quedarse parado, había decidido sacarse aquel curso. Sus amigos habían decidido estudiar Informática.


Estaba en clase de Mecanografía cuando, en medio del ruido de los dedos golpeando las teclas, la profesora dijo con una sonrisa:

— ¿Habéis escuchado hablar del fantasma de la escuela?

— Sí — respondieron algunos.

La profesora era alta, delgada, vestida con camisa de flores y vaqueros. Su cabello era castaño y liso. Sus ojos eran azules. Según les confirmó ella en una ocasión, tenía treinta y siete años de edad.

— Para los que no lo sepáis, hace muchos años, unos cien, recién abierto este colegio, había un conserje que era el que se encargaba de todo. Pero un día — su voz se tornó más tétrica o eso le pareció a Jesús. No sabía si eran cosas suyas, pero pareciera que lo mirara a él más que al resto —, murió en misteriosas circunstancias. Nadie sabe qué sucedió. Aunque se rumorea que su fantasma ronda el instituto.

A Jesús le pareció que los ojos de la profesora brillaban con intensidad.

Algunos alumnos se lo tomaron a broma y otros se asustaron un poco. Si bien seguramente no tendría relación, lo cierto era que en ocasiones a Jesús le había parecido escuchar una puerta dar un portazo o el armario de su clase moverse. Seguramente solo serían imaginaciones suyas, se dijo.

Cuando terminó la clase, Jesús volvió a notar la mirada de su profesora. Sus ojos brillaban con una intensidad extraña. Se encogió de hombros e ignoró eso. Decidió que eran imaginaciones suyas y salió al recreo con sus amigos, donde charlaron de cosas sin importancia, hasta que regresaron a clases.


Por fin, sonó la campana. Jesús guardó sus cosas en la mochila y salió aprisa de clase. Jesús estaba impresionado. No importaba lo rápido que fuera, sus compañeros llegada la hora, obtenían una velocidad tal, que la velocidad de la luz quedaba en ridículo. Apenas sonaba la campana, ninguno de sus compañeros se encontraba allí. Se entretuvo charlando con sus amigos, quienes lo esperaron a la salida. Quedaron en verse y Jesús se marchó corriendo. Iba a perder el tren. Si bien sus amigos vivían en la misma ciudad que él, se iban en autobús porque les dejaba más cerca de sus casas. Jesús se marchó deprisa. Si regresaba rápido, podría verla una vez más.

Todo fue de mal en peor. El tranvía se retrasó, de modo que para cuando llegó a la estación, perdió el tren donde solía verla. No tuvo más opción que coger el siguiente, el cual no llegó hasta veinte minutos después. Cuando entró, se percató de algo:

Genial, luces fundidas pensó. Aunque tal vez no estaban fundidas, sino que sencillamente no les daba la gana encenderlas. También el tren estaba muy tranquilo. Apenas había gente montada. Aprovechó para sentarse en uno de los asientos libres.

De pronto, a medio viaje, el tren se detuvo. Nadie dijo nada por megafonía. Y al alzar la vista, Jesús se percató de que no quedaba nadie en el tren.

¿Qué demonios...?

Escuchó gruñidos. Desconcertado, se incorporó y miró en dirección al sonido. Lo que vio lo aterró:

Era un perro, pero ligeramente diferente de los que conocía. Era similar a un doberman, pero este le doblaba en tamaño. Sus ojos eran rojos y brillaban de un modo que a Jesús le heló la sangre. Su boca dejaba entrever dientes puntiagudos de los cuales goteaba saliva.

La situación, de por sí mala (el animal estaba en disposición de atacar), no sería tan grave quizá, de no ser por un delicado detalle:

Jesús padecía cinofobia. Es decir, miedo a los perros.

Jesús no pudo evitarlo y echó a correr. El perro era anormalmente veloz, o eso le pareció a Jesús. Nunca había corrido tanto en su vida, pero aquel animal iba a alcanzarlo tarde o temprano. Cosa que efectivamente, hizo. El perro dio un impulso y empujó a Jesús contra el suelo.

De no haber sido por la situación, tal vez Jesús hubiera soltado alguna frase sarcástica. Hiperventilaba por todo su cuerpo y, si no lo asesinaba el perro, moriría él de un infarto. Podía oler al animal. Era un olor asqueroso, nauseabundo. Como a podredumbre. Todo Jesús temblaba violentamente; escuchaba los latidos de su corazón a un ritmo alarmantemente alto. Entonces escuchó un quejido, el sonido de un arma afilada y luego silencio.

Durante un segundo que pareció eterno, Jesús no escuchó nada. Pero enseguida alguien le dio la vuelta y pudo ver la imagen de la persona salvadora.

Ella. La chica del tren.

Tenía el cabello alborotado y vio algo en su mirada que nunca antes había visto en ella: preocupación. Jesús notó algo distinto en ella: no llevaba la ropa de esa mañana. En su lugar, vestía una camiseta negra de tirantes, pantalones negros y botas. Además, Jesús notó que en la mano derecha portaba una espada. Una muy diferente a otras que hubiera visto. El pomo era plateado y la guarda tenía forma de alas. La hoja era curva.

— ¿Estás bien?

Su tono era urgente. Sin saber qué decir, Jesús musitó un débil sí, que al principio temió que no se hubiera escuchado. Lo alivió comprobar que sí cuando ella lo incorporó y su mirada reflejó tranquilidad.

— Vale. Hay que irse.

— ¿Qué... ha pasado? — logró decir Jesús con timidez. Su cuerpo aún temblaba.

— Eso era un Cerbero — le soltó ella como si fuera lo más natural del mundo, al tiempo que lo agarraba de la mano y lo arrastraba hacia una puerta del tren.

— ¿Un... qué? — preguntó este patidifuso.

La mano de ella se sentía cálida y reconfortante. Jesús deseó que no lo soltara por nada del mundo.

La puerta del tren no se abría (ella pulsó varias veces el botón de apertura), así que la chica hizo uso de su espada. Esta emitía un haz de luz blanca que Jesús jamás había visto.

Una espada tan bella como ella.

Con un tajo (y sin soltar la mano de él), partió la puerta en dos, para asombro de Jesús. La puerta cayó fuera del tren con un sonido estridente, sobresaltando a Jesús.

Sin darle tiempo a preguntar, ella dijo:

— Rápido, antes de que vengan más demonios.

Jesús no supo que decir, pero obedeció.

Recorrieron las vías a pie y deprisa. Ella no lo soltó en ningún momento. Sin embargo, en un momento dado, ella se giró hacia él y se presentó finalmente:

— Por cierto, puedes llamarme Ariel.


CONTINUARÁ...