Helena
estaba en su cuarto escuchando música procedente de su Smartphone,
cuando escuchó ruidos procedentes de la planta baja. Los ruidos eran
fuertes. Al principio a Helena le costó identificarlo, pero pronto
descubrió que se trataban de disparos.
Ya está ese renacuajo otra vez con la consola. Ni un momento me deja tranquila, maldito crío.
El hermano de Helena. Se llamaba Javier, tenía ocho años y se le daba mejor matar zombis en la consola que estudiar. Helena se incorporó dispuesta a echarle la bronca. Sus padres habían salido, así que ella era la que estaba al mando. Y al contrario de otros padres, lo que ella dijera iba a misa, así que poco tenía que hacer aquel niño malcriado.
Se miró un momento en el espejo colgado de la pared que había frente a ella. Su cabello negro estaba revuelto de haber estado en tumbada en el catre. Tenía dieciséis años y tenía las preocupaciones sobre su aspecto típico de cualquier adolescente. Iba vestida con una camiseta blanca y unos pantalones vaqueros. Se puso unas zapatillas color celeste y salió del cuarto.
Para cuando bajó, los disparos cesaron. Todo quedó tranquilo. Demasiado tranquilo. Tal vez su hermano la hubiese escuchado, pensó con suficiencia, y se había amedrentado. Aunque al cavilarlo mejor, pensó que eso resultaba improbable, ya que su hermano era la persona más maleducada y déspota del mundo, si bien cuando quería era un amor. Al entrar al salón se percató de algo que le dio muy mala espina:
El televisor estaba apagado; las paredes estaban manchadas de sangre.
— ¿Ja.. Javier?
Preguntó ella con temor. Si era una broma se iba a enterar.
El salón estaba formado por un sofá. Detrás del sofá había una mesita baja y colgada de la pared un televisor de cuarenta pulgadas. Bajo la pared había una chimenea apagada y a ambos lados dos estanterías llenas de libros, marcos con fotos y con un hueco para la consola. La mesa estaba rota, los libros agujereados y los marcos estropeados. Y tendido en el sofá, descansaba un cuerpo diminuto, el de un niño. El cuerpo había sido acribillado salvajemente. Helena se tapó la boca al gritar. Un grito lleno de pena y desconsuelo, pero también de horror. ¿Quién había matado a Javier? Ella había estado arriba, lo había oído todo. Pensaba que era por el videojuego y en realidad estaban matando a su propio hermano en sus narices.
Escuchó un crujido a su derecha. Allí, imponente, se alzaba un hombre alto, de cabello enmarañado negro; ropa raída y piel demacrada. Su mano izquierda tenía incrustada un arma de fuego unida a su piel. Formaba parte de él. Este sonrió.
Helena no lo pensó: corrió dirección a la puerta, pero esta no se abría. La habían bloqueado. Escuchó disparos y presa del pánico corrió escaleras arriba, hacia su habitación. Buscaba un refugio seguro. Un lugar donde esconderse. Tal vez podría escapar por la ventana se dijo. Cuando llegó a la entreplanta pudo visualizar a través de una ventana el jardín trasero de su casa. Inexplicablemente, la casa se estaba inundando. Por arte de magia había aparecido agua y el nivel de esta iba subiendo.
¿Có…cómo es posible?
Los disparos la alertaron nuevamente y subió a toda prisa hacia su habitación. Entró; echó el pestillo y se dirigió hacia la ventana. Pero para horror de ella, descubrió que el agua ya había llegado hasta allí. De repente, ya no escuchaba los disparos, pero el agua comenzó a colarse por su habitación y rápidamente empezó a inundarse.
—No, no, no — dijo ella desesperada —. ¡AYUDA!
El nivel del agua inundó la estancia por completo en cuestión de segundos. Helena trató de abrir o romper la ventana, sin éxito. La respiración le empezó a fallar. Intentó ir hacia la puerta de su cuarto para abrirla, nadar hacia abajo y tratar de escapar por ahí. Pero mucho antes de siquiera empezar a nadar, supo que no lo lograría. Desesperada, se revolvió sobre sí misma tratando de respirar, hasta que todo se volvió negro.
Ya está ese renacuajo otra vez con la consola. Ni un momento me deja tranquila, maldito crío.
El hermano de Helena. Se llamaba Javier, tenía ocho años y se le daba mejor matar zombis en la consola que estudiar. Helena se incorporó dispuesta a echarle la bronca. Sus padres habían salido, así que ella era la que estaba al mando. Y al contrario de otros padres, lo que ella dijera iba a misa, así que poco tenía que hacer aquel niño malcriado.
Se miró un momento en el espejo colgado de la pared que había frente a ella. Su cabello negro estaba revuelto de haber estado en tumbada en el catre. Tenía dieciséis años y tenía las preocupaciones sobre su aspecto típico de cualquier adolescente. Iba vestida con una camiseta blanca y unos pantalones vaqueros. Se puso unas zapatillas color celeste y salió del cuarto.
Para cuando bajó, los disparos cesaron. Todo quedó tranquilo. Demasiado tranquilo. Tal vez su hermano la hubiese escuchado, pensó con suficiencia, y se había amedrentado. Aunque al cavilarlo mejor, pensó que eso resultaba improbable, ya que su hermano era la persona más maleducada y déspota del mundo, si bien cuando quería era un amor. Al entrar al salón se percató de algo que le dio muy mala espina:
El televisor estaba apagado; las paredes estaban manchadas de sangre.
— ¿Ja.. Javier?
Preguntó ella con temor. Si era una broma se iba a enterar.
El salón estaba formado por un sofá. Detrás del sofá había una mesita baja y colgada de la pared un televisor de cuarenta pulgadas. Bajo la pared había una chimenea apagada y a ambos lados dos estanterías llenas de libros, marcos con fotos y con un hueco para la consola. La mesa estaba rota, los libros agujereados y los marcos estropeados. Y tendido en el sofá, descansaba un cuerpo diminuto, el de un niño. El cuerpo había sido acribillado salvajemente. Helena se tapó la boca al gritar. Un grito lleno de pena y desconsuelo, pero también de horror. ¿Quién había matado a Javier? Ella había estado arriba, lo había oído todo. Pensaba que era por el videojuego y en realidad estaban matando a su propio hermano en sus narices.
Escuchó un crujido a su derecha. Allí, imponente, se alzaba un hombre alto, de cabello enmarañado negro; ropa raída y piel demacrada. Su mano izquierda tenía incrustada un arma de fuego unida a su piel. Formaba parte de él. Este sonrió.
Helena no lo pensó: corrió dirección a la puerta, pero esta no se abría. La habían bloqueado. Escuchó disparos y presa del pánico corrió escaleras arriba, hacia su habitación. Buscaba un refugio seguro. Un lugar donde esconderse. Tal vez podría escapar por la ventana se dijo. Cuando llegó a la entreplanta pudo visualizar a través de una ventana el jardín trasero de su casa. Inexplicablemente, la casa se estaba inundando. Por arte de magia había aparecido agua y el nivel de esta iba subiendo.
¿Có…cómo es posible?
Los disparos la alertaron nuevamente y subió a toda prisa hacia su habitación. Entró; echó el pestillo y se dirigió hacia la ventana. Pero para horror de ella, descubrió que el agua ya había llegado hasta allí. De repente, ya no escuchaba los disparos, pero el agua comenzó a colarse por su habitación y rápidamente empezó a inundarse.
—No, no, no — dijo ella desesperada —. ¡AYUDA!
El nivel del agua inundó la estancia por completo en cuestión de segundos. Helena trató de abrir o romper la ventana, sin éxito. La respiración le empezó a fallar. Intentó ir hacia la puerta de su cuarto para abrirla, nadar hacia abajo y tratar de escapar por ahí. Pero mucho antes de siquiera empezar a nadar, supo que no lo lograría. Desesperada, se revolvió sobre sí misma tratando de respirar, hasta que todo se volvió negro.
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