Aunque era viernes, a medianoche, Manuel ya se encontraba tumbado en la cama, listo para dormir. Bueno, aunque antes quería que su chica hiciera algo por él.
Manuel tenía veinticinco años y le encantaba leer. Y convivía desde hacía un año con su pareja, de su misma edad, llamada María.
María y él se conocieron en el instituto, empezaron a salir al cabo de los meses y hacía un año se habían ido a vivir juntos, aunque no estaban casados. Aunque era algo que estaban meditando, pero todavía no se lo habían comunicado el uno al otro. Era una decisión importante y no debía tomarse a la ligera.
Manuel tenía el cabello castaño corto y ojos azules. Llevaba por pijama una camiseta blanca y pantalón azul. Su pareja apareció en el cuarto. Había terminado de lavarse los dientes. Su cabello negro le caía en cascada por los hombros, formando ligeros rizos que Manuel admiraba. Sus ojos verdes lo examinaron con curiosidad y luego, sus finos labios dibujaron una mueca de fingido fastidio. Luego sonrió y se dejó caer en la cama junto a él. A la derecha de él. Le acarició el pelo con dulzura y le besó en la frente.
María observó entonces el enorme libro que Manuel sostenía entre sus pequeñas manos. Él la miró con una sonrisa y una cara de emoción. No hicieron falta palabras, María ya sabía lo que él quería.
— ¿Quieres que te lea esa historia otra vez?
— Sabes que me encanta esta historia. Y me gusta mucho que me leas.
— Creía que el escritor eras tú. Yo solo soy profesora de literatura.
— Ya, bueno.
Esa respuesta le dejó en claro a María que él no cedería. Podía negarse, claro, y no sería la primera vez. Pero esa noche no tenían plan mejor. Y de todos modos, sabía que a él le hacía ilusión, así que con un suspiro, agarró el libro, que tenía la portada de tapa dura color marrón, con el dibujo de un castillo. El libro era una recopilación de cuentos, pero en él había uno en especial que le encantaba a Manuel. Uno que rompía todos los esquemas de cuentos clásicos y les daba la vuelta, como una tortilla.
María abrió el libro cerca del final. Manuel se recostó en el regazo de ella. María llevaba un pijama color gris.
— No te vayas a quedar dormido — le pidió María.
Manuel soltó un gran y exagerado bostezo antes de responder:
— Te lo prometo.
María le dedicó una mirada de desconfianza completamente justificada. Luego sonrió y empezó a leer:
— La princesa y el dragón.
“Erase una vez, una princesa llamada Victoria, de diecisiete años. Vivía en el reino de Arador, y vivía felizmente casada con el príncipe Leónidas, al que llamaban Leo, para abreviar. Él tenía 18 años. Pero un día, una dragona apareció en el reino. Causó estragos, quemando aldeas, campesinos y guerreros por igual y a algunos brujos. Pero también logró capturar al príncipe, quien osó enfrentar a tal criatura: una dragona de escamas negras como la noche.
Después de tal tragedia, Victoria exigió aprender magia, pues luchar ya sabía, para poder rescatar a su amado. Mientras practicaba día y noche y sin descanso, multitud de grupos de rescate perecieron en el intento de derrotar a la dragona. Sin embargo, Victoria ya sabía dónde tenía la dragona secuestrado a su príncipe: en lo alto de su castillo, que se encontraba en lo más hondo del Bosque Tenebroso. Así pues, cuando estuvo lista y, sin que nadie la viera (pues la habrían detenido), salió en busca de su príncipe con la esperanza de poder salvarlo.
Atravesó los caminos reales y finalmente llegó al bosque tenebroso.
Al entrar, sintió que estaba en otra dimensión. El cielo estaba encapotado y amenazante de lluvia. Los árboles tenían espinas y estaban secos y grisáceos. El suelo de tierra estaba cubierto de hojas caducas.
Al rato de andar, vio a lo lejos el castillo. Pero la entrada al castillo estaba bloqueada por zarzas. Sin embargo, esto no fue un impedimento para la princesa, que con su poder mágico del fuego, quemó las zarzas, las cuales gimieron y se retorcieron de dolor. Aquello provocó un escalofrío en la princesa.
Entró al patio del castillo. Allí vio tirados en el suelo los cuerpos de los guerreros que quienes intentaron rescatar al príncipe y matar a la dragona.
Sobrecogida por lo que acababa de ver, Victoria siguió adelante, subió los escalones que daban a la entrada del castillo y abrió la gigantesca puerta de hierro que estaba ante ella. La puerta chirrió levemente, y pesaba muchísimo, pero Victoria logró abrirla lo suficiente como para pasar.
Subió a lo alto del castillo y allí, en la última habitación, que ella tuvo que abrir con magia (pues estaba bloqueada por un candado que la dragona había encantado con magia), se hallaba su amado. Él estaba tendido en una hermosa cama de dosel, dormido. Ella se acercó hasta él y lo miró con infinito cariño, aliviada de que estuviera bien.
Se acercó a él y posó sus suaves labios en los de él y lo besó.
Aquello rompió la maldición en la que la dragona lo tenía preso y despertó al príncipe quien, al verla, la abrazó.
Él era más bajo que ella, medía alrededor de 1,60, mientras que ella 1,80. Aquello había sido objeto de burlas en el reino, pero a ninguno de ellos les importaba. Su amor era más fuerte que cualquier prejuicio. Ambos se besaron nuevamente y, mientras él tenía la cabeza apoyada en el pecho de ella, esta le acarició el cabello con dulzura. Le dio otro beso en la frente y dijo:
— Debemos irnos amor mío. La dragona podría regresar.
Léonidas asintió.
Agarrado fuertemente de la mano por su princesa, ambos corrieron. Llegaron a la entrada y salieron al patio.
Y por supuesto, ahí estaba la dragona.
La dragona lanzó un chorro de fuego hacia la pareja. Ambos se apartaron. Ella hacia la derecha, él hacia la izquierda, separándose así una vez más.
Pero la princesa, decidida, no iba a permitir que la dragona la separase de su amor una tercera vez y arruinara más vidas. Así que cuando lanzó otro chorro de fuego, Victoria lanzó un hechizo congelante contra el fuego de la dragona.
Luego, y anticipándose a la dragona, lanzó un rayo contra esta. Esta voló directamente hacia ella, pero no pudo evitar que un rayo la impactara contra la espalda. La dragona rugió, pero los dragones era increíblemente resistentes a la magia y Victoria tuvo que apartarse antes de que la dragona terminara de embestir contra ella. Vio como Leónidas, que había recogido una espada del suelo (proveniente de los soldados muertos) y lograba realizar un corte contra la criatura. Esta gritó y de un coletazo, logró lanzarlo hacia atrás.
— ¡Leónidas! — gritó preocupada la princesa.
Furiosa, vio como su príncipe se encontraba inconsciente, con la cabeza sangrando en el suelo. Lanzó varios rayos contra la dragona, pero solo uno la alcanzó.
Debido a que la magia gastaba energía, Victoria empezaba a sentirse agotada, pero la adrenalina y su determinación la impidieron rendirse. Y tuvo una idea.
La dragona lanzó otro chorro de fuego hacia Victoria. Y la habría matado de no haber activado un hechizo escudo. El fuego impactó, pero no la quemó. Entonces, Victoria gritó:
— ¡Lux!
Y un gran torrente de luz salió de su palma izquierda e impactó en el pecho de la dragona. Esta rugió de dolor. Victoria siguió presionando. Y finalmente lo logró. Intensificó el hechizo y la luz pronto invadió por completo a la dragona, desintegrándola.
La dragona era historia.
Preocupada, Victoria se acercó a su amor, lo acunó en su regazo y aplicó un hechizo sanador. Vio como Leónidas abría los ojos y la miraba con infinito cariño. Ambos se besaron. Ella le acarició el cabello con dulzura y dijo:
— Ya ha pasado todo.
Y los dos volvieron al reino y fueron felices y perdices.
Fin."
— Vale, ya...
Iba a decir María. Miró a su chico, pero él se hallaba ya profundamente dormido. Ella sonrió.
No tiene remedio
Cerró el libro y se preguntó en qué momento se habría quedado dormido. Le dio un suave beso en la frente, apagó la luz y se recostó en la cama. Con su brazo izquierdo, rodeó la cintura de su chico mientras él dormía en su regazo, sin ninguna sombra de preocupación en el rostro.
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