La señal era clara.
La nave del Hiroshima, una nave espacial japonesa, había enviado un mensaje de socorro hacía ya tres semanas. Era todo lo rápido que habían podido llegar.
Los cuatro astronautas, antiguos militares, eran los idóneos para aquella peligrosa misión: Megan, Rafael, Javier, y Samantha (Sam). Los cuatro tenían la misma edad: treinta y cinco, pero venían de países diferentes, si bien hablaban el mismo idioma: el inglés.
Y los cuatro habían sido enviados a una misión de reconocimiento y rescate.
Algo había ocurrido en el Hiroshima. Algo siniestro. Pero los cuatro astronautas no tenían ni idea del terror que les aguardaba.
Al principio, el viaje fue bien. Fueron en su nave espacial hacia el Hiroshima. Dado su proximidad con marte, tardaron tres semanas en llegar, todo debido a que su nave estaba en el espacio y relativamente cerca del Hiroshima en el momento que estos enviaron la señal de socorro.
Y así, los cuatro astronautas, sin todavía quitarse el traje, se adentraron en la nave.
Corría el año dos mil cien, y las naves ahora eran gigantescas. Especialmente el Hiroshima. Era como un crucero de grande, con cientos de habitaciones, cocina, y demás. De algún modo, la tecnología había avanzado lo suficiente para que dentro de esas gigantescas y costosas naves, la vida se pareciera a la de La Tierra lo más posible. Aunque seguían sin velocidad de la luz ni nada de eso.
Nada más entrar, tuvieron claro que algo terrible había sucedido. Las paredes y el suelo eran blancos.
Y estaban manchados de sangre fresca.
— ¿Qué ha pasado aquí? — preguntó temerosa Sam.
Lentamente, con toda la velocidad que le permitía el traje espacial, se acercó a la sangre. No había cuerpos allí. Y aquello era extraño. Sin embargo, sí que había un rastro de sangre, lo que daba a entender que los heridos habían sido llevados a otra habitación.
Con las compuertas cerradas, todos se quitaron los cascos y respiraron el oxígeno de la nave. También pudieron verse las caras:
Sam tenía el cabello negro corto y ojos azules. Megan tenía el cabello rubio recogido en un moño. Rafael era rubio con el pelo corto y ojos verdes mientras que Javier era pelirrojo, con los ojos azul claro.
Pusieron los rifles a punto y decidieron adentrarse en la nave. Tampoco tenían opción.
El río de sangre fresca se estrechaba conforme avanzaban por la nave. Las luces del interior se habían fundido y tan solo las linternas incorporadas a los fusiles los salvaron de la más absoluta oscuridad. Si bien a Sam y a Javi la oscuridad los inquietaba, había algo que inquietaba a Megan todavía más: el silencio.
No se escuchaba nada. Si bien era cierto que en el espacio no había sonido, dentro la nave estaba diseñada para poder reproducir sonidos y demás. Además, la gravedad debía estar activada, porque podían caminar normalmente.
El rastro de sangre terminó y acabaron en lo que era la recepción de la nave, una estancia de suelo negro con un mostrador al fondo y puertas a derecha e izquierda.
Y allí estaban los cuerpos. Tendidos inertes en el suelo. Parecía que a unos les habían desgarrado el cuello. A otros, las entrañas.
Todos llevaban ropas comunes, como vaqueros y camisa en el caso de hombres y mujeres o vestidos, en caso de algunas mujeres. Otros llevaban el traje de astronauta.
Sam tragó saliva y siguió avanzando, sin darse cuenta de que lideraba la expedición. No era la líder, Rafael lo era, pero en aquellos momentos él estaba justo detrás de ella, aún en shock por lo que estaba presenciando.
Continuaron por un estrecho pasillo. Había sangre por todas partes, pero Sam se fijó en un detalle peculiar: no toda la sangre era roja. Algunos rastros de sangre eran negros.
El pasillo parecía interminable, pero pronto llegaron a una sala con puertas a ambos lados. Esas puertas eran camarotes o habitaciones. Ahí dormían los habitantes de la nave.
— Quizá haya supervivientes — susurró Rafael.
— Debe haberlos — corroboró Sam —. De lo contrario, no habríamos recibido la señal.
Los demás asintieron.
Fueron llamando puerta por puerta, pero nadie les abría, así que abrieron las puertas. Las puertas tenían códigos de seguridad, pero no importaba. Javier era un experto informático igual que Sam, así que entre los dos lograron abrir las puertas y entrar. Pero todas las habitaciones, sin excepción, se hallaban vacías.
Salieron de nuevo a la sala.
— No lo entiendo — dijo Megan, confusa —. ¿Dónde está todo el mundo?
— ¡Cuidado! — gritó Rafael al tiempo que disparaba con el rifle.
Se escuchó el sonido de las balas. Potentes y atronadoras seguido de un chillido que Sam solo pudo calificar como demoníaco. Y tenía parte de razón en eso.
La criatura que tenían delante no se podía calificar de humano. Para ser más específicos, el ser era completamente rojo, con cuatro patas con garras con las que se apoyaba en la pared. Su cabeza era alargada con dos ojos puramente negros. Su boca estaba repleta de colmillos y una lengua bífida que recordaba a las serpientes. No tenía pelo en ninguna parte de su cuerpo y cuando Rafael disparó de nuevo, las balas rebotaron. Su piel, al parecer, era impenetrable.
— Joder — dijo Rafael.
La criatura saltó directamente hacia él. Rafael no tuvo tiempo de apartarse. La criatura lo apresó entre sus garras, que perforaron su espalda, la cual sangró violentamente. Acto seguido su boca se abrió más de lo que nadie hubiera visto jamás y se tragó la cabeza entera de Rafa. Por los sonidos que hacía su boca, Sam, horrorizada, comprendió que lo estaba devorando.
Rafa, que hasta hacía escasos momentos había estado gritando, dejó de hacerlo.
Sam, Megan y Javi dispararon contra la criatura, pero sus balas simplemente rebotaron.
— Hay que irse — dijo Megan.
Muy a su pesar, Sam sabía que tenía razón. Esa criatura era invencible. Necesitaban más información antes de poder enfrentarla. Y debían regresar con un ejército.
Los tres echaron a correr, pero enseguida la criatura les cortó el paso. Ya había acabado con Rafa y ahora estaba frente a ellos. Ahora se sostenía sobre dos patas. De su boca goteaba sangre rojiza. La sangre de Rafael. La criatura chilló y Sam, por puro instinto y terror, disparó al fondo de su boca. Esta se tragó las balas, gimió, se convulsionó y cayó al suelo, inerte, en un gran charco de sangre negra.
— Así que la sangre oscura es de esas cosas — dijo Sam, conmocionada.
— Eso parece — dijo Megan.
Notaron un movimiento detrás de ellos. Al volverse, vieron que el cuerpo muerto de Rafa convulsionaba. Su pecho subía y bajaba a velocidad alarmante. Ya no tenía cabeza, pero eso no impidió que, de su cuello, empezara a brotar algo.
Los tres miraban fijamente la escena, enmudecidos e inmóviles. Demasiado conmocionados para poder mover siquiera un sólo músculo.
Y de repente, a Rafa le creció una nueva cabeza. Pero no era la suya. Era idéntica a la criatura que acababan de matar. El traje espacial estalló, rompiéndose en mil pedazos, así como su piel, dejando entrever una piel roja que, adivinó Sam, era su carne. Sin embargo, no parecía ser los músculos humanos. Era más bien una especie de mutación. De las uñas salieron garras y pronto el ser que había sido Rafa se incorporó y soltó un chillido demoníaco.
Todos estaban asustados y quedaron momentáneamente petrificados por el shock.
El ser saltó hacia adelante, pero por suerte, todos tuvieron buenos reflejos. Saltaron hacia un lado y, cuando la criatura volvió a rugir, Megan disparó y también Javi. Una bala impactó en su ojo izquierdo (la de Javi), mientras que la otra impactó en su boca. La criatura se tambaleó, gimió y cayó al suelo, inerte, en un charco de sangre negruzca.
La calma volvió temporalmente a la nave, aunque el silencio aterraba más a Sam que los chillidos de aquel ser.
— No sé qué es esa cosa — gimió Megan —, pero si esas cosas han acabado con toda la tripulación, tenemos que irnos. Y volver con un equipo de limpieza.
Sam y Javi asintieron.
Los tres volvieron sobre sus pasos. Hacia la entrada. Ahora sería la salida. No tenía sentido incursionarse más. No se escuchaban supervivientes y habían sobrevivido a esas cosas de milagro. Eran demasiado letales. Eran soldados, no héroes. Y estaban demasiado aterrados para seguir indagando en la nave. De todas formas, pensó Sam, tras tres semanas, esas cosas ya deberían haberlos masacrado a todos. Era un pensamiento lúgubre y oscuro, pero a Sam no se le ocurría otra cosa. En aquella nave había habido pocos soldados. Y si al matarte te convertías en una de esas cosas…
significaba que aquello era una colmena.
Cuando Sam comprendió eso, el terror que sentía se transformó en algo peor: pánico.
Las manos le sudaban y las piernas las sentía de mantequilla. Tenían que irse cuanto antes.
Solo que no llegaron a irse.
En cuanto cruzaron el pasillo y volvieron al hangar, se cruzaron no con una, sino con cuatro de esas cosas.
— No estaban aquí antes — susurró Javi.
— Corred —dijo Sam. No pudo evitar que le temblara la voz.
Todos echaron a correr en dirección contraria. Esas cosas pronto rugieron y corrieron tras ellos. Sam se giró para ver si los alcanzaban y lo lamentó en el acto.
Esas cosas corrían a cuatro patas, como bestias, pero a una velocidad comparable a la de una pantera. Muy pronto los alcanzarían.
Siguieron corriendo mientras a su espalda escuchaban un concierto de rugidos y pisadas.
No lo vio, pero Sam escuchó a Megan gritar y supo que la habían cogido. Con lágrimas en los ojos, Sam se obligó a seguir corriendo.
No supo dónde estaba. Ya no. Pero si supo que estaba en un pasillo, que había perdido de vista a Javi y que había muchas puertas a su alrededor. Pronto dejó de escuchar rugidos y tan solo oía sus pisadas al correr. Ni siquiera así se detuvo. Ni siquiera cuando el corazón le bombeó con violencia y le exigió que parase. Cuando la sed acudió a su garganta ya reseca.
Siguió corrieron varios pasillos más hasta que finalmente tropezó y cayó al suelo, exhausta.
Nada ni nadie la atacó durante la hora que pasó allí tirada, recuperando fuerzas. Todo estaba en silencio. A su lado había una puerta de cristal transparente que daba acceso a la cocina y al comedor.
Entró al comedor. Las luces parpadeaban y muchas mesas y sillas estaban tiradas o rotas. Desde luego, parecía un escenario sacado para una película de terror. El silencio era inquietante. Sam se acercó a la cocina, la cual podía ver desde donde estaba. Se acercó a una puerta transparente situada a su izquierda, la cual se abrió automáticamente.
Estaba claro que la electricidad si iba, pero esas cosas habían destrozado la nave hasta tal punto, que casi nada funcionaba.
La cocina era un simple pasillo con suelo negro, la vitro a la izquierda junto con varios fregaderos y algunos frigoríficos.
La calma era inquietante, pensó Sam. Toda ella estaba tensa, con su fusil apuntando en todas direcciones. Había comprobado el cargador: aún le quedaban muchas balas en la recamara. No había gastado tantas. Pero la munición no era el verdadero problema: lo eran esas cosas. Además, debía huir del lugar. Y su nave estaba en la otra punta. Para empeorar las cosas, no podía regresar por donde había venido, pues se toparía con esas cosas otra vez.
Al mirar arriba, dio con la solución:
El sistema de ventilación.
De un salto, Sam se impulsó y subió. Arrancó con violencia las rejillas, que cayeron al suelo con un estruendo metálico. Rápidamente, Sam se coló en el sistema de ventilación y reptó. Sabía que tirar la rejilla había hecho ruido y seguramente atraería a las criaturas. Tenía que irse de ahí ya.
No supo cuanto rato estuvo reptando. Rezaba cada segundo para no encontrarse a ninguna criatura. De su grupo, solo ella y Rafa eran religiosos. Y Rafa estaba muerto. Javi era ateo y Megan agnóstica.
Siguió reptando.
Entonces, vio por las rendijas de otra rejilla lo que parecía ser un despacho. Echó un breve vistazo y, tras cerciorarse de que no había monstruos, arrancó suavemente la rejilla, que colocó tras ella como pudo y luego se dejó caer.
El suelo estaba alfombrado así que sus pies no sonaron cuando aterrizó.
Desde su posición, a su izquierda había una puerta de madera por la que salir. Enfrente, varias estanterías con libros y a su derecha un escritorio también fabricado en madera, con un ordenador portátil.
Pero no era el ordenador lo que llamó la atención de Sam, sino el teléfono móvil situado en el suelo, cerca de la mesa y manchado de sangre. Al recogerlo, comprobó que todavía funcionaba y pudo leer el último correo electrónico que el director del Hiroshima pudo enviar antes de morir:
Aquí el Hiroshima. Nos están atacando. Repito, nos están atacando.
No sabemos qué son. Esas cosas… no las había visto jamás en mi vida.
No tienen sentido. No poseen aparato reproductor, tampoco nariz y no parecen tener oídos. Sin embargo, su olfato es excelente y su oído es mejor que el de un murciélago. Y son rápidos.
E inteligentes.
Uno de ellos, el que parece ser el líder, acaba de enviar una señal de socorro. Por favor, ayuda.
El mensaje estaba escrito, pero nunca llegó a ser enviado. Entonces Sam comprendió algo terrible: eran esas cosas quienes les enviaron el mensaje de socorro. No el Hiroshima. Probablemente ya estaban todos muertos.
Les habían tendido una trampa.
De los conductos de ventilación apareció una de esas cosas. Apareció de repente y soltando un chillido agónico. Debido al shock, Sam no disparó. La criatura se abalanzó sobre ella pero esta echó a correr dirección a la puerta. Logró abrirla y la cerró tras de sí. Escuchó a la criatura chocar contra la puerta. Acto seguido la rompió.
Si no hubiera tenido el entrenamiento que tuvo, Sam estaría muerta en ese momento.
Rodó hacia un lado, se incorporó y apuntó con su arma al ser. Todo en una fracción de segundo. Acto seguido disparó cuando la criatura rugió. Una bala se incrustó en el ojo del ser y la otra en su boca. La criatura se desplomó en el suelo, inerte.
Entonces Sam echó a correr. A los pocos minutos, logró regresar por fin a la entrada de la nave, donde estaba la nave que los había traído.
Le dolía en el alma abandonar a sus compañeros. A Javi, en realidad, pues el resto estaba muerto. Y puede que ella también.
Se disponía a entrar en su nave cuando un nuevo ser la sorprendió. Solo que este era diferente a los demás.
Su piel no era roja, sino negra. Y estaba cubierto de pinchos a la espalda y en los brazos.
Además, parecía ser más musculoso que los demás. Sam supuso que, como con los humanos, de estos seres también habían diferentes etnias.
El ser la atacó tan deprisa que ella ni lo vio. Un puñetazo fue directo a sus costillas y la envió hacia atrás, chocando contra la pared, que se abolló del impacto. Sam tosió y de su tos salió sangre que manchó el suelo.
La criatura se abalanzó sobre Sam quien, debido al golpe, se encontraba aturdida.
Pero todavía pudo apretar el gatillo de su fusil y disparar contra el ser. Los disparos no lo hirieron, pero si lo frenaron. Eso fue suficiente para que ella se espabilara. Se incorporó y rodó a un lado cuando la criatura volvió a arremeter contra ella. Entonces corrió y se metió directamente en la nave. Pulsó el botón situado a su izquierda y cerró la compuerta.
Tan pronto se metió, corrió a los mandos, que estaban a cinco segundos de ella. Escuchó como la criatura arremetía contra la puerta y la abollaba. Uno o dos golpes más, y la rompería. Y entonces ya no podría escapar.
Logró encender la nave rápidamente, pues esta se encontraba en lo que llamaban “suspensión”. Encendida, pero en reposo.
Así pues, logró despegar justo cuando la criatura dio otro golpe más a la puerta y la agrietó.
Mientras se alejaba, estando ya en el espacio exterior,vio al ser rugir y dar un salto.
¡La criatura estaba moviéndose en el espacio! Y no le hacía falta traje ni nada al parecer.
Pueden sobrevivir en el espacio pensó ella aterrada.
Eso no tenía ningún sentido. Pero claro, aquellas cosas tampoco la tenían.
No parece que necesiten oxigeno para sobrevivir.
La criatura logró llegar hasta la nave y terminó de romper la puerta. Por suerte, Sam se colocó rápidamente un casco que había apoyado cerca de ella y luego esquivó a la criatura, que se abalanzó sobre ella. Se giró rápidamente y disparó.
Las balas acertaron en los ojos del ser, quien rugió de dolor. Y ese rugido fue su perdición. Sam disparó otra vez, en esta ocasión, a la boca.
El ser se desplomó boca abajo en el suelo, muerto.
Sam respiró agitada mientras su nave se iba alejando lentamente del Hiroshima.
Volvería a La Tierra y contaría lo ocurrido. Y ese cadáver sería la prueba.
Lo que Sam no sabía es que esas cosas ya le habían echado el ojo a su planeta.
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