La alarma del móvil arrancó a Jesús de un sueño placentero. Tanteando con una mano, logró agarrar el móvil y apagar la alarma.
Con los ojos repletos de sueño, Jesús se incorporó con pesadez. Tras una ducha, fue a la cocina, dónde se reunió con su madre Eva y su padrastro Miguel.
Eva era una mujer de cuarenta años, que aparentaba tener diez menos. De cabello negro; ojos azules. Medía 1’60 y su belleza la había hecho merecedora de algún que otro piropo por la calle que, si bien molestaban a Jesús, ella simplemente los ignoraba. Jesús se preguntaba si ella se percataba siquiera de esos halagos.
Ambos vivían en Dos Hermanas, una ciudad de Sevilla. Jesús era huérfano por parte de padre, ya que este murió en un tiroteo hacía años, pues era policía. Nunca se atraparon a los culpables.
Jesús había visto a David, su padre, en fotos. En su época, fue un hombre joven, de apenas 25 años.
Qué lástima que tuviera que morir tan joven pensaba Jesús cada vez que lo recordaba. El apenas sí tenía los 18 recién cumplidos. No obstante, sí que tenía un padre adoptivo: Miguel. Un amigo de la familia, el cual era médico y fue uno de los que ayudó en el parto de Eva. Ella siempre le decía lo mismo a su hijo:
— Eres muy especial, chiquitín. Tu nacimiento fue extraordinario.
Jesús no comprendía bien a qué se refería y odiaba que lo llamara chiquitín. Al menos al inicio. Con el paso de los años aprendió a tolerarlo. De su nacimiento él tan solo conocía que estuvo a punto de morir y que todos los médicos aseguraban que él no nacería. Pero lo hizo de todas formas. Ella lo llamó un milagro.
Se sentó en la mesa a desayunar una tostada y café. Les dio los buenos días a sus padres.
— Regresa a casa enseguida ¿oyes? — le pidió Eva.
— Pero mamá… ¡Había quedado con Manuel y María!
Eran los mejores amigos de Jesús. Desde su infancia. Tenían su misma edad.
Eva miró a su hijo al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico. Acto seguido, y al tiempo que soltaba con suavidad la leche en la mesa, dijo:
— Necesito que me acompañes a unos recados.
— Pero mamá…
— Jesús, por favor, no empieces… — contestó Eva, cansada.
Jesús siempre era así. Se quejaba mucho, en especial cuando su madre no le justificaba de forma clara por qué no quería que saliera.
— Haz caso a tu madre, hijo — le aconsejó Miguel —. Ya tendrás tiempo luego de salir con tus amigos.
Sin ganas de empezar una discusión tan temprano por la mañana y teniendo el tiempo a contrarreloj para alcanzar el tren, Jesús se marchó.
Eva suspiró, derrotada. Miguel la agarró por los hombros.
— Es lo mejor para él, ya lo sabes — le dijo él.
— Ya lo sé — admitió ella —. Ya lo sé. Pero no hace sino deteriorar la relación.
— Claro que no — replicó él y ella lo penetró con sus hermosos ojos azules.
Miguel aclaró:
— Lo que quiero decir, es que es muy joven. Solo tiene dieciocho. Déjale que crezca un poco más.
— Seguirá sin entenderlo, porque no tiene ningún maldito sentido.
Eva se separó de él y acudió al salón, que estaba pegado a la cocina. Se sentó en el sofá. Se hundió en él, suspirando apesadumbrada. Tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo. No por orgullo. No le salían. Ya había llorado suficiente. Miguel se sentó junto a ella. Le acarició el cabello. Ella lo miró. Su expresión lo decía todo.
— ¿Lo sabrá algún día?
— Saberlo lo pondría en peligro.
Ella lo sabía, pero tenía la esperanza de que no. Si lo supiera, quizás las cosas fueran más sencillas.
O quizás resultaran más complicadas dijo una vocecita en su cabeza. Una vocecita que trataba de ignorar la mayoría de las veces. Miguel se inclinó hacia ella y esta se dejó hacer. Los labios de él rozaron los de ella suavemente, casi como una caricia. Ella finalmente correspondió a su beso. Los dos se besaron con ternura. Ella sintió los labios de él, con el sabor a café de la mañana. Recordó que a Miguel no le agradaba mucho el café, pero lo tomaba para “integrarse” como él decía. Aunque ella le había dicho mil veces que eso no era necesario, él seguía haciéndolo. Tenían que mantener una tapadera. Mantener a Jesús ignorante reforzaba ese hecho y le daba paz mental. Algo de lo que Eva carecía hacía ya tiempo.
Aún recordaba la muerte de su difunta pareja, David. Miguel no había sido capaz de encontrarlo. Lo cual podía significar muchas cosas. Ninguna de ellas, buena. La hipótesis más benévola era que el Infierno era un lugar gigantesco, tan grande como el mismo universo. Encontrar allí a alguien era como buscar una aguja, pero no en un pajar. Sino en la Tierra entera. Pero aquello seguía inquietando a Eva. Los ángeles siempre eran capaces de encontrar cualquier alma en el infierno. Por muy perdida que estuviera. Sin embargo, la tarea de mantener a salvo a su hijo había relegado aquella preocupación a un segundo plano, sobre todo teniendo la “tranquilidad” de que todavía había ángeles buscándole.
El beso terminó y ella se recostó en su pecho. Miguel llevaba vaqueros y una camisa azul. Él le acarició el cabello. Le encantaba que hiciera eso. Soltó otro suspiro y dejó que las lágrimas, por fin, embarraran sus mejillas.
— Te quiero — le soltó él.
— Y yo a ti — le respondió ella, con voz temblorosa.
Decir aquello provocó que su corazón se encogiera de dolor. Si, se amaban. Aunque no deberían. Las relaciones entre un ángel y un humano no estaban bien vistas. Solo podían estar así gracias a su “tapadera”. Solo gracias a eso, no habían tenido represalias. Para los ángeles, ellos solo fingían su amor. Cuando era justo todo lo contrario. Ella sostuvo la mano de él, y la apretó con fuerza.
El tren estaba abarrotado, como de costumbre.
Otra vez a coger el tren pensó hastiado Jesús.
Todas las mañanas era lo mismo. Se levantaba muerto de sueño, se vestía y se dirigía al tren, que lo llevaría directo a San Bernardo, para luego ir al instituto. Y todas las mañanas la veía a ella.
Era una chica hermosa, la más linda que jamás hubiera visto. Su cabello era negro, sus ojos, color azul. Era alta. Jesús no sabría decir con exactitud, pero imaginaba que cerca del 1`70. Todo lo contrario que él, que medía tan solo 1´63. Siempre la reconocía por sus vaqueros y su abrigo rojo. Aquel color la hacía parecer más viva, más bella, más peligrosa. E intimidante.
Por si la timidez de Jesús no fuera poca, la sola presencia de ella lo intimidaba. Le daban nauseas el simple hecho de saber que la iba a ver. No por asco, sino porque le imponía sobremanera.
Eso no puede ser bueno se dijo.
Siempre la veía a la misma hora, en el tren, tanto a la ida como la vuelta. Y siempre se subían al mismo vagón. Quería decirle algo a ella, pero no se atrevía. Las palabras morían en su boca y es como si algo lo paralizase.
Recordaba una vez que estuvieron a solas al salir del tren. Ella ni lo miró ni él tuvo valor para acercarse.
Con un gesto, trató de apartar aquellos pensamientos. La ventana del tren reflejaba su aspecto: cabello negro; ojos castaños. Tenía el rostro algo infantil. Aquello le resultaba indiferente. Le gustaba parecer más pequeño. Tenía dieciocho años, aunque parecía de catorce. La chica del tren debía tener al menos uno o dos más que él, aunque con su aspecto, coquetear con ella no resultaba muy favorecedor.
Tampoco es que sea un experto en el arte de ligar. Más bien, en el de no ligar.
Iba vestido con camiseta roja y vaqueros. Tampoco iba muy elegante que digamos.
Bueno, voy a clases se justificó.
Pero él sabía la realidad. Quería impresionarla. Aunque hasta eso le parecía estúpido. Suspiró.
La miró. Solía hacer eso a menudo y ella ya lo había cazado muchas veces. Pero por algún motivo, él no podía evitarlo.
Se preguntó si ella lo odiaría. La había visto alejarse de él un par de veces e inclusive alguna mirada no muy amistosa. Suspiró de nuevo y apartó la vista.
Ella se bajó un par de paradas antes, como de costumbre. Jesús siguió su camino. El tren estaba lleno de gente y se sentía una sardina en una lata. Poco a poco, la gente fue saliendo, aunque entraban otras nuevas. El traqueteo del tren y el sonido del motor no acallaban las voces de la gente que, lejos de ser molestas, a Jesús le traía sin cuidado. Él se entretuvo mirando el paisaje. El cielo oscuro dio paso lentamente a la salida del amanecer. Vio hermosos campos. Le pareció un paisaje hermoso. Después de atravesar una estación más, finalmente llegó a la suya: San Bernardo.
Cuando bajó en San Bernardo, subió las escaleras, atravesó los tornos y salió de la estación. Afuera, el cielo ya clareaba. Se montó en el tranvía y esperó hasta llegar a su parada de siempre.
Llegó al instituto cinco minutos antes de que comenzaran las clases. En la puerta lo esperaban Manuel y María, sus amigos.
Manuel estaba como siempre: con su negro cabello a la altura de los hombros y sus ojos castaños. Llevaba por toda ropa una camiseta blanca con las palabras “Game Over” en negrita escritas y unos vaqueros. María llevaba el cabello castaño recogido en una coleta. Sus ojos, color esperanza, lo miraron con cariño. Jesús se fijó en que ella iba vestida con vaqueros y camiseta lisa. Tras saludarse, entraron al instituto. El patio era rectangular y grande. Al fondo estaba el edificio, donde se hallaban las clases de secundaria y FP. No obstante, no estudiaban lo mismo. Jesús era el único que estudiaba la FP de Administrativo, pues no sabía bien qué hacer con su vida. Nada le convencía y por no quedarse parado, había decidido sacarse aquel curso. Sus amigos habían decidido estudiar Informática.
Estaba en clase de Mecanografía cuando, en medio del ruido de los dedos golpeando las teclas, la profesora dijo con una sonrisa:
— ¿Habéis escuchado hablar del fantasma de la escuela?
— Sí — respondieron algunos.
La profesora era alta, delgada, vestida con camisa de flores y vaqueros. Su cabello era castaño y liso. Sus ojos eran azules. Según les confirmó ella en una ocasión, tenía treinta y siete años de edad.
— Para los que no lo sepáis, hace muchos años, unos cien, recién abierto este colegio, había un conserje que era el que se encargaba de todo. Pero un día — su voz se tornó más tétrica o eso le pareció a Jesús. No sabía si eran cosas suyas, pero pareciera que lo mirara a él más que al resto —, murió en misteriosas circunstancias. Nadie sabe qué sucedió. Aunque se rumorea que su fantasma ronda el instituto.
A Jesús le pareció que los ojos de la profesora brillaban con intensidad.
Algunos alumnos se lo tomaron a broma y otros se asustaron un poco. Si bien seguramente no tendría relación, lo cierto era que en ocasiones a Jesús le había parecido escuchar una puerta dar un portazo o el armario de su clase moverse. Seguramente solo serían imaginaciones suyas, se dijo.
Cuando terminó la clase, Jesús volvió a notar la mirada de su profesora. Sus ojos brillaban con una intensidad extraña. Se encogió de hombros e ignoró eso. Decidió que eran imaginaciones suyas y salió al recreo con sus amigos, donde charlaron de cosas sin importancia, hasta que regresaron a clases.
Por fin, sonó la campana. Jesús guardó sus cosas en la mochila y salió aprisa de clase. Jesús estaba impresionado. No importaba lo rápido que fuera, sus compañeros llegada la hora, obtenían una velocidad tal, que la velocidad de la luz quedaba en ridículo. Apenas sonaba la campana, ninguno de sus compañeros se encontraba allí. Se entretuvo charlando con sus amigos, quienes lo esperaron a la salida. Quedaron en verse y Jesús se marchó corriendo. Iba a perder el tren. Si bien sus amigos vivían en la misma ciudad que él, se iban en autobús porque les dejaba más cerca de sus casas. Jesús se marchó deprisa. Si regresaba rápido, podría verla una vez más.
Todo fue de mal en peor. El tranvía se retrasó, de modo que para cuando llegó a la estación, perdió el tren donde solía verla. No tuvo más opción que coger el siguiente, el cual no llegó hasta veinte minutos después. Cuando entró, se percató de algo:
Genial, luces fundidas pensó. Aunque tal vez no estaban fundidas, sino que sencillamente no les daba la gana encenderlas. También el tren estaba muy tranquilo. Apenas había gente montada. Aprovechó para sentarse en uno de los asientos libres.
De pronto, a medio viaje, el tren se detuvo. Nadie dijo nada por megafonía. Y al alzar la vista, Jesús se percató de que no quedaba nadie en el tren.
¿Qué demonios...?
Escuchó gruñidos. Desconcertado, se incorporó y miró en dirección al sonido. Lo que vio lo aterró:
Era un perro, pero ligeramente diferente de los que conocía. Era similar a un doberman, pero este le doblaba en tamaño. Sus ojos eran rojos y brillaban de un modo que a Jesús le heló la sangre. Su boca dejaba entrever dientes puntiagudos de los cuales goteaba saliva.
La situación, de por sí mala (el animal estaba en disposición de atacar), no sería tan grave quizá, de no ser por un delicado detalle:
Jesús padecía cinofobia. Es decir, miedo a los perros.
Jesús no pudo evitarlo y echó a correr. El perro era anormalmente veloz, o eso le pareció a Jesús. Nunca había corrido tanto en su vida, pero aquel animal iba a alcanzarlo tarde o temprano. Cosa que efectivamente, hizo. El perro dio un impulso y empujó a Jesús contra el suelo.
De no haber sido por la situación, tal vez Jesús hubiera soltado alguna frase sarcástica. Hiperventilaba por todo su cuerpo y, si no lo asesinaba el perro, moriría él de un infarto. Podía oler al animal. Era un olor asqueroso, nauseabundo. Como a podredumbre. Todo Jesús temblaba violentamente; escuchaba los latidos de su corazón a un ritmo alarmantemente alto. Entonces escuchó un quejido, el sonido de un arma afilada y luego silencio.
Durante un segundo que pareció eterno, Jesús no escuchó nada. Pero enseguida alguien le dio la vuelta y pudo ver la imagen de la persona salvadora.
Ella. La chica del tren.
Tenía el cabello alborotado y vio algo en su mirada que nunca antes había visto en ella: preocupación. Jesús notó algo distinto en ella: no llevaba la ropa de esa mañana. En su lugar, vestía una camiseta negra de tirantes, pantalones negros y botas. Además, Jesús notó que en la mano derecha portaba una espada. Una muy diferente a otras que hubiera visto. El pomo era plateado y la guarda tenía forma de alas. La hoja era curva.
— ¿Estás bien?
Su tono era urgente. Sin saber qué decir, Jesús musitó un débil sí, que al principio temió que no se hubiera escuchado. Lo alivió comprobar que sí cuando ella lo incorporó y su mirada reflejó tranquilidad.
— Vale. Hay que irse.
— ¿Qué... ha pasado? — logró decir Jesús con timidez. Su cuerpo aún temblaba.
— Eso era un Cerbero — le soltó ella como si fuera lo más natural del mundo, al tiempo que lo agarraba de la mano y lo arrastraba hacia una puerta del tren.
— ¿Un... qué? — preguntó este patidifuso.
La mano de ella se sentía cálida y reconfortante. Jesús deseó que no lo soltara por nada del mundo.
La puerta del tren no se abría (ella pulsó varias veces el botón de apertura), así que la chica hizo uso de su espada. Esta emitía un haz de luz blanca que Jesús jamás había visto.
Una espada tan bella como ella.
Con un tajo (y sin soltar la mano de él), partió la puerta en dos, para asombro de Jesús. La puerta cayó fuera del tren con un sonido estridente, sobresaltando a Jesús.
Sin darle tiempo a preguntar, ella dijo:
— Rápido, antes de que vengan más demonios.
Jesús no supo que decir, pero obedeció.
Recorrieron las vías a pie y deprisa. Ella no lo soltó en ningún momento. Sin embargo, en un momento dado, ella se giró hacia él y se presentó finalmente:
— Por cierto, puedes llamarme Ariel.
CONTINUARÁ...