sábado, 29 de abril de 2023

ÁNGEL GUARDIÁN 1: LA CHICA DEL TREN

 

La alarma del móvil arrancó a Jesús de un sueño placentero. Tanteando con una mano, logró agarrar el móvil y apagar la alarma.

Con los ojos repletos de sueño, Jesús se incorporó con pesadez. Tras una ducha, fue a la cocina, dónde se reunió con su madre Eva y su padrastro Miguel.

Eva era una mujer de cuarenta años, que aparentaba tener diez menos. De cabello negro; ojos azules. Medía 1’60 y su belleza la había hecho merecedora de algún que otro piropo por la calle que, si bien molestaban a Jesús, ella simplemente los ignoraba. Jesús se preguntaba si ella se percataba siquiera de esos halagos.

Ambos vivían en Dos Hermanas, una ciudad de Sevilla. Jesús era huérfano por parte de padre, ya que este murió en un tiroteo hacía años, pues era policía. Nunca se atraparon a los culpables.

Jesús había visto a David, su padre, en fotos. En su época, fue un hombre joven, de apenas 25 años.

Qué lástima que tuviera que morir tan joven pensaba Jesús cada vez que lo recordaba. El apenas sí tenía los 18 recién cumplidos. No obstante, sí que tenía un padre adoptivo: Miguel. Un amigo de la familia, el cual era médico y fue uno de los que ayudó en el parto de Eva. Ella siempre le decía lo mismo a su hijo:

— Eres muy especial, chiquitín. Tu nacimiento fue extraordinario.

Jesús no comprendía bien a qué se refería y odiaba que lo llamara chiquitín. Al menos al inicio. Con el paso de los años aprendió a tolerarlo. De su nacimiento él tan solo conocía que estuvo a punto de morir y que todos los médicos aseguraban que él no nacería. Pero lo hizo de todas formas. Ella lo llamó un milagro.

Se sentó en la mesa a desayunar una tostada y café. Les dio los buenos días a sus padres.

— Regresa a casa enseguida ¿oyes? — le pidió Eva.

— Pero mamá… ¡Había quedado con Manuel y María!

Eran los mejores amigos de Jesús. Desde su infancia. Tenían su misma edad.

Eva miró a su hijo al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico. Acto seguido, y al tiempo que soltaba con suavidad la leche en la mesa, dijo:

— Necesito que me acompañes a unos recados.

— Pero mamá…

— Jesús, por favor, no empieces… — contestó Eva, cansada.

Jesús siempre era así. Se quejaba mucho, en especial cuando su madre no le justificaba de forma clara por qué no quería que saliera.

— Haz caso a tu madre, hijo — le aconsejó Miguel —. Ya tendrás tiempo luego de salir con tus amigos.

Sin ganas de empezar una discusión tan temprano por la mañana y teniendo el tiempo a contrarreloj para alcanzar el tren, Jesús se marchó.


Eva suspiró, derrotada. Miguel la agarró por los hombros.

— Es lo mejor para él, ya lo sabes — le dijo él.

— Ya lo sé — admitió ella —. Ya lo sé. Pero no hace sino deteriorar la relación.

— Claro que no — replicó él y ella lo penetró con sus hermosos ojos azules.

Miguel aclaró:

— Lo que quiero decir, es que es muy joven. Solo tiene dieciocho. Déjale que crezca un poco más.

— Seguirá sin entenderlo, porque no tiene ningún maldito sentido.

Eva se separó de él y acudió al salón, que estaba pegado a la cocina. Se sentó en el sofá. Se hundió en él, suspirando apesadumbrada. Tuvo ganas de llorar, pero no lo hizo. No por orgullo. No le salían. Ya había llorado suficiente. Miguel se sentó junto a ella. Le acarició el cabello. Ella lo miró. Su expresión lo decía todo.

— ¿Lo sabrá algún día?

— Saberlo lo pondría en peligro.

Ella lo sabía, pero tenía la esperanza de que no. Si lo supiera, quizás las cosas fueran más sencillas.

O quizás resultaran más complicadas dijo una vocecita en su cabeza. Una vocecita que trataba de ignorar la mayoría de las veces. Miguel se inclinó hacia ella y esta se dejó hacer. Los labios de él rozaron los de ella suavemente, casi como una caricia. Ella finalmente correspondió a su beso. Los dos se besaron con ternura. Ella sintió los labios de él, con el sabor a café de la mañana. Recordó que a Miguel no le agradaba mucho el café, pero lo tomaba para “integrarse” como él decía. Aunque ella le había dicho mil veces que eso no era necesario, él seguía haciéndolo. Tenían que mantener una tapadera. Mantener a Jesús ignorante reforzaba ese hecho y le daba paz mental. Algo de lo que Eva carecía hacía ya tiempo.

Aún recordaba la muerte de su difunta pareja, David. Miguel no había sido capaz de encontrarlo. Lo cual podía significar muchas cosas. Ninguna de ellas, buena. La hipótesis más benévola era que el Infierno era un lugar gigantesco, tan grande como el mismo universo. Encontrar allí a alguien era como buscar una aguja, pero no en un pajar. Sino en la Tierra entera. Pero aquello seguía inquietando a Eva. Los ángeles siempre eran capaces de encontrar cualquier alma en el infierno. Por muy perdida que estuviera. Sin embargo, la tarea de mantener a salvo a su hijo había relegado aquella preocupación a un segundo plano, sobre todo teniendo la “tranquilidad” de que todavía había ángeles buscándole.

El beso terminó y ella se recostó en su pecho. Miguel llevaba vaqueros y una camisa azul. Él le acarició el cabello. Le encantaba que hiciera eso. Soltó otro suspiro y dejó que las lágrimas, por fin, embarraran sus mejillas.

— Te quiero — le soltó él.

— Y yo a ti — le respondió ella, con voz temblorosa.

Decir aquello provocó que su corazón se encogiera de dolor. Si, se amaban. Aunque no deberían. Las relaciones entre un ángel y un humano no estaban bien vistas. Solo podían estar así gracias a su “tapadera”. Solo gracias a eso, no habían tenido represalias. Para los ángeles, ellos solo fingían su amor. Cuando era justo todo lo contrario. Ella sostuvo la mano de él, y la apretó con fuerza.


El tren estaba abarrotado, como de costumbre.

Otra vez a coger el tren pensó hastiado Jesús.

Todas las mañanas era lo mismo. Se levantaba muerto de sueño, se vestía y se dirigía al tren, que lo llevaría directo a San Bernardo, para luego ir al instituto. Y todas las mañanas la veía a ella.

Era una chica hermosa, la más linda que jamás hubiera visto. Su cabello era negro, sus ojos, color azul. Era alta. Jesús no sabría decir con exactitud, pero imaginaba que cerca del 1`70. Todo lo contrario que él, que medía tan solo 1´63. Siempre la reconocía por sus vaqueros y su abrigo rojo. Aquel color la hacía parecer más viva, más bella, más peligrosa. E intimidante.

Por si la timidez de Jesús no fuera poca, la sola presencia de ella lo intimidaba. Le daban nauseas el simple hecho de saber que la iba a ver. No por asco, sino porque le imponía sobremanera.

Eso no puede ser bueno se dijo.

Siempre la veía a la misma hora, en el tren, tanto a la ida como la vuelta. Y siempre se subían al mismo vagón. Quería decirle algo a ella, pero no se atrevía. Las palabras morían en su boca y es como si algo lo paralizase.

Recordaba una vez que estuvieron a solas al salir del tren. Ella ni lo miró ni él tuvo valor para acercarse.

Con un gesto, trató de apartar aquellos pensamientos. La ventana del tren reflejaba su aspecto: cabello negro; ojos castaños. Tenía el rostro algo infantil. Aquello le resultaba indiferente. Le gustaba parecer más pequeño. Tenía dieciocho años, aunque parecía de catorce. La chica del tren debía tener al menos uno o dos más que él, aunque con su aspecto, coquetear con ella no resultaba muy favorecedor.

Tampoco es que sea un experto en el arte de ligar. Más bien, en el de no ligar.

Iba vestido con camiseta roja y vaqueros. Tampoco iba muy elegante que digamos.

Bueno, voy a clases se justificó.

Pero él sabía la realidad. Quería impresionarla. Aunque hasta eso le parecía estúpido. Suspiró.

La miró. Solía hacer eso a menudo y ella ya lo había cazado muchas veces. Pero por algún motivo, él no podía evitarlo.

Se preguntó si ella lo odiaría. La había visto alejarse de él un par de veces e inclusive alguna mirada no muy amistosa. Suspiró de nuevo y apartó la vista.

Ella se bajó un par de paradas antes, como de costumbre. Jesús siguió su camino. El tren estaba lleno de gente y se sentía una sardina en una lata. Poco a poco, la gente fue saliendo, aunque entraban otras nuevas. El traqueteo del tren y el sonido del motor no acallaban las voces de la gente que, lejos de ser molestas, a Jesús le traía sin cuidado. Él se entretuvo mirando el paisaje. El cielo oscuro dio paso lentamente a la salida del amanecer. Vio hermosos campos. Le pareció un paisaje hermoso. Después de atravesar una estación más, finalmente llegó a la suya: San Bernardo.

Cuando bajó en San Bernardo, subió las escaleras, atravesó los tornos y salió de la estación. Afuera, el cielo ya clareaba. Se montó en el tranvía y esperó hasta llegar a su parada de siempre.

Llegó al instituto cinco minutos antes de que comenzaran las clases. En la puerta lo esperaban Manuel y María, sus amigos.

Manuel estaba como siempre: con su negro cabello a la altura de los hombros y sus ojos castaños. Llevaba por toda ropa una camiseta blanca con las palabras “Game Over” en negrita escritas y unos vaqueros. María llevaba el cabello castaño recogido en una coleta. Sus ojos, color esperanza, lo miraron con cariño. Jesús se fijó en que ella iba vestida con vaqueros y camiseta lisa. Tras saludarse, entraron al instituto. El patio era rectangular y grande. Al fondo estaba el edificio, donde se hallaban las clases de secundaria y FP. No obstante, no estudiaban lo mismo. Jesús era el único que estudiaba la FP de Administrativo, pues no sabía bien qué hacer con su vida. Nada le convencía y por no quedarse parado, había decidido sacarse aquel curso. Sus amigos habían decidido estudiar Informática.


Estaba en clase de Mecanografía cuando, en medio del ruido de los dedos golpeando las teclas, la profesora dijo con una sonrisa:

— ¿Habéis escuchado hablar del fantasma de la escuela?

— Sí — respondieron algunos.

La profesora era alta, delgada, vestida con camisa de flores y vaqueros. Su cabello era castaño y liso. Sus ojos eran azules. Según les confirmó ella en una ocasión, tenía treinta y siete años de edad.

— Para los que no lo sepáis, hace muchos años, unos cien, recién abierto este colegio, había un conserje que era el que se encargaba de todo. Pero un día — su voz se tornó más tétrica o eso le pareció a Jesús. No sabía si eran cosas suyas, pero pareciera que lo mirara a él más que al resto —, murió en misteriosas circunstancias. Nadie sabe qué sucedió. Aunque se rumorea que su fantasma ronda el instituto.

A Jesús le pareció que los ojos de la profesora brillaban con intensidad.

Algunos alumnos se lo tomaron a broma y otros se asustaron un poco. Si bien seguramente no tendría relación, lo cierto era que en ocasiones a Jesús le había parecido escuchar una puerta dar un portazo o el armario de su clase moverse. Seguramente solo serían imaginaciones suyas, se dijo.

Cuando terminó la clase, Jesús volvió a notar la mirada de su profesora. Sus ojos brillaban con una intensidad extraña. Se encogió de hombros e ignoró eso. Decidió que eran imaginaciones suyas y salió al recreo con sus amigos, donde charlaron de cosas sin importancia, hasta que regresaron a clases.


Por fin, sonó la campana. Jesús guardó sus cosas en la mochila y salió aprisa de clase. Jesús estaba impresionado. No importaba lo rápido que fuera, sus compañeros llegada la hora, obtenían una velocidad tal, que la velocidad de la luz quedaba en ridículo. Apenas sonaba la campana, ninguno de sus compañeros se encontraba allí. Se entretuvo charlando con sus amigos, quienes lo esperaron a la salida. Quedaron en verse y Jesús se marchó corriendo. Iba a perder el tren. Si bien sus amigos vivían en la misma ciudad que él, se iban en autobús porque les dejaba más cerca de sus casas. Jesús se marchó deprisa. Si regresaba rápido, podría verla una vez más.

Todo fue de mal en peor. El tranvía se retrasó, de modo que para cuando llegó a la estación, perdió el tren donde solía verla. No tuvo más opción que coger el siguiente, el cual no llegó hasta veinte minutos después. Cuando entró, se percató de algo:

Genial, luces fundidas pensó. Aunque tal vez no estaban fundidas, sino que sencillamente no les daba la gana encenderlas. También el tren estaba muy tranquilo. Apenas había gente montada. Aprovechó para sentarse en uno de los asientos libres.

De pronto, a medio viaje, el tren se detuvo. Nadie dijo nada por megafonía. Y al alzar la vista, Jesús se percató de que no quedaba nadie en el tren.

¿Qué demonios...?

Escuchó gruñidos. Desconcertado, se incorporó y miró en dirección al sonido. Lo que vio lo aterró:

Era un perro, pero ligeramente diferente de los que conocía. Era similar a un doberman, pero este le doblaba en tamaño. Sus ojos eran rojos y brillaban de un modo que a Jesús le heló la sangre. Su boca dejaba entrever dientes puntiagudos de los cuales goteaba saliva.

La situación, de por sí mala (el animal estaba en disposición de atacar), no sería tan grave quizá, de no ser por un delicado detalle:

Jesús padecía cinofobia. Es decir, miedo a los perros.

Jesús no pudo evitarlo y echó a correr. El perro era anormalmente veloz, o eso le pareció a Jesús. Nunca había corrido tanto en su vida, pero aquel animal iba a alcanzarlo tarde o temprano. Cosa que efectivamente, hizo. El perro dio un impulso y empujó a Jesús contra el suelo.

De no haber sido por la situación, tal vez Jesús hubiera soltado alguna frase sarcástica. Hiperventilaba por todo su cuerpo y, si no lo asesinaba el perro, moriría él de un infarto. Podía oler al animal. Era un olor asqueroso, nauseabundo. Como a podredumbre. Todo Jesús temblaba violentamente; escuchaba los latidos de su corazón a un ritmo alarmantemente alto. Entonces escuchó un quejido, el sonido de un arma afilada y luego silencio.

Durante un segundo que pareció eterno, Jesús no escuchó nada. Pero enseguida alguien le dio la vuelta y pudo ver la imagen de la persona salvadora.

Ella. La chica del tren.

Tenía el cabello alborotado y vio algo en su mirada que nunca antes había visto en ella: preocupación. Jesús notó algo distinto en ella: no llevaba la ropa de esa mañana. En su lugar, vestía una camiseta negra de tirantes, pantalones negros y botas. Además, Jesús notó que en la mano derecha portaba una espada. Una muy diferente a otras que hubiera visto. El pomo era plateado y la guarda tenía forma de alas. La hoja era curva.

— ¿Estás bien?

Su tono era urgente. Sin saber qué decir, Jesús musitó un débil sí, que al principio temió que no se hubiera escuchado. Lo alivió comprobar que sí cuando ella lo incorporó y su mirada reflejó tranquilidad.

— Vale. Hay que irse.

— ¿Qué... ha pasado? — logró decir Jesús con timidez. Su cuerpo aún temblaba.

— Eso era un Cerbero — le soltó ella como si fuera lo más natural del mundo, al tiempo que lo agarraba de la mano y lo arrastraba hacia una puerta del tren.

— ¿Un... qué? — preguntó este patidifuso.

La mano de ella se sentía cálida y reconfortante. Jesús deseó que no lo soltara por nada del mundo.

La puerta del tren no se abría (ella pulsó varias veces el botón de apertura), así que la chica hizo uso de su espada. Esta emitía un haz de luz blanca que Jesús jamás había visto.

Una espada tan bella como ella.

Con un tajo (y sin soltar la mano de él), partió la puerta en dos, para asombro de Jesús. La puerta cayó fuera del tren con un sonido estridente, sobresaltando a Jesús.

Sin darle tiempo a preguntar, ella dijo:

— Rápido, antes de que vengan más demonios.

Jesús no supo que decir, pero obedeció.

Recorrieron las vías a pie y deprisa. Ella no lo soltó en ningún momento. Sin embargo, en un momento dado, ella se giró hacia él y se presentó finalmente:

— Por cierto, puedes llamarme Ariel.


CONTINUARÁ...

domingo, 23 de abril de 2023

SONG OF HORROR

 

¿Os gustan las historias ambientadas en el mar? ¿Las historias de sirenas y piratas? ¿Padecéis Talasafobia o terror al mar? ¡Pues me alegro mucho! Porque esta historia es sobre todo eso.

Lo que si tiene es una pequeña moraleja.

Esta historia tiene lugar en alguna zona del mar, en el año 1500. Y cuenta como un pirata joven llamado Smith, perdió algo más que la cabeza por una hermosa muchacha. Pero esta historia no está narrada por él, ni por ningún escritor. No, esta historia esta narrada por mí, una sirena. Podéis llamarme Molpe.

A diferencia de las otras sirenas, las cuales tenían la tez pálida, yo la tenía oscura, al igual que mi cabello, lo cual hacía resaltar mis brillantes ojos azules todavía más.

Y os voy a relatar el día que me crucé con un barco pirata, los cuales buscaban cazar sirenas como yo, los muy idiotas.


Era una tarde tranquila de verano en el Gran Mar. Yo nadaba en el fondo del mar. Muy al fondo. Donde los humanos no podéis bajar, porque os quedáis sin oxigeno y donde, todavía a día de hoy, ni siquiera podéis acceder. Me hallaba en la ciudad submarina de Atlantis. Aquella que se hundiera hacía ya tanto tiempo.

La ciudad no tenía luz. Estábamos en lo más hondo del mar y la oscuridad imperaba. Los humanos, aparte de un traje especial, necesitaríais luz para ver. En cambio, las sirenas y tritones teníamos los ojos adaptados.

Y mientras recorría la ciudad moviendo mi hermosa aleta azulada, me crucé con varios tritones y sirenas.

Ese día me disponía a salir a dar un paseo. Me detuve a las puertas de la ciudad y me di la vuelta para contemplarla. A lo lejos, vi el palacio, un edificio enorme, aunque algo agrietado por las batallas contra otros tritones y sirenas y contra algunos krakens. Quitando el palacio, Atlantis ya no tenía casas como tal. Mejor dicho, no las usábamos. No nos hacía falta. Solo usábamos el palacio, que era mi casa. Yo era una de sus princesas. Dormíamos al raso. Las calles eran todas idénticas, algunas con casas.

Me di la vuelta y nadé.

Conforme dejé la ciudad, me adentré en la más absoluta negrura. Ni siquiera mis ojos podían ver, porque no había nada que ver. Pronto vi una luz. Era un pez linterna. Con sus dientes picudos y sus cuencas vacías, eso a los humanos les resultaba aterrador. A mí me parecía tierno. Como un cachorrito. Sonreí y seguí nadando.

Subí. Nadé hacia arriba. Quería salir a la superficie.

Saqué la cabeza del agua y la negrura del mar dio paso al cielo soleado de la superficie. Un mundo prohibido para nosotras. Nosotras éramos peligrosas para los humanos, pero ellos también lo eran para nosotras.

Las aguas estaban tranquilas, pero a lo lejos vi asomarse un barco.

Un barco pirata.

Era bastante grande, pero no más que la mayoría de ellos. Construido en madera, con una bandera negra con el símbolo de una calavera con un parche en el ojo. Bastante tradicional. Detrás de mí vi una pequeña cala. Solté una risita y me dispuse a divertirme un rato. Me fui nadando hacia allí mientras entraba y salía del agua cual delfín. Mi aleta salpicaba agua de manera elegante.


Smith quedó embelesado por lo que acababa de presenciar. ¡Acababa de ver una hermosa aleta azul salpicar las aguas! Aunque no podía jurarlo, estaba bastante convencido de que acababa de ver una sirena. Pensó en decírselo a sus camaradas, pero seguramente, solo se reirían de él. Las sirenas eran mitos, eso todo el mundo lo sabía. Así que suspiró y se quedó allí embelesado mirando al mar y pensando en esa hermosa aleta de pez. ¿Porqué le fascinaba tanto? No lo sabía, pero así era.

Y entonces empezó a oír un cántico.

La voz era suave y melódica. Dulce también. No sabía qué estaba cantando, pero en su idioma no era seguro. Pero sí sabía que era la canción más bella que jamás hubiera escuchado. Tanto así, que incluso se le saltaron las lágrimas y su corazón se hinchó de alegría y, al mismo tiempo, de dolor. Era como si las emociones de quien fuera que estuviera cantando, se le hubieran adherido a su alma y las sintiera en carne propia.

Lo que sí sabía con seguridad, es que aquella era la voz de una hermosa joven. Por el tono de voz, Smith estaba seguro de que rondaría su edad, alrededor de los veinte. Se asomó al mar y, en el reflejo del agua, vio su rostro: cabello rubio y ojos verdes, piel morena del sol. Llevaba pantalones cortos negros y camiseta negra corta. Una espada curva atada el cinto como toda arma.

A lo lejos vio una pequeña cala. Y allí, al fondo, vio a la sirena.

Porque era una sirena, estaba claro. Su cola de pez no dejaba lugar a dudas y, aunque estaba algo alejada, aún pudo ver que no llevaba ropa alguna en su torso. Solo su larga cabellera negra tapaba sus senos. Sus brazos eran fuertes, como si entrenara cada día y su abdomen era muy plano. Lo que muchos hombres considerarían la mujer perfecta, sino fuera por el fuerte racismo de la época. Sus camaradas desde luego, desaprobarían una relación así, pero a él le daba exactamente igual.

La voz lo tentó. Necesitaba acudir a la chica. Decirle que era bella, aunque ya lo supiera. Decirle que amaba su voz. Que cantaba como los propios ángeles.

Es un ángel, seguro pensó Smith, convencido.

Asegurándose de que sus camaradas no lo veían, tomó impulso y saltó al agua. La notó helada, pero también revigorizante. Nada de eso le importó a Smith. Con fuerza, nadó hasta la cala, donde se hallaba la sirena, tratando de no pensar en que un kraken gigante iba a salir de las profundidades para devorarlo.

Conforme se acercó, pudo escuchar la hermosa canción. Él no la entendió, porque estaba en un idioma que sólo las sirenas podían comprender, pero que traducida sería algo así:


Quiero encontrar, un príncipe que me comprenda.

Alguien que sea digno de mi amor.

Nos llaman sádicas, malignas.

Pero, solo tenemos una idea diferente de la diversión.

Diversión, diversión, diversión.

¿Serás tú ese príncipe? ¿O tendré que devorarte?

Si eres el indicado te llevaré conmigo a Atlantis.

Te veo acercarte, dulce, inocente, incauto.

Amo tu dolor, hacerte sufrir. ¿Soy tóxica?

El mundo no es blanco o negro.

No es blanco o negro

Si eres el indicado te llevaré conmigo a Atlantis


Llegó a la cala, donde la hermosa sirena estaba sentada en una roca. Toda ella era hermosa e imponente. Ella le dedicó una mirada dulce llena de amor.

O lo que Smith creía que era amor.


Vi llegar al joven. Lo olí en cuanto llegó. Virgen. No sabía lo que era el amor. Ese era mi tipo de presa favorita. Eran las más fáciles sí, y también las más divertidas después de hombres casados.

Hola hermosa — me dijo.

Yo solo solté una risita mientras hacía un rizo con mi cabello mojado. Lo miré divertida. Sin duda, él pensaba que era coqueteo. Ignorante.

Me llamo Smith — como si me importara su nombre —. Tienes una hermosa voz. Cantas como los propios ángeles. Sin duda, debes ser uno.

No dije nada. Smith, algo más nervioso, sacó otro as de la manga:

Nunca había visto una sirena. Sin duda sois un portento.

El chico me estaba aburriendo, así que le hice una seña con el dedo índice. Él se acercó, claro. Entonces yo acerqué mis labios a los suyos, y agarré con suavidad su rostro. Era suave y bonito. Él cerró los ojos y se dejó hacer.

Y fue entonces cuando le mordí la yugular. El chico no pudo hacer otra cosa sino gritar y retorcerse. Sin dejar de sujetarlo, clavé mis uñas en su cara y, sosteniendo mis dientes en su cuello, lo arrastré mar adentro nadando a toda velocidad.

Sus gritos fueron música para mis oídos.

Dije que esta historia tenía moraleja ¿cierto? Bien, allá va:

Nunca os fiéis de una cara bonita ni de una hermosa voz. Porque puede ser bella por fuera, pero estar podrida por dentro.

miércoles, 19 de abril de 2023

ÁNGEL GUARDIÁN 1. PRÓLOGO: LA MASACRE

El grito de la mujer era desgarrador. Todo el hospital la escuchó. Parecía que la estuvieran asesinando o peor aún, torturando de la peor forma posible. En la cafetería, la pareja de la mujer la escuchó y se revolvió, inquieto. El hombre era alto, delgado, con el cabello castaño corto y ojos color esperanza. David tenía veinticinco años. Sus finos labios formaron una línea tensa. Todo él era tenso. Parecía a punto de estallar. El hombre que estaba a su lado, le dijo con voz grave:

— Tranquilo David. Eva estará bien.

El hombre en cuestión era alto, mediría al menos metro ochenta o cerca; de piel oscura y cabello corto negro. Sus ojos eran azules. Vestía vaqueros azules, zapatos negros y camisa blanca. Tendría unos treinta y pocos años de edad.

David respondió, nervioso:

— ¿Cómo puedes decirme que estará bien, Miguel? ¿Después de lo que nos has contado y lo que ha ocurrido?

Miguel entonces apartó a David bruscamente y de la nada sacó una espada. La hoja era recta y rezumaba un fuego blancuzco. David escuchó un chillido horripilante y pudo ver al hombre asestar un golpe contra lo que parecía ser una mujer. Sin embargo, cuando se acercó, se percató de que no era realmente una mujer: era un monstruo. Si bien tenía el traje de enfermera, este estaba raído y bañado en sangre. Además, sus manos ya no era tales, sino que eran garras. Finas y peligrosas. Su piel se había ennegrecido y adquirido un tono grisáceo quemado. Para más inri, sus ojos ya no estaban. En su lugar solo había dos cuencas vacías. Sus dientes eran afilados y finos como espadas. Sus piernas eran similares a los brazos; tenían garras también.

David sintió una mezcla de repulsión y terror.

— Esta es la amenaza de la que hablabas — comprendió David. — Demonios.

Miguel asintió.

— Y eso significa que Eva está en peligro.

— Démonos prisa — apremió él.

— Necesitarás esto — el hombre le tendió una espada, aunque esta no rezumaba fuego blanco.

— Gracias.

David la asió con firmeza. La hoja era idéntica a la de Miguel, salvo por el hecho de que esta no rezumaba fuego. Ambos echaron a correr en pos de Eva. Gracias a las ventanas del pasillo que ambos recorrían, David pudo ver que afuera la noche imperaba. Para colmo, las luces se habían fundido y solo estaban disponibles las de emergencias, dando al lugar un aspecto propio de una película de terror.

Manchas de sangre cubrían el pavimento blanco. Algunos pacientes y doctores del lugar estaban en el suelo, inertes, así como celadores y personal administrativo.

Esto es una masacre pensó David con desazón.

Dos Enfermeras Demonio le salieron al paso, pero David no se dejó achantar y de un tajo les cercenó la garganta a ambas. Sangre oscura brotó a borbotones de sus gargantas. David siguió corriendo sin parar mientras los cuerpos de ambos demonios caían por su propio peso. Miguel lo seguía detrás. Mientras que David ya estaba respirando agitado por la carrera, su acompañante no parecía estar igual de agotado como él. Finalmente llegaron a la habitación de Eva. Estaba a mitad del pasillo, por eso David podía escuchar sus gritos. Con la aparición de los demonios, David no había caído en que los gritos habían cesado. Y eso solo podía significar dos cosas. Y una de ellas lo aterraba sobremanera. Cuando entró, escuchó los llantos del bebé. Por un instante se tranquilizó, pero pronto se puso alerta de nuevo. Porque al lado de su pareja y del bebé recién nacido, había dos Enfermeras Demonio. Y a los pies de estas, tres enfermeras, dos matronas y una mujer (la encargada de protegerla), en el suelo muertas. Sangre fresca bañaba el suelo. Aquello parecía una obra creada por el propio Lucifer.

Miguel gritó unas palabras y extendió la mano derecha. Un haz de luz inundó la estancia, cegando a David. Para cuando David abrió de nuevo los ojos, las enfermeras se habían desintegrado. Entonces, sin perder un instante, se acercó a Eva y al bebé.

Eva tenía el cabello negro y los ojos azules. Respiraba con dificultad, pero asía con firmeza al pequeño en sus brazos. Le bastó con una mirada para comprobar que era un niño. David acarició a su mujer y le dio un suave beso en la frente. Luego acarició al bebé y lo besó en el mismo lugar.

— ¿Estás bien? — quiso asegurarse David.

Eva asintió y luego dijo:

— Vamos a tener que ponerle nombre, ¿no crees?

— Ya lo pensaréis luego — apremió Miguel. La pareja lo miró —. Este lugar está infestado. Dudo que pueda volver a ser el lugar que era. Hay que marcharse. Ahora.

La pareja no rechistó. A ninguno le hacía gracia poner la vida de su hijo recién nacido en un hospital repleto de demonios. Así que, con cuidado, Miguel y David ayudaron a Eva a incorporarse y juntos emprendieron el camino hacia la salida. El bebé había nacido por cesárea, pero ya habían cosido a Eva, quien se movía con dificultad. El bebé había dejado de llorar y David lo agradeció. Lo último que deseaba era llamar la atención de más demonios.

— Tranquilidad — dijo David, aunque no estaba seguro de a quién se dirigía exactamente, si a su familia o a él mismo. Quizá fuera ambas cosas —. Solo debemos coger el ascensor y...

— No hay electricidad — le recordó el hombre —. los demonios han hecho suyo este lugar.

— Genial — dijo Eva, sarcástica.

Salieron por una salida de emergencia que daba a las escaleras. Se hallaban en la primera planta, de modo que solo debían bajar a la planta baja para salir del hospital. Parecía sencillo; rápido, pero David sabía bien que no lo era.

Estaban bajando los escalones cuando de repente apareció una enfermera más. De un tajo, el hombre la mató y continuaron su camino. Pero no dieron ni dos pasos cuando dos enfermeras más, una adelante y otra atrás, hicieron acto de presencia.

¿Cómo aparecen tan rápido? ¿Dónde se ocultan?

David iba a atacar a la que tenía delante, pero esta detuvo su estocada, le arrancó la espada de las manos y la tiró al suelo. La espada chocó contra el suelo con un repiqueteo metálico.

Mierda pensó David. Sin su arma, estaba ahora indefenso.

Escuchó atrás suyo el grito de la enfermera que atacaba a su acompañante y vio de refilón un haz de luz. Aquello provocó que la enfermera que atacaba a David saliera huyeron dando un salto hacia atrás que se asemejaba al salto de una bailarina de ballet. Había cierto estilo en el movimiento de aquellos demonios, se dijo David.

Este aprovechó entonces para recoger la espada y se volvió hacia su familia y Miguel.

— Cada vez nos atacan más seguido — observó David —.

— Están desesperados — fue la respuesta de Miguel.

David asintió y volviendo a tomar la mano de su pareja, los tres terminaron de bajar a la planta baja.

Aquello era un hervidero.

En cuanto bajaron, fueron testigos de cómo la sala estaba infestada de Enfermeras Demonio. David las contó, pero no había terminado cuando todas se abalanzaron sobre ellos. Serían al menos quince, pero David pensó que fácilmente podían duplicar esa cantidad.

— Maldita sea, son demasiados — dijo David.

Pero Miguel nuevamente extendió la mano, gritó unas palabras y todas las enfermeras murieron, tras un haz de luz.

Pero la historia no había terminado.

Escucharon más chillidos agónicos y en cuanto se dieron la vuelta, se percataron de que otro grupo de al menos ocho enfermeras se abalanzaban sobre ellos. Nuevamente el hombre las destruyó con la luz. Y entonces David vio lo que antes no: Miguel empezaba a sudar.

— Estás abusando demasiado de tu poder — dedujo David.

El hombre lo miró y respondió:

— Intentan agotarme. Saben que soy lo único que se interpone entre vosotros y el bebé.

— Entonces hay que salir de aquí ya — decidió Eva.

Todos asintieron y corrieron. La sala había tenido sofás momentos antes, pero la luz de Miguel las había desintegrado. El lugar en sí estaba vacío, con tan solo el mostrador de la derecha y las puertas de las consultas a la izquierda. Recorrieron la sala a toda velocidad. Ya veían las puertas, que eran automáticas. Sin embargo, estas no se abrieron cuando llegaron.

— Al cortar la electricidad, han cortado también la apertura de la puerta — comprendió Miguel.

— Hay que romperla — decidió David.

Con un golpe de su espada, rompió los cristales, que cayeron adentro del hospital. Eva se alejó para que ni ella ni el bebé resultaran heridos. Por desgracia, el ruido alertó al resto de Enfermeras Demonio. Escucharon gritos horripilantes y se dieron la vuelta. Y lo que vieron no les gustó.

David no sabía cuántas de esas cosas había, pero de una cosa estaba seguro: eran demasiadas. El hombre extendió una vez más la mano, pero se lo notaba cansado.

— Son demasiados, podrías morir — le advirtió David.

— No hay elección — replicó él.

— Siempre la hay — rebatió David mirando hacia la calle.

— Esas cosas nos seguirán más allá del hospital si es necesario — le informó Miguel —. Nunca estaréis a salvo si no acabo con todas las criaturas de aquí.

Las Enfermeras Demonio estaban casi encima. Y David sabía que Miguel tenía razón. No importaba cuanto corrieran. Eran demasiadas para esconderse. Los encontrarían tarde o temprano. Con un suspiro de resignación, dijo:

— Huid.

Eva creyó no haber escuchado bien.

— ¿Cómo? — preguntó, estupefacta.

— ¡Rápido, ya vienen!

— ¿Estás seguro, David? — quiso saber Miguel.

David asintió, fingiendo estar convencido, pero lo cierto es que era todo lo contrario. Estaba aterrado. Sabía que le esperaba un destino terrible. No sabía cuánto tiempo más podría mantener aquella fachada de valor, pero sí sabía que, de no sacrificarse, todos morirían. Especialmente su bebé. Y eso no podía permitirlo.

— ¡NO DAVID! — Eva trató de acercarse, pero Miguel se interpuso. El bebé se puso a llorar al escuchar las voces.

Miguel miró a David y mientras agarraba a Eva en brazos, le dijo a David:

— Normalmente usaría el vuelo para llevaros. Pero usar esa habilidad puede ser peligroso. Sobre todo, si nunca la has experimentado antes.

David sabía lo que Miguel le quería decir: que el vuelo tenía riesgos que podían ser mortales. Sobre todo, para un bebé. Miguel también añadió:

— Esas criaturas te arrastrarán al Infierno. Pero te lo prometo: te rescataré. Iré personalmente. Tienes abiertas las puertas del cielo por esto, te lo aseguro.

La parte del infierno no le gustó a David, pero al menos le tranquilizó saber que sería temporal. Y le alegró saber que tendría una nueva vida después de esta. Una donde se reuniría con su hijo cuando este hubiera vivido su estancia en La Tierra.

Escuchó los gritos desconsolados de su pareja, el llanto de su bebé y los rugidos de las enfermeras.

Miguel y Eva salieron del hospital. David los observó por última vez con una sonrisa en el rostro, antes de ser avasallado por la avalancha de Enfermeras Demonio.


CONTINUARÁ...


martes, 18 de abril de 2023

LA AMIGA INVISIBLE

 

Luna tenía doce años cuando le sucedió un evento terrible. Un evento que la hizo ser internada en un psiquiátrico.

Todo empezó y terminó el mismo día. Una tarde calurosa de verano.

Luna estaba en casa de una amiga suya, la cual se llamaba Sol. Ella tenía el cabello moreno y ojos verdes, mientras que Luna era una niña de cabello rubios y ojos marrones. Ambas, junto a dos amigas más, llamadas Carmen y Paula, habían quedado para recibir el amigo invisible.

Todas entregaron un regalo a cada una. Carmen recibió una pulsera, Paula un libro de cuentos y Sol recibió un colgante en forma de sol, pues hacía juego con su nombre. Pero Luna recibió tan solo una cajita rosa con un pin en forma de luna dentro. Sin embargo, como Luna no quería ser descortés, lo agradeció, aunque se notaba que no le había gustado mucho.

Aun así, cuando ella volvió a casa, lo guardó en un cajón, donde seguramente, quedaría olvidado.

Eran las ocho de la tarde y pronto cenarían. Luna escribía tranquilamente en su diario, mientras estaba tumbada en la cama cuan larga era. Llevaba por toda ropa un pijama color negro, que consistía en una camiseta lisa y pantalón corto. Terminó de escribir en el diario, lo cerró y lo guardó en la mesita de noche.

— ¡Luna, a cenar! — dijo su madre.

— ¡Ya voy! — exclamó Luna.

No tenía mucha hambre, pero igual tocaba cenar, así que saltó de la cama y, descalza, bajó a la cocina.

Allí se detuvo, petrificada. Porque delante de ella, en el suelo, tras un gran charco de sangre, estaban los cuerpos inertes de sus padres. Su padre, un hombre calvo, vestido con pantalón vaquero y camiseta blanca, ahora empapada de rojo. Y su madre, una mujer joven, de cabello rubio y vestida con pantalón corto y camiseta azul. Ambos tenían unos treinta y cinco años cuando estaban vivos. Pero ya no. Ahora, sus cuerpos estaban inertes en el suelo.

— ¿Qué ha pasado?

No entendía que había sucedido. Hacía nada, su mamá la había llamado. Estaba viva. ¿Qué ocurría? Asustada, decidió llamar a una ambulancia, pero cuando iba a llamar, notó un escalofrío por la espalda. Alguien susurró su nombre. Una voz helada, siniestra.

Se giró sobre sí misma y se encontró con un ser que le heló el alma a Luna. El ser tenía apariencia fantasmagórica, sus dedos parecían garras, no tenía cabello y sus ojos eran dos cuencas vacías. No llevaba ropa, aunque no parecía tener órgano reproductor tampoco. Luna tembló, incapaz de moverse. El ser habló y dijo:

— Luna.

Oír su nombre nunca la había asustado tanto, pero encontró el valor para decir:

— ¿Por qué has matado a mis papás?

— Porque no te cuidan lo suficiente — susurró la criatura y añadió —: mereces más. Tranquila. No te haré ningún daño. Sé que no te gustó tu regalo. Un regalo debe ser algo especial. Haré justicia.



Entonces, Luna reconoció a la figura. Mejor dicho, reconoció su voz. Se trataba de Estrella, la que en su día fue su amiga invisible. Pero eso era imposible. Los amigos invisibles eran eso, inexistentes.

¿Cómo es que existe?

— Estrella, por favor, no — gimió ella, pero ya se había marchado.

Estrella se había ido hacía ya cinco años y nunca regresó. Nunca le dio una explicación. Simplemente, ella sintió que debía madurar y librarse de las fantasías. Y fue entonces cuando no la volvió a ver.

Hasta una noche.

La noche que deseó volver a ser más niña, donde las cosas eran más fáciles. La noche en que escribió que le gustaría volver a ver a Estrella.

Luna tembló. Sabía a dónde se dirigía. Llamó a la ambulancia y, acto seguido marchó corriendo en dirección a la casa de Sol, donde sus otras amigas aún estaban (ella había regresado, porque a su madre no le hacía gracia dejarla en casa de otras personas, era muy sobreprotectora).

Pero cuando llegó a la casa era ya tarde. Encontró los cuerpos de sus amigas en el suelo, inertes, y los de los padres de Sol también. En la frente de Sol había escrito con sangre la palabra:

EVIL

Por supuesto, nadie creyó en la versión de Luna, a quien enviaron a un psiquiátrico de por vida y culparon de la masacre que tuvo lugar en el barrio aquella noche. Algunos dicen que Luna realmente se volvió loca. Lloraba y gritaba a alguien invisible llamado Estrella. Otros dicen que logró escapar del psiquiátrico y otros, que murió de estrés.

Tened cuidado con el regalo que hacéis. Puede ser mortal.

lunes, 3 de abril de 2023

HORROR SPACE

 

La señal era clara.

La nave del Hiroshima, una nave espacial japonesa, había enviado un mensaje de socorro hacía ya tres semanas. Era todo lo rápido que habían podido llegar.

Los cuatro astronautas, antiguos militares, eran los idóneos para aquella peligrosa misión: Megan, Rafael, Javier, y Samantha (Sam). Los cuatro tenían la misma edad: treinta y cinco, pero venían de países diferentes, si bien hablaban el mismo idioma: el inglés.

Y los cuatro habían sido enviados a una misión de reconocimiento y rescate.

Algo había ocurrido en el Hiroshima. Algo siniestro. Pero los cuatro astronautas no tenían ni idea del terror que les aguardaba.

Al principio, el viaje fue bien. Fueron en su nave espacial hacia el Hiroshima. Dado su proximidad con marte, tardaron tres semanas en llegar, todo debido a que su nave estaba en el espacio y relativamente cerca del Hiroshima en el momento que estos enviaron la señal de socorro.

Y así, los cuatro astronautas, sin todavía quitarse el traje, se adentraron en la nave.

Corría el año dos mil cien, y las naves ahora eran gigantescas. Especialmente el Hiroshima. Era como un crucero de grande, con cientos de habitaciones, cocina, y demás. De algún modo, la tecnología había avanzado lo suficiente para que dentro de esas gigantescas y costosas naves, la vida se pareciera a la de La Tierra lo más posible. Aunque seguían sin velocidad de la luz ni nada de eso.


Nada más entrar, tuvieron claro que algo terrible había sucedido. Las paredes y el suelo eran blancos.

Y estaban manchados de sangre fresca.

¿Qué ha pasado aquí? — preguntó temerosa Sam.

Lentamente, con toda la velocidad que le permitía el traje espacial, se acercó a la sangre. No había cuerpos allí. Y aquello era extraño. Sin embargo, sí que había un rastro de sangre, lo que daba a entender que los heridos habían sido llevados a otra habitación.

Con las compuertas cerradas, todos se quitaron los cascos y respiraron el oxígeno de la nave. También pudieron verse las caras:

Sam tenía el cabello negro corto y ojos azules. Megan tenía el cabello rubio recogido en un moño. Rafael era rubio con el pelo corto y ojos verdes mientras que Javier era pelirrojo, con los ojos azul claro.

Pusieron los rifles a punto y decidieron adentrarse en la nave. Tampoco tenían opción.

El río de sangre fresca se estrechaba conforme avanzaban por la nave. Las luces del interior se habían fundido y tan solo las linternas incorporadas a los fusiles los salvaron de la más absoluta oscuridad. Si bien a Sam y a Javi la oscuridad los inquietaba, había algo que inquietaba a Megan todavía más: el silencio.

No se escuchaba nada. Si bien era cierto que en el espacio no había sonido, dentro la nave estaba diseñada para poder reproducir sonidos y demás. Además, la gravedad debía estar activada, porque podían caminar normalmente.

El rastro de sangre terminó y acabaron en lo que era la recepción de la nave, una estancia de suelo negro con un mostrador al fondo y puertas a derecha e izquierda.


Y allí estaban los cuerpos. Tendidos inertes en el suelo. Parecía que a unos les habían desgarrado el cuello. A otros, las entrañas.

Todos llevaban ropas comunes, como vaqueros y camisa en el caso de hombres y mujeres o vestidos, en caso de algunas mujeres. Otros llevaban el traje de astronauta.

Sam tragó saliva y siguió avanzando, sin darse cuenta de que lideraba la expedición. No era la líder, Rafael lo era, pero en aquellos momentos él estaba justo detrás de ella, aún en shock por lo que estaba presenciando.

Continuaron por un estrecho pasillo. Había sangre por todas partes, pero Sam se fijó en un detalle peculiar: no toda la sangre era roja. Algunos rastros de sangre eran negros.

El pasillo parecía interminable, pero pronto llegaron a una sala con puertas a ambos lados. Esas puertas eran camarotes o habitaciones. Ahí dormían los habitantes de la nave.

Quizá haya supervivientes — susurró Rafael.

Debe haberlos — corroboró Sam —. De lo contrario, no habríamos recibido la señal.

Los demás asintieron.

Fueron llamando puerta por puerta, pero nadie les abría, así que abrieron las puertas. Las puertas tenían códigos de seguridad, pero no importaba. Javier era un experto informático igual que Sam, así que entre los dos lograron abrir las puertas y entrar. Pero todas las habitaciones, sin excepción, se hallaban vacías.

Salieron de nuevo a la sala.

No lo entiendo — dijo Megan, confusa —. ¿Dónde está todo el mundo?

¡Cuidado! — gritó Rafael al tiempo que disparaba con el rifle.

Se escuchó el sonido de las balas. Potentes y atronadoras seguido de un chillido que Sam solo pudo calificar como demoníaco. Y tenía parte de razón en eso.

La criatura que tenían delante no se podía calificar de humano. Para ser más específicos, el ser era completamente rojo, con cuatro patas con garras con las que se apoyaba en la pared. Su cabeza era alargada con dos ojos puramente negros. Su boca estaba repleta de colmillos y una lengua bífida que recordaba a las serpientes. No tenía pelo en ninguna parte de su cuerpo y cuando Rafael disparó de nuevo, las balas rebotaron. Su piel, al parecer, era impenetrable.

Joder — dijo Rafael.

La criatura saltó directamente hacia él. Rafael no tuvo tiempo de apartarse. La criatura lo apresó entre sus garras, que perforaron su espalda, la cual sangró violentamente. Acto seguido su boca se abrió más de lo que nadie hubiera visto jamás y se tragó la cabeza entera de Rafa. Por los sonidos que hacía su boca, Sam, horrorizada, comprendió que lo estaba devorando.

Rafa, que hasta hacía escasos momentos había estado gritando, dejó de hacerlo.

Sam, Megan y Javi dispararon contra la criatura, pero sus balas simplemente rebotaron.

Hay que irse — dijo Megan.

Muy a su pesar, Sam sabía que tenía razón. Esa criatura era invencible. Necesitaban más información antes de poder enfrentarla. Y debían regresar con un ejército.

Los tres echaron a correr, pero enseguida la criatura les cortó el paso. Ya había acabado con Rafa y ahora estaba frente a ellos. Ahora se sostenía sobre dos patas. De su boca goteaba sangre rojiza. La sangre de Rafael. La criatura chilló y Sam, por puro instinto y terror, disparó al fondo de su boca. Esta se tragó las balas, gimió, se convulsionó y cayó al suelo, inerte, en un gran charco de sangre negra.

Así que la sangre oscura es de esas cosas — dijo Sam, conmocionada.

Eso parece — dijo Megan.

Notaron un movimiento detrás de ellos. Al volverse, vieron que el cuerpo muerto de Rafa convulsionaba. Su pecho subía y bajaba a velocidad alarmante. Ya no tenía cabeza, pero eso no impidió que, de su cuello, empezara a brotar algo.

Los tres miraban fijamente la escena, enmudecidos e inmóviles. Demasiado conmocionados para poder mover siquiera un sólo músculo.

Y de repente, a Rafa le creció una nueva cabeza. Pero no era la suya. Era idéntica a la criatura que acababan de matar. El traje espacial estalló, rompiéndose en mil pedazos, así como su piel, dejando entrever una piel roja que, adivinó Sam, era su carne. Sin embargo, no parecía ser los músculos humanos. Era más bien una especie de mutación. De las uñas salieron garras y pronto el ser que había sido Rafa se incorporó y soltó un chillido demoníaco.

Todos estaban asustados y quedaron momentáneamente petrificados por el shock.

El ser saltó hacia adelante, pero por suerte, todos tuvieron buenos reflejos. Saltaron hacia un lado y, cuando la criatura volvió a rugir, Megan disparó y también Javi. Una bala impactó en su ojo izquierdo (la de Javi), mientras que la otra impactó en su boca. La criatura se tambaleó, gimió y cayó al suelo, inerte, en un charco de sangre negruzca.

La calma volvió temporalmente a la nave, aunque el silencio aterraba más a Sam que los chillidos de aquel ser.

No sé qué es esa cosa — gimió Megan —, pero si esas cosas han acabado con toda la tripulación, tenemos que irnos. Y volver con un equipo de limpieza.

Sam y Javi asintieron.

Los tres volvieron sobre sus pasos. Hacia la entrada. Ahora sería la salida. No tenía sentido incursionarse más. No se escuchaban supervivientes y habían sobrevivido a esas cosas de milagro. Eran demasiado letales. Eran soldados, no héroes. Y estaban demasiado aterrados para seguir indagando en la nave. De todas formas, pensó Sam, tras tres semanas, esas cosas ya deberían haberlos masacrado a todos. Era un pensamiento lúgubre y oscuro, pero a Sam no se le ocurría otra cosa. En aquella nave había habido pocos soldados. Y si al matarte te convertías en una de esas cosas…

significaba que aquello era una colmena.

Cuando Sam comprendió eso, el terror que sentía se transformó en algo peor: pánico.

Las manos le sudaban y las piernas las sentía de mantequilla. Tenían que irse cuanto antes.

Solo que no llegaron a irse.

En cuanto cruzaron el pasillo y volvieron al hangar, se cruzaron no con una, sino con cuatro de esas cosas.

No estaban aquí antes — susurró Javi.

Corred —dijo Sam. No pudo evitar que le temblara la voz.

Todos echaron a correr en dirección contraria. Esas cosas pronto rugieron y corrieron tras ellos. Sam se giró para ver si los alcanzaban y lo lamentó en el acto.

Esas cosas corrían a cuatro patas, como bestias, pero a una velocidad comparable a la de una pantera. Muy pronto los alcanzarían.

Siguieron corriendo mientras a su espalda escuchaban un concierto de rugidos y pisadas.

No lo vio, pero Sam escuchó a Megan gritar y supo que la habían cogido. Con lágrimas en los ojos, Sam se obligó a seguir corriendo.

No supo dónde estaba. Ya no. Pero si supo que estaba en un pasillo, que había perdido de vista a Javi y que había muchas puertas a su alrededor. Pronto dejó de escuchar rugidos y tan solo oía sus pisadas al correr. Ni siquiera así se detuvo. Ni siquiera cuando el corazón le bombeó con violencia y le exigió que parase. Cuando la sed acudió a su garganta ya reseca.

Siguió corrieron varios pasillos más hasta que finalmente tropezó y cayó al suelo, exhausta.

Nada ni nadie la atacó durante la hora que pasó allí tirada, recuperando fuerzas. Todo estaba en silencio. A su lado había una puerta de cristal transparente que daba acceso a la cocina y al comedor.

Entró al comedor. Las luces parpadeaban y muchas mesas y sillas estaban tiradas o rotas. Desde luego, parecía un escenario sacado para una película de terror. El silencio era inquietante. Sam se acercó a la cocina, la cual podía ver desde donde estaba. Se acercó a una puerta transparente situada a su izquierda, la cual se abrió automáticamente.

Estaba claro que la electricidad si iba, pero esas cosas habían destrozado la nave hasta tal punto, que casi nada funcionaba.

La cocina era un simple pasillo con suelo negro, la vitro a la izquierda junto con varios fregaderos y algunos frigoríficos.

La calma era inquietante, pensó Sam. Toda ella estaba tensa, con su fusil apuntando en todas direcciones. Había comprobado el cargador: aún le quedaban muchas balas en la recamara. No había gastado tantas. Pero la munición no era el verdadero problema: lo eran esas cosas. Además, debía huir del lugar. Y su nave estaba en la otra punta. Para empeorar las cosas, no podía regresar por donde había venido, pues se toparía con esas cosas otra vez.

Al mirar arriba, dio con la solución:

El sistema de ventilación.

De un salto, Sam se impulsó y subió. Arrancó con violencia las rejillas, que cayeron al suelo con un estruendo metálico. Rápidamente, Sam se coló en el sistema de ventilación y reptó. Sabía que tirar la rejilla había hecho ruido y seguramente atraería a las criaturas. Tenía que irse de ahí ya.

No supo cuanto rato estuvo reptando. Rezaba cada segundo para no encontrarse a ninguna criatura. De su grupo, solo ella y Rafa eran religiosos. Y Rafa estaba muerto. Javi era ateo y Megan agnóstica.

Siguió reptando.

Entonces, vio por las rendijas de otra rejilla lo que parecía ser un despacho. Echó un breve vistazo y, tras cerciorarse de que no había monstruos, arrancó suavemente la rejilla, que colocó tras ella como pudo y luego se dejó caer.

El suelo estaba alfombrado así que sus pies no sonaron cuando aterrizó.

Desde su posición, a su izquierda había una puerta de madera por la que salir. Enfrente, varias estanterías con libros y a su derecha un escritorio también fabricado en madera, con un ordenador portátil.

Pero no era el ordenador lo que llamó la atención de Sam, sino el teléfono móvil situado en el suelo, cerca de la mesa y manchado de sangre. Al recogerlo, comprobó que todavía funcionaba y pudo leer el último correo electrónico que el director del Hiroshima pudo enviar antes de morir:


Aquí el Hiroshima. Nos están atacando. Repito, nos están atacando.

No sabemos qué son. Esas cosas… no las había visto jamás en mi vida.

No tienen sentido. No poseen aparato reproductor, tampoco nariz y no parecen tener oídos. Sin embargo, su olfato es excelente y su oído es mejor que el de un murciélago. Y son rápidos.

E inteligentes.

Uno de ellos, el que parece ser el líder, acaba de enviar una señal de socorro. Por favor, ayuda.


El mensaje estaba escrito, pero nunca llegó a ser enviado. Entonces Sam comprendió algo terrible: eran esas cosas quienes les enviaron el mensaje de socorro. No el Hiroshima. Probablemente ya estaban todos muertos.

Les habían tendido una trampa.

De los conductos de ventilación apareció una de esas cosas. Apareció de repente y soltando un chillido agónico. Debido al shock, Sam no disparó. La criatura se abalanzó sobre ella pero esta echó a correr dirección a la puerta. Logró abrirla y la cerró tras de sí. Escuchó a la criatura chocar contra la puerta. Acto seguido la rompió.

Si no hubiera tenido el entrenamiento que tuvo, Sam estaría muerta en ese momento.

Rodó hacia un lado, se incorporó y apuntó con su arma al ser. Todo en una fracción de segundo. Acto seguido disparó cuando la criatura rugió. Una bala se incrustó en el ojo del ser y la otra en su boca. La criatura se desplomó en el suelo, inerte.

Entonces Sam echó a correr. A los pocos minutos, logró regresar por fin a la entrada de la nave, donde estaba la nave que los había traído.

Le dolía en el alma abandonar a sus compañeros. A Javi, en realidad, pues el resto estaba muerto. Y puede que ella también.

Se disponía a entrar en su nave cuando un nuevo ser la sorprendió. Solo que este era diferente a los demás.

Su piel no era roja, sino negra. Y estaba cubierto de pinchos a la espalda y en los brazos.

Además, parecía ser más musculoso que los demás. Sam supuso que, como con los humanos, de estos seres también habían diferentes etnias.

El ser la atacó tan deprisa que ella ni lo vio. Un puñetazo fue directo a sus costillas y la envió hacia atrás, chocando contra la pared, que se abolló del impacto. Sam tosió y de su tos salió sangre que manchó el suelo.

La criatura se abalanzó sobre Sam quien, debido al golpe, se encontraba aturdida.

Pero todavía pudo apretar el gatillo de su fusil y disparar contra el ser. Los disparos no lo hirieron, pero si lo frenaron. Eso fue suficiente para que ella se espabilara. Se incorporó y rodó a un lado cuando la criatura volvió a arremeter contra ella. Entonces corrió y se metió directamente en la nave. Pulsó el botón situado a su izquierda y cerró la compuerta.

Tan pronto se metió, corrió a los mandos, que estaban a cinco segundos de ella. Escuchó como la criatura arremetía contra la puerta y la abollaba. Uno o dos golpes más, y la rompería. Y entonces ya no podría escapar.

Logró encender la nave rápidamente, pues esta se encontraba en lo que llamaban “suspensión”. Encendida, pero en reposo.

Así pues, logró despegar justo cuando la criatura dio otro golpe más a la puerta y la agrietó.

Mientras se alejaba, estando ya en el espacio exterior,vio al ser rugir y dar un salto.

¡La criatura estaba moviéndose en el espacio! Y no le hacía falta traje ni nada al parecer.

Pueden sobrevivir en el espacio pensó ella aterrada.

Eso no tenía ningún sentido. Pero claro, aquellas cosas tampoco la tenían.

No parece que necesiten oxigeno para sobrevivir.

La criatura logró llegar hasta la nave y terminó de romper la puerta. Por suerte, Sam se colocó rápidamente un casco que había apoyado cerca de ella y luego esquivó a la criatura, que se abalanzó sobre ella. Se giró rápidamente y disparó.

Las balas acertaron en los ojos del ser, quien rugió de dolor. Y ese rugido fue su perdición. Sam disparó otra vez, en esta ocasión, a la boca.

El ser se desplomó boca abajo en el suelo, muerto.

Sam respiró agitada mientras su nave se iba alejando lentamente del Hiroshima.

Volvería a La Tierra y contaría lo ocurrido. Y ese cadáver sería la prueba.

Lo que Sam no sabía es que esas cosas ya le habían echado el ojo a su planeta.